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Alfonso Hernández Catá en AlbaLearning

E.T.A. Hoffmann

"El violín de Cremona"

Capítulo 5

Biografía de E.T.A. Hoffmann en Wikipedia

 
 

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Música: Chopin - Op.34 no.2, Waltz in A minor
 

El violín de Cremona

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El violín de Cremona
Historia de fantasmas
 

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V

Las reflexiones del profesor avivaron todavía las sospechas que me habían hecho concebir las relaciones de Antonia con el consejero, de tal modo, que hasta llegué a imaginar que la muerte de la joven debía pesar terriblemente sobre la conciencia de Crespel.

Tomé, pues, la resolución de no ausentarme de H... sin antes echarle en cara el crimen de que le creía culpable, conmoviéndole hasta el fondo del alma y arrancándole así una confesión explícita de su atentado. Cuanto más iba reflexionando. Se me hacía más evidente que Crespel era un malvado, de modo que la imprecación que pensaba dirigirle, tomaba a cada punto un carácter más vehemente y caloroso, acabando por ser una obra maestra de oratoria.

Así animado y lleno de fogosas ideas volé a casa del consejero y le hallé ocupado torneando algunos juguetes, con la tranquilidad en el semblante y la sonrisa en los labios.

—¡Cómo podéis gozar un momento de reposo—fué lo primero que le dije—debiendo el remordimiento de una monstruosa acción mortificaros de continuo!....

Miróme lleno de sorpresa y dejó a un lado lo que tenía entre manos.

—¿Qué queréis decir con esto, amigo mío?—me preguntó.—Tened la bondad de tomar asiento.

Enardeciéndome por momentos, le acusé de haber ocasionado la muerte de Antonia, y le amenacé con la venganza del cielo. Orgulloso de mi nueva calidad de togado, le afirmé que nada dejaría para remover hasta descubrir las huellas de su crimen y entregarlo a los tribunales de justicia. No obstante, no puedo explicar hasta qué punto me sentí desconcertado, cuando al terminar mi pomposa arenga vi que el consejero me estaba mirando con la mayor tranquilidad del mundo, como si esperara que continuase hablando todavía: no hay que decir que probé de hacerlo; pero lo poco que dije era tan incoherente y hasta ridículo, que no tuve valor para seguir adelante. Crespel parecía deleitarse en mi turbación, pues vagaba por sus labios una maliciosa sonrisa. Por último, recobrando la gravedad, me dijo con voz imponente:

—Joven: aunque me tengas por loco e insensato, te perdono, en gracia a residir entrambos en el mismo manicomio, y ya sé que tu enojo procede de que yo me crea ser el Dios padre, mientras que tú te miras como el Dios hijo. Pero ¿con qué derecho te atreves a querer penetrar en los recónditos repliegues de una existencia que no te corresponde? Pero ¡bah! Antonia no existe, y el secreto no tiene ya razón de ser...

Al decir esto se levantó, recorrió en silencio el aposento, lanzóme una mirada prolongada; y tomándome de la mano me condujo a una ventana que abrió de par en par, y luego apoyado en el antepecho y vagando sus ojos por el jardín, me contó su historia, y esta me impresionó de tal modo, que al dejarle me retiré admirado y confuso.

He aquí en pocas palabras lo concerniente a Antonia. Hacía de entonces unos veinte años, poco más, poco menos, que el deseo de adquirir buenos violines de los antiguos maestros, llevó al consejero a Italia, siendo de advertir que no soñaba todavía en construirlos ni menos en desmontarlos. Hallándose en Venecia tuvo ocasión de oir a la famosa cantatriz Angela, que ejecutaba entonces los primeros papeles en el teatro de San Benedetto, y no sólo por su talento, sino también por la extraordinaria belleza de la signora, sintió el consejero un entusiasmo sin límites. Buscó el mejor modo dé trabar conocimiento con ella, y a pesar de la rudeza de sus modales, por su excelente manejo del violín, encontró al poco tiempo lá más distinguida correspondencia en la joven actriz, hasta el extremo de contraer a las pocas semanas matrimonio con él con la condición expresa de que había de permanecer secreto, pues Angela no se avenía a retirarse de la escena, ni menos a abandonar un nombre que se había hecho célebre, para tomar el prosaico de su esposo. Crespel me describió con cáustica ironía todas las torturas que la signora Angela le hizo sufrir, así que fue su esposa.

—Figuraos—me dijo—todos los caprichos e impertinencias de todas las primas donnas, reunidas en el cuerpecillo de Angela.

