Hay recuerdos que nunca,
pierden su encanto,
aunque el lloro los borre
de tristes años.
Así acaricia
de mi infancia las horas
el alma mía.
No se olvidan los bosques
del patrio suelo,
las aguas del torrente
de nuestros juegos,
ni el dulce canto
de una madre al dormirnos
en su regazo.
Yo no olvido que entonces
los ojos míos
encontraban los suyos
humedecidos,
siempre tan bellos
como el pálido ocaso
de un sol de enero.
Elisa con sus ojos
de azul tranquilo
de lago que refleja
cielos de estío
en días de fiesta,
me causaba en el alma
casi tristeza.
Mercedes era linda
como esas flores
que en el Cauca se mecen
bajo los bosques:
sus ojos negros
eran grandes y hermosos,
pero severos.
Hay ojos que llorando
valen un trono,
llorando y suplicantes
me gustan todos;
pero el encanto
no he encontrado en ningunos
que hay en los pardos.
Es quizá porque siento
que aquella Amalia,
tan noble, tan sensible,
tan admirada,
¡ayl siempre ha sido
por sus ojos el faro
de mi destino.
Mi corazón de niño
la amó en un tiempo,
y en sus ojos la gloria
sin comprenderlo.
Después mi mente
inspiraciones bellas
despide siempre.
¿Quién no ha oído el susurro
de un sí en los labios
de la virgen que esquiva
sus ojos bajos,
cuando los baña
ese lloro elocuente
que brota el alma?
Me enamoró Felisa
con sus encantos,
y me enamoran siempre
sus ojos pardos;
mis dulces sueños
lo son porque dormidos
me miran ellos.
1860. |