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Alberto Insúa en AlbaLearning

Alberto Insúa

"El hijo santo"

Los pecados sin perdón

Biografía de Alberto Insúa en Wikipedia

 
 
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Música: Falla - El Sombrero de Tres Picos - 4: Danse du Corregidor
 

El hijo santo

Los pecados sin perdón

OBRAS DEL AUTOR

Los pecados sin perdón. Prólogo
El hijo santo
El señor de Magaz
El vampiro
La condesa Marina
La vestal
 
REVISTAS

"Caras y Caretas"

Como usted lo diga
El abogado de la colonia
Entre la vida y la historia
El beso de la monja
La Navidad del extranjero
 

"Flirt"

Agua-fuerte de hoy
El confesor confesado
El diablo confesor de monjas
El disfraz inaudito
El sacristán y la cortesana
El senor de Magaz
El vampiro
Fray Damián y sus devotas
La amante de Santiago
La condesa Marina
La chula de Amaniel
La idea salvadora
La mano de mármol
La moral bien analizada
La nueva psicología del amor 1
La nueva psicología del amor 2
La que envejeció tres veces
La vestal
Las astillas
Los pecados sin perdón
Los recién casados y los bandidos
Madama Falansteria
Petición de mano
Por qué engañan los hombres a las mujeres. Para variar
Por qué engañan los hombres a las mujeres. Por bonitas
Por qué engañan los hombres a las mujeres. Por feas
No hay que pervertir los números
Senos. Las criadas
Senos. Senos de viuda
Una mala mujer
Una recompensa bien ganada
y apaleado...Confesiones de un paje
 

"La Diana"

El organillo de la muerte
 

"La esfera"

Una aventura de amor
 

"París alegre"

El zapato blanco
 

"Vida galante"

El tuerto ciego
El paraiso rehusado
 
 

Otra historia del convento... En ciertas almas femeninas el fraile ejerce una verdadera fascinación. Hay devotas enamoradas, sin saberlo, del fraile que las confiesa. En las jornadas del Decamerón el monje guapo rivaliza con el mancebo seductor y el gentil hombre rico. Y es mucha verdad que, en determinadas épocas, y en algunos conventos, el culto a Venus fué el principal—o, por lo menos, el más practicado—de todos. Lo cual, en mi entender, proviene, más que de la natural lascivia de los frailes, de la malignidad de las mujeres, que es inagotable, y de su curiosidad viciosa, que no tiene fin.

Pero no voy a referirme a ningún caso de pasión frailuna, es decir, de contubernio sacrilego, sino a otro, aun más curioso, que pudiera llamarse de fanatismo conventual. Es el siguiente:

Una de las devotas de nuestra casa hallóse viuda y encinta. Dio a luz, y cuando pudo levantarse y contemplar al recién nacido en su cuna quedóse absorta de admiración. Su hijo se parecía a Jesús: era el Niño Dios de Belén. En verdad la criatura asombraba por su belleza, por su gracia. Tenía, naturalmente, los cabellos rubios, las mejillas sonrosadas, la boquita purpúrea, los ojos grandes y luminosos. Se parecía a Jesús, pero también a Adonis.

La madre decidió hacerlo santo. Aquel niño portentoso había nacido para triunfar en la vida mística, como un Francisco de Asís o un Gonzaga. Y desde la cuna comenzó a moldearle para el convento. En cuanto pudo jugar, no tuvo muñecos de trapo, ni soldaditos de plomo, sino pequeñas custodias de estaño, diminutos altares de cartón, estolas y casullas de papel de seda, vírgenes de barro y Cristos de metal, cuanto podía concurrir a darle una primera visión del mundo exclusivamente eclesiástico. En cuanto supo leer no hubo para aquel niño Robinsón, ni Julio Verne, ni aun siquiera cuentos de Grimm y de Perrault, sino vidas de santos extractadas, devocionarios, gozos y letanías.

Por fin llegó la época en que podía orar en la iglesia, y seguir a su madre en sus paseos devotos y en sus peregrinaciones. El niño vivía fascinado, sugestionado. Su alma inocente y dúctil se plegaba a todas las exigencias del fanatismo materno. En cuanto su edad lo hizo posible entró en nuestro convento. Su noviciado fué, al principio, ejemplar. La comunidad estaba sorprendida.

—Tiene madera de santo —decía el Prior.

Y yo dudaba. Parecíame la suya una vocación superpuesta, una viciación de su espíritu virginal. Contemplándole en el coro, en el estudio, en el patio, se me antojaban sus miradas, sus ademanes, y sus gestos de ardiente y profunda pagaría. La llama interior del novicio era de amor, pero de amor humano, de amor terreno. Su interpretación de las escrituras abundaba en imágenes palpitantes como senos, encendidas como labios de pecadoras. Y su hermosura era cada día mayor, más luminosa y más viril.

Cumplió sus votos, luchando valerosamente contra el instinto y durante algún tiempo fué un fraile admirable de energía, de disciplina y de fe. Sus sermones eran los más apasionados y bellos de la Orden. Yo no era su confesor, pero sospechaba sus luchas interiores, veía sus noches, imaginaba sus sueños poblados de formas blancas y fáciles, que le atraían y le dominaban.

¿Cuánto duró el combate? No recuerdo. Una noche llamó a la puerta de mi celda y me narró su historia. El no había nacido para el claustro. El hombre rompía la urna mística en que habían encerrado al niño. Lo habían inmolado a Jesús, como a Moloch. Protestaba. Quería vivir, quería amar...

Su confesión fué extensa y atormentada. Llenaría muchas páginas de estos apuntes. Cuando la hubo terminado me levanté, le puse ambas manos en los hombros y le dije:

—Abandona el convento y ama a las mujeres.

Su exclaustración produjo un formidable escándalo. A la noticia de su matrimonio en el extranjero, su madre estuvo a punto de volverse loca. No le fue posible vivir en su patria. Fuera de ella, no le era fácil encontrar amistades. Porque aquel hombre no era un Renán, sino un don Juan. No había nacido para escribir, sino para querer. Quiso a su mujer y a las mujeres apasionadamente, pero el rencor inextinguible de su madre y el estúpido desprecio público que envuelve a los frailes exclaustrados, envenenó su vida. En tal forma que a los cuarenta años hízose soldado mercenario y murió en China, en un combate contra los boxers. Al enterarse de su muerte, su madre hizo el signo de la cruz.

—¡Castigo de Dios!

Yo guardé silencio. Y cuando aquella mujer fanática me llamó a su lecho de agonía, años más tarde, le dije:

— Quisiste tener un hijo santo y lo tuviste mártir. Cegaste la propia fuente de la vida, que es el amor. Fuiste contra la primera ley de la vida, que es la verdad. Inmolaste la vida de tu hijo a Dios. Y yo inmolo la tuya en el ara ardiente de Satán. Tu pecado, de orgullo y fanatismo, es de los que no pueden perdonarse nunca.

Horrorizada por mis palabras, exhaló un grito terrible y expiró.

Publicado en “Flirt" Madrid 23-3-1922

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