Si un día, cansado de tanta humillación, concebía la idea de imponerse y echar el gallo, sin perder momento le enviaba Angela una legión de abbati, maestri y academici, quienes ignorando sus derechos conyugales, le trataban como a amante descortés e insoportable. Ocurrió una vez, que tras de un ataque tempestuoso y para ponerse a cubierto de tanto engorro, se refugió Crespel a la quinta de Angela, deseoso de olvidar los sinsabores y disgustos de la jornada, ejecutando diversas fantasías en su violín de Cremona. A los pocos momentos de haber llegado, llega asimismo la signora, a quien le había dado entonces por mostrarse tierna, por lo que, después de darle un abrazo, y de contemplarle con languidez, descansó su cabeza sobre los hombros del consejero; pero éste, sin distraerse de su tarea, envuelto en el torbellino de acordes que brotaban de su instruriiento, inadvertidamente dio con el arco en la cabeza de la signora, y ésta enderezándose furiosa y a los gritos de ¡Bestia tedesca!, le arrancó el violín de las manos y lo hizo trizas sobre el mármol de una mesa contigua. En el primer momento quedó el consejero como petrificado, y luego cual si despertara de un sueño, cogió a la signora entre sus brazos, la arrojó por la ventana, y sin mirar las consecuencias de su arrebato, ni cuidarse de otra cosa, tomó el camino de Alemania.

Algún tiempo después ni siquiera se atrevía a darse cuenta de su violencia, y aun cuando recordaba que la ventana tenía apenas cinco pies de elevación y que sólo por un movimiento irresistible había obrado de aquel modo, perseguíale una cruel inquietud, que subía de grado al recordar que la signora pocos días antes be había hecho cónconcebir la esperanza de hacerle padre. A la sola idea de adquirir informes, temblaba como un azogado; es por lo mismo sumamente natural la sorpresa que tuvo a los ocho meses de este incidente, recibiendo una carta, sumamente tierna, de su cara mitad, en la cual, sin que hiciera mención alguna de lo ocurrido en la quinta, le anunciaba que había dado a luz a una hermosa niña, suplicando encarecidamente al marito amato e padre felicissimo, que lo más pronto posible se pusiera en camino para Venecia.

Crespel antes de contestar, escribió a algunos amigos rogándoles se sirvieran enterarle de todo lo ocurrido desde su partida, y supo que la signora al traspasar la ventana, había caído sobre el césped, ligera como un pajarillo, sin que esta caída hubiera tenido desfavorables consecuencias, antes al contrario, el proceder de Crespel la había curado de su habituales caprichos, sin que desde aquel día se hubiese notado en ella una sola de aquellas ideas extrañas que constituyeron el fondo de su carácter. Tanto era así, que el maestro que aquel año se había encargado de las funciones de Carnaval, se tenía por el más feliz de los mortales, supuesto que la signora se había prestado a cantar su parte, librándose de las mil variaciones, que antes exigía.

Conmovido el consejero por tan completa transformación, pidió sin reflexionar que engancharan un carruaje, y al ir a subir:

—¡Alto,-, exclamó—no sea caso que mi sola presencia le haga volver a las andadas, y que de nuevo me vea obligado a echarla por la ventana!

Y volviendo a entrar en casa le escribió una carta llena de ternura, expresándole el gozo que le había causado el saber que la recién nacida tenía lo mismo que él un lunar detrás de la oreja; y después de jurarle que la amaba entrañablemente, afirmaba que sus ocupaciones le retenían en Alemania. Continuó la correspondencia bajo el mismo patrón: protestas de amor, súplicas y ruegos, deseos y expresiones de pesar por no poder cumplirlos, volaban a granel desde Venecia a H..., desde H... a Venecia, hasta que por fin Angela pasó a Alemania contratada como a prima donna, y en el teatro de F... obtuvo una ovación entusiasta, pues si bien ya no era joven, tenía su canto un atractivo irresistible, y su voz conservaba aún la frescura de sus primeros años. En tanto Antonia iba creciendo, y su madre no se cansaba de escribir al consejero que su hija prometía llegar a ser una cantatriz ... de primer orden.

Un día los amigos que tenía Crespel en F... , ignorando completamente el matrimonio del consejero, le escribieron que dos célebres cantatrices formaban la admiración de aquel teatro, instándole vivamente a que fuera a oirlas. Pero aun cuando el consejero tenía vehementes deseos de ver a su hija, con sólo pensar en su esposa, le sobrecogía una nube de tristes pensamientos, lo que le obligó a no moverse de casa y a no abandonar un solo instante sus violines desmontados.

