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Prudencio Iglesias Hermida en AlbaLearning

Prudencio Iglesias Hermida

"El hipnotizador de cadáveres"

Biografía de Prudencio Iglesias Hermida en Wikipedia

 
 
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El hipnotizador de cadáveres
OBRAS DEL AUTOR

Cuentos

El asesino del circo de Nimes
El hipnotizador de cadáveres
El pescador de Amalfi
La ermita de los fantasmas
Los centinelas de la peña de la noche

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Creemos o negamos las leyes por que se rige el mundo de los espíritus. Somos espiritistas o negamos esas creencias.

Es igual.

Pocos son los seres con privilegio que saben a punto fijo lo que creen.

Supongamos, lector, que tú eres un descreído. Exceptuando a Dios, te ríes de todo lo sobrenatural. Ni crees en las fuerzas ocultas, ni aceptas la presencia de lo ultrahumano. Afirmas lo que ves. De ahí para arriba no crees en nada.

Esto es una barbaridad. Pero, allá tú.

***

Una vez recibí en el Círculo donde me hallaba un recado urgente. Se trataba de un amigo mío que, desde hacía algún tiempo, sostenía una lucha homicida con la miseria.

Mi amigo se estaba muriendo. Un vecino suyo me traía la noticia. Eran las dos en punto de la madrugada. Una tremenda madrugada de invierno.

—¿Dónde vive mi amigo?—le pregunté.

—En la calle de Ferraz, 36.

—Más señas.

—Tercero, interior, letra B.

El vecino de mi amigo tenía una cara profundamente antipática. No quise ir con él.

Solo con mis pensamientos salí del Círculo. Por las calles solitarias' llegué a la de Ferraz.

Mi amigo había muerto ya. Tendido en el suelo, sobre un paño y boca arriba, tenía el aspecto de un suicida. Me impresionó el aspecto doloroso de aquel cadáver, que había sido un hombre inteligente y simpático..

En el fondo de la habitación, una vieja como un espectro sollozaba.

—¿Quién es esa mujer?

—La madre del muerto.

Yo no conocía a aquella señora. Me acerqué, di mi nombre y me ofrecí para todo lo que hiciera falta.

El primer problema era el del entierro. No me preocupó mucho. Yo carecía de dinero, pero envié una carta a una funeraria reclamando el servicio urgente de un entierro de tercera. Llegó inmediatamente. Salí responsable de todos los gastos, decidido a no pagar ni un céntimo.

A la hora y media los cuatro blandones echaban chispas alrededor de un féretro muy pobre, en el que descansaba para siempre aquella pobre carroña, cuyo corazón fue valiente, amó, sufrió y liquidó al fin con la muerte todas sus deudas.

El muerto parecía de yeso. La madre del muerto parecía de piedra; ni lloraba, ni casi se movía. Estaba medio asfixiada de pena.

Sentado en una banqueta, en un triste rincón obscuro, me quedé dormido. Estuve unas cuantas horas como un leño.

Un chirrido de la puerta me hizo despertar

Entraba un viejo alto y pálido, con una blusa de mecánico, color violeta. Tenía la barba blanca. Me hizo una profunda inclinación de cabeza.

—Pase usted, señor — le dije levantándome.

—Muchas gracias. Soy el vecino del primero. Salgo de mi casa a las seis de la mañana y no vuelvo hasta las ocho de la noche. He visto la media puerta cerrada, y vengo a ofrecerme sinceramente a ustedes. ¿Es usted hermano del muerto?

- No. El pobre era mi amigo. Aquella señora es la madre. ¡Si pudiéramos llevárnosla de aquí! Está sufriendo de un modo horroroso.

El viejo ofreció su casa y sus hijas.

Entre el vecino y yo pudimos, poco a poco, sacar de allí a la madre y conducirla al cuarto del generoso visitante.

Quedó el muerto solo unos instantes.

Volvimos a subir inmediatamente.

Un perro, en el fondo de un lejano corredor, aullaba lúgubremente.

—¿Es usted... químico?—pregunté al visitante.

—No. Soy grabador en metales. Trabajo para la casa Siemens.

—Ah ¿para ese loco tan simpático, espiritista?

—Sí, señor. Espiritista, sí, lo es. Pero loco... no ha dado nunca pruebas de estarlo.

—No lo he dicho en el sentido en que usted lo ha entendido. Ni menos creo que el espiritismo pueda ser una locura. ¿Es usted espiritista, acaso?

—Sí, señor. Por eso mis creencias acerca de la muerte no son las mismas que usted tiene.

