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Alberto Insúa en AlbaLearning

Alberto Insúa

"Los pecados sin perdón"

Biografía de Alberto Insúa en Wikipedia

 
 
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Música: Falla - El Sombrero de Tres Picos - 4: Danse du Corregidor
 

Los pecados sin perdón

OBRAS DEL AUTOR

Los pecados sin perdón. Prólogo
El hijo santo
El señor de Magaz
El vampiro
La condesa Marina
La vestal
 
REVISTAS

"Caras y Caretas"

Como usted lo diga
El abogado de la colonia
Entre la vida y la historia
El beso de la monja
La Navidad del extranjero
 

"Flirt"

Agua-fuerte de hoy
El confesor confesado
El diablo confesor de monjas
El disfraz inaudito
El sacristán y la cortesana
El senor de Magaz
El vampiro
Fray Damián y sus devotas
La amante de Santiago
La condesa Marina
La chula de Amaniel
La idea salvadora
La mano de mármol
La moral bien analizada
La nueva psicología del amor 1
La nueva psicología del amor 2
La que envejeció tres veces
La vestal
Las astillas
Los pecados sin perdón
Los recién casados y los bandidos
Madama Falansteria
Petición de mano
Por qué engañan los hombres a las mujeres. Para variar
Por qué engañan los hombres a las mujeres. Por bonitas
Por qué engañan los hombres a las mujeres. Por feas
No hay que pervertir los números
Senos. Las criadas
Senos. Senos de viuda
Una mala mujer
Una recompensa bien ganada
y apaleado...Confesiones de un paje
 

"La Diana"

El organillo de la muerte
 

"La esfera"

Una aventura de amor
 

"París alegre"

El zapato blanco
 

"Vida galante"

El tuerto ciego
El paraiso rehusado
 
PRÓLOGO

El Padre Clarencio, de la Orden Seráfica, fue amigo mío después de su exclaustración. Cuando yo le conocí era un hombre de cincuenta años, de apostura aristocrática y perfil imperioso. Vestía siempre de negro: largos chaqués o entalladas levitas. Era altísimo y se encorvaba un poco al andar. Tenía una hermosa cabellera rubia, unos ojos claros y acerados y unas manos estrechas, que parecían de marfil. Vivía solo, sin criados, en un piso de una casa muy antigua de París, frente al Sena.

Su casa era elegante y misteriosa, como él... Muebles de época, tapices admirables, cuadros y estampas de alto mérito, cerámica primorosa, libros raros y bibelots que revelaban el secreto de algún viaje a las honduras del Extremo Oriente.

Una casa original y, sobre todo, una casa fría. El Padre Clarencio era insensible a los rigores del invierno, aumentados en su casa por las brumas y la humedad del Sena. El fuego le inspiraba una verdadera aversión. No me lo dijo nunca, pero yo sorprendí, poco a poco, aquella antipatía por el elemento mágico de la vida, por la lumbre destructora y creadora. La primera vez que vino a verme, yo estaba frente a mi chimenea, donde ardían varios leños perfumada y alegremente. Le invité a calentarse.

— Gracias— me dijo, volviéndose de espaldas a la chimenea. Y agregó: «Vámonos a la calle. París está todo nevado y pasear sobre la nieve es una delicia.»

Accedí. Aquel mismo invierno tuvo que guardar cama. Tosía atrozmente. Se negó a recibir médicos y como yo —su único amigo—quisiera cuidarle y le propusiese un ponche, se puso a reir entre las pieles y mantas que le envolvían.

—¿Cómo va usted a hacerlo?—me preguntó.

—En la cocina.

—No existe en esta casa. La he hecho quitar.

— Pero tendrá usted alcohol, un infiernillo...

Su rostro se contrajo.

—Nada, nada de eso hay aquí. Ni cerillas. Déme usted ron, si le parece. Y no me pregunte nada más.

Sólo más tarde, mucho más tarde, he podido explicarme el horror que sentía el Padre Clarencio por el fuego. Y tal vez presumo demasiado al suponer que conseguí explicarme aquel enigma del hombre más enigmático que he encontrado en mi vida. En realidad, en el Padre Clarencio, todo resulta inexplicable: la vocación arrolladora que le lleva al claustro, las causas de su ruptura con la Iglesia, su modo de vivir y de pensar. Todo en él es ambiguo y contradictorio. Ciertas frases y ciertos actos de su vida permiten concederle un alma franciscana y un corazón angélico. Otros actos y otras frases autorizan a considerarle como un ser infernal. Yo le he oído hablar de los misterios del más allá con una fiebre mística contagiosa. Y también le he oído burlarse de los mismos volterianamente. De otra parte, en algunas ocasiones, me ha parecido un genio; en otras me he preguntado si su cerebro no era el de un hombre inferior. He comprobado, sucesiva o simultáneamente, que era escéptico y crédulo, fatalista y supersticioso, generoso y mezquino, suave y violento. En realidad no lo comprendí nunca. Cuando, poco después de su muerte, recibí de manos de un notario el curioso manuscrito que me legaba, creí que iba a encontrar el hilo que me condujese por el dédalo de su carácter. Ocurrió todo lo contrario.

El manuscrito vino a aumentar mi confusión, sutilizando cada uno de los aspectos de aquel alma extraordinaria, haciendo más hondo su misterio. Yo esperaba una biografía, una confesión, unas memorias, algo en que el Padre Clarencio hablase de sí mismo: de su vida monástica, de su divorcio de la Iglesia, de las causas íntimas que le trajeran a éste, de sus amores y de sus odios, de sus ideas y de sus dudas... Yo esperaba la historia de un alma, y lo que recibía era el más inesperado, el más extraño documento que pueda imaginarse. Era—no sé cómo decirlo—una cronología o relación de las confesiones recibidas por el padre Clarencio, pero no de todas, sino de aquellas... en que no había querido absolver al penitente. Titulábase el manuscrito «Los pecados sin perdón» y estaba formado por capítulos sueltos, en cada uno de los cuales un ser atribulado por la culpa, por el crimen, por el sacrilegio, por el horror de alguno de los siete enemigos de la gracia, acudía al santo tribunal de la penitencia, o llamaba a los pies de su lecho de agonizante a quien, en nombre de Cristo, debía empujar la puerta estrecha que le separaba de la Gloria.

Impenetrable e inflexible, el Padre Clarencio «no absolvía», bien dejando morir al penitente sin pronunciar las palabras de salvación o bien transformando la fraseque borra los pecados en una sentencia condenatoria; bien afirmando—con rigor calvinista—la ausencia absoluta de gracia en que había nacido el pecador, y excitándole, de este modo, a más graves y reiteradas culpas.

Pero, ¿a qué insistir en mis indicaciones? Precisaniente doy a la estampa el manuscrito del Padre Clarencio para que los lectores me ayuden a descubrir la psiquis del insólito personaje. Releyendo, por cuarta o quinta vez «Los pecados sin perdón », las hipótesis y los comentarios afluyen a mi pluma. He decidido reservados para el final. Los que sigan estas páginas podrán aprobarlos o rebatirlos entonces con algún conocimiento del hombre que los inspira. Mas no se olvide que el alma del padre Clarencio se parece a esos paisajes del desierto creados por el espejismo. Cuando el caminante cree penetrar en un oasis o aproximarse al mar, una mutación de la luz le prueba lo falaz de su esperanza, y la llanura vuelve a presentarse a sus ojos: ardiente, fascinante, homicida...

Y aquí concluye el prólogo de «Los pecados sin perdón...»

Publicado en “Flirt" Madrid en 1922

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