Un joven compositor muy celebrado se enamoró perdidamente de Antonia, y ésta correspondió a su afecto. Angela no tenía por qué oponerse a su enlace, y el mismo consejero lo aprobó de muy buen grado, pues las obras del joven artista le habían gustado mucho, a pesar de la severidad de su criterio. De día en día aguardaba Crespel la noticia de haberse realizado el matrimonio; pero en vez de la próspera nueva que ansiaba recibió una carta de luto, cuya dirección iba escrita por mano extraña. Era del Doctov R .... quien le anunciaba que Angela al salir del teatro había cogido una pulmonía, de cuyas resultas acababa de fallecer, precisamente la misma víspera del enlace de Antonia. El doctor añadía que Angela le había cofiado estar casada con el consejero, a quien recomendaba la suerte de su hija.

El mismo día Crespel se puso en camino para F... Fuérame imposible describir lo patético de sus palabras, cuando me reseñó la primera entrevista que tuvo con su hija, pues en la misma extravagancia de sus expresiones resaltaba una fuerza indescriptible. Estaba adornada Antonia de todas las gracias de su madre, sin ninguno de sus defectos. Al llegar, la encontró junto a su novio, y enterada de los sentimientos internos de su padre, se puso a cantar una canción del tío Martini, que sabía que su madre le cantaba siempre, durante sus amoríos. Se deshizo Crespel en un torrente de lágrimas, pues nunca la voz de su esposa había vibrado con tanta fuerza y expresión en sus oídos. El canto de Antonia tenía un carácter particular, y ya se asemejaba a los suspiros de un arpa eólica, ya a las mágicas modulaciones del ruiseñor, pareciendo imposible que tanta varidad de tonos cupiera en un pecho humano. Antonia, radiante de amor y alegría, cantó lo mejor de su reportorio, acompañándola su novio en el piano, arrebatado de entusiasmo. Crespel extasiado en un principio, se puso luego triste y meditabundo, y levantándose de súbito, la estrechó contra su pecho, y le dijo con voz ahogada:

—¡Si me amas, hija mía, no cantes más!.... |Tu canto me destroza el almal.... ¡Me pongo ansioso!... ¡No cantes más, por Jesucristo!...

—No—decía al día siguiente al doctor R.... cuando, mientras cantaba, aparecieron en sus pálidas mejillas dos manchas coloradas: no era aquello ciertamente un aire de familia... sino un signo de mal agüero.

El doctor, cuyo semblante, desde el principio de la observación del consejero se había llenado de inquietud, le contestó:

—Es en efecto, muy posible, que ya provenga de un grande esfuerzo, ya de un vicio de constitución, sufra Antonia una afección en elpecho, que será precisamente lo que presta a su voz esas vibraciones sonoras y sobrenaturales. Si es así, cuidad que no cante más, pues de continuar como hasta aquí, no le garantizo la vida por seis meses.

Las palabras del doctor hicieron en el consejero el efecto de una puñalada asestada en mitad del corazón; parecíale ver un árbol frondoso, cubierto de opulentos frutos y destinado a no reverdecer, a no florecer jamás, a ser arrancado de cuajo. Poco tardó en tomar una resolución definitiva, y después de revelar a Antonia sus temores, la dejó escoger entre seguir a su amante y abandonarse a las seducciones del mundo, comprando este placer con la existencia, o consolar los últimos días de su padre, creándole una felicidad que nunca había conocido, y recibiendo en premio la conservación de la vida. La joven hizo comprender a su padre el cruento dolor que la martirizaba, arrojándose a sus brazos sollozante. Dirigióse en seguida al novio, y aun cuando éste le aseguró que no permitiría que nunca más saliera de los labios de su amada una sola nota, creyó el consejero que no podría resistir al placer de verla ejecutar principalmente las piezas que brotaran de su numen, y acompañado de su hija y sin despedirse de nadie, salió de F... con intento de retirarse a H....; pero desesperado el amante por tan súbita partida, se puso a seguirles, y llegó a aquella ciudad al mismo tiempo que ellos.

—¡Verle una sola vez, y después morir!—decía Antonia ahogando un profundo gemido.

—¡Morir! ¿Cómo se entiende morir?—exclamaba el consejero lleno de cólera, mientras que un estremecimiento glacial le helaba el corazón.

¡Su hija! Este ser adorado, el único en el mundo que le revelaba una dicha desconocida, el único que le reconciliaba con la existencia ¡huir de su regazo!.... ¡ah! era imposible. Resolvió, pues, someterla a una terrible prueba. Sentóse el amante al piano, Antonia cantó, y Crespel tocó alegremente el violín, hasta que viendo aparecer en las mejillas de la joven las dos fatales manchas, interrumpió el concierto. El músico entonces se despidió de Antonia, y ésta cayó desvanecida sobre el pavimento, lanzando un agudo grito.