—¿Usted cree que los muertos vuelven?

—Sí, lo creo. ¿Usted no?

—No lo sé. Pero pretendo ser un elemento muy bien dispuesto para creer en todo lo sobrenatural.

El visitante calló y los dos contemplamos en silencio al muerto.

—Sin duda—le dije al visitante—, ustedes pueden proporcionarse emociones muy dulces que no están al alcance de los incrédulos. ¿Usted habla con sus difuntos?

-Sí.

—¿Siempre que quiere?

—No. Hay veces que ellos no acuden.

—¿Por qué?

—Porque no pueden.

—¿Quién se lo impide?

—Mi mismo espíritu, que, a veces, no está bien dispuesto para la sesión.

—Diga usted: ¿son verdad esas conversaciones de algunos espiritistas con los espectros de Napoleón, del Dante, de Lutero, etc?

—No, señor. No son verdad, generalmente. Ese es el espiritismo teatral. El espiritismo sincero es el que habla con los muertos que a cada uno le interesan. Sólo en casos de excepción puede a un espiritista importarle el Dante. Lo natural es que a todos los hombres les emocione la idea de hablar con el espíritu de su padre, su amigo o su hermano.

— Es verdad. Más o menos todos los seres racionales somos espiritistas. ¿Quién es el que a solas en su cuarto, en una carretera, en un cementerio, no ha sentido en la frente el aleteo de lo sobrenatural?

Mi interlocutor me miró un momento a los ojos y me dijo de repente:

—Bajando una escalera a obscuras, por ejemplo, ¿no ha sentido usted un miedo irritante y sin razón que le cubrió de sudor la frente? Eso está originado en la presencia de algún espíritu. Un hombre a obscuras en una habitación, nunca está solo; siempre un espíritu le acompaña. Amigo o adverso, un espíritu lo vigila. En esos momentos haga usted un esfuerzo de abstracción sobre sí mismo y experimentará fenómenos nerviosos muy intensos; se aclarará para usted el mundo de los espíritus.

Lector, por ti mismo, haz la prueba.

***

Eran las diez de la noche. Una mujer de la vecindad nos hizo el favor de velar al muerto. Bajamos a cenar a casa de mi amigo.

Cuando subimos, encontramos a la mujer sin sentido, derribada de través sobre la caja del muerto.

La hicimos volver en sí por procedimientos enérgicos.

—¿Qué le ha pasado a usted?

—Nada. Me senté en esa sillita baja a los pies del ataúd. El olor y la soledad me atontaron. Dormida o privada, me caí de boca sobre el muerto. Y si no llegan ustedes a subir, no sé lo que me hubiera ocurrido.

***

A las tres de la madrugada, después de dos horas de conversación sobre espiritismo, mi amigo me preguntó:

—A usted le falta muy poco para ser de los nuestros. ¿Qué necesita usted para acabar de convencerse?

—Presenciar una sesión de espiritismo.

—¿Tiene usted fe en la sinceridad de mis intenciones?

—Absoluta.

—¿Puede usted asociar alguna idea de escepticismo a su amistad con el muerto?— dijo, señalando el ataúd.

Moví la cabeza negativamente.

Mi amigo apagó tres cirios. Dejó una sola llama.

Se sentó a mi lado. Comprendí que debía concentrar todo mi pensamiento en el suyo. Así lo hice.

***

Hacía un frío espantoso. Arrebujado en mi poncho,procuraba calentarme con mi propia respiración. Al fondo del pasillo, junto a la cocina, habíamos abierto un ventanillo de un pie cuadrado. El viento que por allí entraba hacía vacilar la llama del cirio. Una sombra, como una mariposa, volaba sobre la cara del cadáver, haciéndolo, aparentemente, gesticular.

Con las pupilas fijas en la obscuridad del pasillo me quedé absorto en la contemplación de ese fantasma interior que en las horas de fiebre o insomnio nos cuenta cosas al oído.

Una suave claridad astral se dibujó en lo obscuro, en un extremo de la habitación. Era una mancha plateada como un reflejo en el agua. Mejor: era como el ojo de un gato que me contemplaba sin pestañear.

—Ahí está el espíritu de vuestro amigo. Podéis hablarle.

Me quedé mudo de emoción.

Mi amigo tomó la palabra y le preguntó al espíritu:

—¿Eres el alma del muerto?

— Sí; lo soy.

—¿Cuantos años tenías?

—Treinta.

—¿Dónde naciste?

—En Fuenterrabía, al lado del Castillo de Carlos V.

—¿Dónde te bautizaron?

