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Alfonso Hernández Catá en AlbaLearning

E.T.A. Hoffmann

"El violín de Cremona"

Capítulo 3

Biografía de E.T.A. Hoffmann en Wikipedia

 
 

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Música: Chopin - Op.34 no.2, Waltz in A minor
 

El violín de Cremona

OBRAS DEL AUTOR
Cuentos fantásticos
Afortunado en el juego
El hombre de arena
El maestro Martín y sus mancebos
El violín de Cremona
Historia de fantasmas
 

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III

No diríais hasta qué punto me seduce todo lo fantástico. Desde aquel instante no pensé más que en trabar conocimiento con Antonia. La admiración del público me había dado la medida de los encantos de su voz; pero estaba muy lejos de sospechar que residiera la joven en aquella ciudad, y mucho menos que estuviera encadenada bajo el dominio del extravagante Crespel.

Cuando me hube acostado, creí oir entre sueños el canto celestial de Antonia, y se me figuró qué me suplicaba que la salvara, precisamente en un adagio que yo mismo había compuesto, por lo que tomé desde luego la resolución de introducirme en la casa del consejero, penetrando cual nuevo Astolfo en-el palacio encantado de Alcida, para libertar a la reina del canto de su odioso cautiverio.

Ocurrió todo de un modo muy distinto de lo que había imaginado. Apenas hube visto a Crespel y hablado con él dos o tres veces con algún interés acerca de la mejor estructura de los violines, cuando me invitó a visitar su casa. Accedí a su ruego y me mostró su tesoro, consistente en unos treinta violines, colgados en su aposento, entre los cuales se distinguía uno cubierto de trabajos de talla con todas las muestras de la mayor antigüedad, el cual colocado mucho más alto que los demás estaba rodeado de una corona de flores, cual si fuera el rey de todos aquellos instrumentos.

—Este—me dijo el consejero—es la obra sobresaliente de un desconocido, al parecer contemporáneo de Tartoni: persuadido estoy de que en su construcción interior tiene algo de particular, y que al desmontarlo encontraré la llaye de un misterio que ando buscando desde hace mucho tiempo. Burlaos de mí, si queréis; pero este inanimado instrumento, al cual comunico la voz y la vida, cuando me place, me responde con un lenguaje misterioso, que la primera vez que lo oí me colocó en la misma situación de un magnetizador, cuando excita al sonámbulo y lo lleva a levelar sus más secretas sensaciones. No me creáis extravagante hasta el punto de dejarme dominar por semejantes fantasías; pero ¿no es acaso muy singular que hasta ahora no haya tenido valor suficiente para desmontar esta inerte máquina? Por lo demás ahora me complazco de no haberlo verificado, pues desde que Antonia está conmigo, de cuando en cuando toco este instrumento y no podéis figuraros lo mucho que oirlo le complace.

Era tal su emoción al pronunciar estas palabras, que me sentí animado para decirle:

—Apreciable señor mío: ¿tendríais la bondad de tocarlo en mi presencia?

A esta súplica reapareció en su semblante su habitual descontento y me contestó con voz lenta y cadenciosa:

—No por cierto, querido estudiante.

La cosa no pasó de aquí.

Después de haberme mostrado multitud de rarezas, la mayor parte pueriles, abrió una cajita, sacó de ella un papel doblado y dijo con solemnidad poniéndomelo entre las manos:

—Ya que sois amigo del arte, admitid este regalo, como un recuerdo, que os será más grato que otra cosa alguna.

Dichas estas palabras, me empujó suavemente hasta la puerta, en el dintel de la cual me dio un abrazo. De este modo simbólico me despidió. Al desdoblar el papel encontré dentro un pedacito de cuerda de violín larga, de una pulgada poco más o menos, y escrito en su envoltorio lo siguiente: «Pedazo de la quinta, que el ilustre Stamitz colocó en su violín, cuando su último concierto.»

La descortés despedida que me dispensó desde que hube pronunciado el nombre de Antonia, me indicaba que ya nunca jamás vería a la joven, y sin embargo, tampoco sucedió así. Al visitar al consejero por segunda vez encontré a Antonia en su aposento, ayudándole a reunir las piezas de un violín. A primera vista el exterior de la joven no producía grande impresión, pero al cabo de un rato hasta hubiera sido doloroso separar las miradas de sus ojos azules y labios sonrosados unidos a unas facciones tiernas y dulces. Aunque algo pálida, desde el momento que una conversación discreta se animaba, coloreábanse sus mejillas y vagaba por sus labios una angelical sonrisa. En cuanto a mí, hablé con ella libremente, y sin notar en Crespel aquellas miradas de Argos, de que el profesor me había hablado, antes bien conservó el consejero su estado habitual, y algunas veces hasta parecía satisfecho de vernos hablar juntos.