—Creí en verdad, me decía Crespel, que tal como lo tenía previsto, habla muerto, que había muerto sin remisión; pero resignado a lo peor que pudiera sucederme, permanecí tranquilo, y cogiendo al profesor por los hombros le dije: «Ya que habéis querido, dignísimo pianista, asesinar a vuestra amada, podéis dejarme en paz, a no ser que prefiráis esperar a que os sepulte en el corazón ese cuchillo de monte, enrojeciendo así las pálidas mejillas de mi hija, con vuestra preciosa sangre. ¡Ea, pues! ¡Fuera de aquí al momento, o no respondo de mis acciones!» Terrible había de ser su ademán, al pronunciar estas palabras, tomó la puerta a escape y bajó de un brinco la escalera.

Algo lejos de su alcance estaría ya, cuando Antonia que yacía en el suelo sin sentido, abrió los ojos, que la muerte parecía querer cerrar al mismo tiempo. Crespel lanzó un aullido, y el médico que había ido a buscar el ama de gobierno, calificó de grave, mas no de peligroso, el estado de la joven; y en efecto, se restableció mucho más pronto de lo que esperaba el mismo consejero. Desde entonces consagróse a su padre con indecible ternura, abandonándose a todas sus preocupaciones y extravagancias, ayudándole a desmontar violines y construirlos nuevos.

—No quiero ya cantar más, y sí sólo vivir por tí—le decía con frecuencia, sonriendo, y cuando alguien le invitada a hacerlo, se negaba a ello obstinadamente. Pero el consejero procuraba evitar todas las ocasiones, y sólo a pesar suyo la acompañaba a una que otra reunión, pero a ninguna absolutamente en que se diera concierto o se hablara de música, pues no dejaba de comprender cuan doloroso era el sacrificio de su hija, renunciando a un arte, que había elevado a tan alto grado de perfección.

Cuando compró aquel maravilloso violín que sepultó con ella, se preparaba a desmontarlo como a los demás; pero Antonia le miró con melancolía, y le dijo con triste acento.

—¡Cómo! ¿Este también?

El mismo consejero no acertaba a descifrar la oculta influencia, que le arrastraba a dejarlo intacto y a tañerlo. Apenas hubo arrancado de él las primeras notas, exclamó la joven llena de alborozo:

—Padre, padre: ¡yo canto todavía!

En efecto los puros y argentinos sones de aquel violín parecía que brotaban de un pecho humano. Conmovido Crespel hasta lo más profundo del alma, esmeraba por momentos la ejecución, y cuando con atrevida fuerza recorría todos los tonos de la gama, Antonia palmoteaba, exclamando con arrebato:

—¡Ah! Muy bien lo he hecho ¡Muy bien!

Desde aquel entonces recobró la alegría y tranquilidad, y cuando le decía al consejero: «Padre mío, quisiera cantar algo» éste descolgaba el violín de la pared, ejecutaba los trozos favoritos de su hija, y ésta experimentaba un alborozo inmenso.

Poco tiempo antes de mi regreso a H... el consejero creyó oir una noche en el aposento contiguo los acordes del piano, y en el preludio reconoció distintamente la ejecución del antiguo amante de su hija. Quiso levantarse; pero le pareció que un peso enorme le oprimía y que fuertes cadenas de hierro le sujetaban en la cama. Algunos momentos después reconoció la voz de Antonia, exhalándose en un principio, suave cual el aura, y subiendo gradualmente hasta alcanzar un fortissimo vibrante, distinguió por último los acentos de una melodía conmovedora que en otros tiempos el joven profesor había compuesto para Antonia, inspirándose en el estilo sacro de los antiguos maestros. Me confesó Crespel que en tales momentos experimentaba una agitación espantosa, pues sentía a la vez una horrible agonía y un deleite inefable. De repente le hiere una luz deslumbradora, en medio de la cual percibe a ambos amantes abrazados con trasporte: la melodía resuena aún, sin que Antonia cante, ni su amante toque el piano. Entonces cayó el consejero en un profundo letargo y todo huyó de su presencia; el concierto y la aparición.

Al despertar, todavía le agitaba la terrible impresión de este funesto sueño: corrió volando al aposento de Antonia y la encontró tendida en el sofá, con las manos cruzadas sobre el pecho, los ojos entornados y una sonrisa en los labios, cual si durmiera, arrullada por celestiales ensueños.

¡Había muerto!

Publicado en: La Diana (Madrid. 1882). 22-7-1883

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