—No estoy bautizado. Mi padre era librepensador.

—¿Quienes somos los que estamos en esta habitación?

—Tú eres mi vecino, Fermín Astrán, grabador en metales, y ese ei- Iglesias Hermida, amigo mío desde hace quince años.

—¿Fuiste rico alguna vez?

-Nunca.

—¿De qué vivías en tus últimos años?

—De robar la cera de las iglesias y de vendérsela luego a un cerero, que hacía con ella velas nuevas para el culto.

—¿Sabía el cerero la procedencia de la mercancía?

—Siempre. Y me ilustraba respecto a ciertas interioridades que me eran muy útiles. Hoy —me decía - hay cuarenta horas en San José, y novena en el Caballero de Gracia. Yo ya sabía que podía operar en San Sebastián y en la iglesia de Jesús.

—¿Cómo robabas las velas?

—Me iba a la iglesia con un bastón muy gordo y hueco. Cogía un cirio y lo metía en el bastón. El bastón está en la cocina, detrás de la puerta.

Me levanté y fui a buscarlo. En efecto; allí estaba una caña enorme como un demonio. El regatón parecía una ensaladera. Para ponerle un puño de bola proporcionado, habría que buscar un melón.

Yo intervine en el diálogo con el espíritu.

—¿Cómo no me dijiste nunca que era esa tu manera de vivir?

—Porque un día te propuse robar el cepillo primero de la izquierda de la iglesia de la calle del Príncipe, y no aceptaste. En cambio, acababas de partir de un estacazo un farol de la calle de San Hermenegildo. Aquel estacazo no le trajo a nadie ninguna ventaja. Fue un error.

—¿Es verdad eso?—me preguntó mi amigo el grabador.

Incliné la cabeza avergonzado.

De repente, decidí tomar la brújula de la conversación.

—Juan Antonio ¿me oyes?—dije.

—Perfectamente. Habla—contestó el espíritu.

—¿De qué te has muerto?

—De una estupidez. —¿Tuya?

—No, del médico. El muy imbécil confundió una pulmonía con una indigestión y se salió con la suya: me mató. Fue un verdadero asesinato.

—¿Quién es ese médico?

—Uno de tantos. Yo lo conocí no sé dónde. Se llama Román. Me dijeron que acababa de hacer la carrera con sobresalientes y eso me bastó para juzgarlo como un idiota. Pero me dio su tarjeta, la conservé, me sentí malo, mi pobre madre halló la tarjeta en un bolsillo y mandó llamar a ese animal sin sospechar que me entregaba al verdugo.

—¿Sufriste?

—Sufrí por ella. La muerte es suave. Llega como un suspiro.

—Y en tu estado de cadáver, ¿qué sensaciones son las tuyas? ¿Son varias, es una, existe para ti la esperanza o sólo puedes pensar sobre lo pasado?

—Muerto, tengo más serenidad que vivo. Todavía no he podido formarme clara idea de mi nuevo estado. Sentí un frío espantoso. Un choque en el pecho me sobrecogió. Después el espíritu abandonó al cuerpo.

—¿Por dónde saliste?

—Por las narices.

—¿Existe eso que todos llamamos el otro mundo?

—No hay más mundo que uno. Lo que existen son varios estados. Vivo, muerto y atontado.

—En ese estado de espíritu en que te hallas me parece que has ganado en inteligencia.

—No es eso. Desde aquí se ve la verdad sin pasiones.

—¿Quién es el hombre mas cursi de España?

—Don Torcuato.

En este momento sonó un golpe espantoso. Era mi amigo el grabador: dormido, se había caído de bruces sobre la caja.

***

La amistad con los espíritus es muy útil, porque le ahorra a uno muchas veces pensar por cuenta propia.

Recuerdo que Gabriel D'Annunzio escribió La Figlia di Jorio bajo la influencia de un espíritu que el famoso poeta italiano no supo nunca decir si fue el de Sófocles o Eurípides.

Es indudable que el alma de los muertos nos acompaña. Para comunicarnos con ellos sólo basta provocar un estado anormal de frío y buscar un lugar solitario y fúnebre cuya hostilidad nos dé un poco de miedo: el pórtico de un cementerio, un depósito de cadáveres, un osario, las salas de un hospital de noche.

Velando a un muerto es seguro que tenemos los sentidos más aguzados para lo sobrenatural. Todo lo que sea evocaciones de los antepasados, lugares de recuerdos o enfermedades, como museos y clínicas, favorecen la presencia de los espíritus. Rodearse de animales fabulosos; nada como asistir a sesiones de Academias, cabildos, etc., etc. Los lugares solemnes son los más a propósito para las evocaciones soñolientas.