Así fue que mis visitas al consejero se hicieron más frecuentes, y la recíproca costumbre de tratarnos, imprimía en ellas una intimidad, verdaderamente encantadora. Las extrafiezas del consejero me divertían en extremo; pero sobre todo quien ejercía sobre mí un atractivo irresistible, haciéndome soportar cosas que en cualquiera otra ocasión habrían sido incompatibles con mi carácter impaciente, era la interesante Antonia. La conversación del consejero era a menudo fastidiosa y de mal gusto, y lo que principalmente me pesaba, era verle apenas se hablara de música y en especial de canto, volverse a mí con semblante descompuesto, animado de simpática sonrisa, para pronunciar con cadenciosa voz algunas extravagancias que dieran un giro a la conversación. Por el aire de tristeza que sombreaba entonces el semblante de la joven, se me figuró que el consejero obraba así para impedir que la invitase a cantar; pero yo no renuncié a mi proyecto, y a cada obstáculo que Crespel me oponía, mayor firmeza tenían mis propósitos. Necesitaba oir el canto de Antonia, para no volverme loco, sumido todo el día en las ilusiones que sobre el mismo me había formado.

Llegó una noche en que encontré a Crespel de indecible buen humor: acababa de desmontar el violín de Cremona cuya alma había hallado como una pulgada más inclinada que en los demás, ¡precioso descubrimiento para la práctica! Logré enardecerlo hablándole sobre el verdadero modo de tocar el violín; y la ejecución de los grandes cantores y antiguos maestros que citaba Crespel me llevó a criticar el nuevo sistema de canto, que se modula conforme al ruido de la música, ciñéndose así, al gusto del instrumentista.

— ¡Qué mayor absurdo—dije saltando de la silla y abriendo rápidamente el piano—qué mayor absurdo que este modo de arrojar sonidos, como esparciéndolos uno a uno por el suelo?

En seguida canté algunos de esos recitados de nuevo cuño, acompañándoles de acordes detestables, a lo cual soltaba Crespel enormes carcajadas, exclamando:

—¡Ja ja ja!..... Se me figura estar oyendo a nuestros alemanes italianizados o a nuestros italianos germanizados, cantando trozos de Pacitta o Portogallo o de algún maestro de capilla.

Ha llegado el momento, pensé yo, y volviéndome hacia Antonia, le dije:

—¿No es verdad, que ni siquiera teníais vos conocimiento de este método? y al mismo tiempo entoné una canción admirable y apasionada del viejo Leonardo Leo. Coloreáronse de repente las mejillas de Antonia, resplandecieron sus ojos, y lanzándose con viveza hasta cerca del piano, abrió los labios pero Crespel al mismo tiempo la tiró para atrás, y agarrándose a mis hombros, gritó con voz agitada:

—¡Eh! ¡muchacho! ¡muchacho!

Y continuando en seguida con el acento cadencioso que le era habitual y haciéndome una reverencia, me dijo:

—Caballerito, faltaría sin duda a todas las reglas de la buena educación, si os dijera sin ambajes que deseo que el diablo se os lleve entre sus garras a lo más profundo del abismo; pero esto aparte, no dejaréis de comprender que hace una noche muy oscura, y como no están encendidos los faroles no es menester que os eche por la ventana, para que difícilmente lleguéis a vuestra casa con los huesos enteros. Tomad, pues, la escalera y contad con el afecto de un amigo, bien que no ha de extrañaros que nunca jamás debáis hallarle en casa: ¿lo tenéis en tendido?.... ¡Nunca, jamás!

Dicho esto, me echó el brazo a los hombros, arrastrándome lentamente hasta la puerta, de un modo tan especial, que no me fué posible una vez siquiera hallar la mirada de la joven para despedirme de ella cuando menos con los ojos.

Ya se conocerá que aun cuando tuviera grandes ganas de darle al consejero una de palos, en la situación en que me encontraba, era imposible. Mi desgraciada aventura dio mucho que reir al profesor, quien me aseguró que por esta vez sí que habían acabado para siempre mis relaciones con el consejero, y en cuanto a Antonia era para mí un ser harto noble y sagrado para irme a hacer el enamorado bajo sus ventanas, poniéndola así en ridículo.

Salí, pues, de la ciudad de H... con el corazón destrozado, lleno de pesar y con la imagen de Antonia fija en la mente, rodeada de una especie de aureola, y hasta su canto, sin que.nunca hubiera tenido la dicha de oirlo, resonaba en mi corazón como una sensación consoladora.

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