También se debe asistir a algunas conferencias de Ateneos y Círculos, y a mítines políticos.

***

El cadáver de mi amigo no se descompuso.

Por un reiterado deseo de la madre, quedó decidido que el cadáver no sería sepultado hasta que el hedor no dejase lugar a dudas.

Fue trasladado al cementerio y allí quedó en el depósito de cadáveres.

Mi amigo, el grabador espiritista, había hecho venir a acompañarnos a un médico amigo suyo. Era un hombre nerviosísimo y pequeño, cetrino y de ojos como brasas, que hablaba poco y todo lo miraba con una in sistencia extraña.

Mi amigo me había dicho hablando de aquel hombre:

—Es el más grande hipnotizador que haya existido. Es el único hipnotizador de cadáveres.

Me sonreí.

—No se sonría usted. No tiene usted razón. Va usted a verlo. Ninguna ocasión mejor que ésta. En esta misma noche se convencerá usted de la realidad de cosa tan extraordinaria.

La capilla del cementerio, de piedra. La mesa de mármol donde descansaba el cadáver. Las cuatro llamas amarillas, con sus resplandores vacilantes. Frío y olor a muerto que entraban con el aire por un alto ventanal. El grito de la lechuza. El revoloteo de un murciélago. Allá lejos, y arriba, por unagrieta de la bóveda, una figura geométrica formada por estrellas.

A mi lado, el médico, nerviosísimo, inquieto, con una movilidad incansable que producía malestar. El grabador, inmóvil, pero con los ojos relucientes. Yo, muy molesto en aquel ambiente fúnebre cargado de electricidad.

El médico sacó un reloj antiguo de oro, de esos que se conocen por su nombre armonioso italiano: un reloj gran sonería. Apretó un resorte. Un timbre de gran dulzura dio doce campanadas.

-Es la media noche—dijo el médico—. Le ofrezco a usted la visión de un espectáculo que no le será a usted fácil volver a presenciar.

Rápidamente, y de un modo brutal, desnudó el cadáver de mi amigo. Quedó éste boca arriba con los ojos medio abiertos, de aguas inmóviles, con la frente y el pecho cruzados por fajas azules.

El médico se inclinó sobre el muerto; le apoyó una mano sobre el corazón y le miró a los ojos con febril insistencia.

Con las palmas de las manos le dió los pases magnéticos por la frente y el pecho. El médico temblaba como una espada. Yo sufrí la impresión de que el cadáver se había movido un poco en su féretro.

El muerto tenía los ojos abiertos. Fue una impresión de miedo que no olvidaré nunca. El hipnotizador se separó un poco del túmulo. Tenía la frente enrojecida y los ojos ardiendo.

—¡Levántate!—le gritó al cadáver.

El muerto abandonó el ataúd con un crujir de huesos.

— ¡Anda!—gritó de nuevo acercando la cara al cadáver.

El muerto, con los ojos abiertos, dio unos pasos inseguros y cayó de boca destrozándose los dientes.

***

Fue una infamia la que hicimos con el muerto. Si la madre de mi pobre amigo hubiera sabido que el cadáver de su hijo había servido para aquel experimento, nos hubiese maldecido. Fue un abuso infame de la confianza de una madre; fue una blasfemia contra el respeto sagrado a los muertos.

Mareado por el olor y el frío de la capilla salí a la soledad del cementerio.

El médico hipnotizador siguió mis pasos. Nos reunimos ante una tumba blanca sobre la cual se alzaba un ángel de hierro. En las alas de la escultura cantaba el viento.

—¿Se ha convencido usted de lo que dudaba hace un momento?

—¿Quién le ha dicho a usted que yo dudaba?

—Su amigo, el grabador. ¿Se ha convencido usted ya de que se puede hipnotizar a un muerto?

—Sí, señor; me he convencido.

Cruzamos un par de calles funerarias. Llegamos al osario. El médico empujó la puerta. Una porción de fuegos fatuos bailaban en la obscuridad de aquel tenebrario. Una llamita azul, más bella que todas, bailaba muy cerca de nosotros.

El médico hipnotizador sacó su petaca. Me la ofreció abierta.

Inclinándose hacia el suelo encendió en el fuego fatuo su cigarro.

Llegó el amenecer. La hora del entierro. El cadáver conservaba los ojos abiertos. Sobre ellos le echaron un puñado de cal, que dejó como escarchadas aquellas pupilas.

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