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Alfonso Hernández Catá en AlbaLearning

E.T.A. Hoffmann

"El violín de Cremona"

Capítulo 2

Biografía de E.T.A. Hoffmann en Wikipedia

 
 

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Música: Chopin - Op.34 no.2, Waltz in A minor
 

El violín de Cremona

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El violín de Cremona
Historia de fantasmas
 

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II

Hasta entonces no había podido hablar aún con él estrambótico consejero; pues su construcción le traía tan sumamente ocupado, que el martes, contra su costumbre, ni siquiera fue a comer en casa del profesor M..., pasándole recado de que se había propuesto no dar un paso fuera del jardín, hasta que hubiese celebrado la inauguración de la casa. Amigos y conocidos todos imaginaron que cuando llegara este caso iba a obsequiarles con un esplendido convite; pero se engañaron, pues los convidados se redujeron exclusivamente a los albañiles, carpinteros, peones y aprendices que habían tomado parte en la construcción, tratándoles a cuerpo de rey. Era de ver a los aprendices de peón tragando con ansia suculentos platos de perdices, mancebos de carpinteros devorando doradas pechugas de faisán asado, y hambrientos peones zampándose sin ceremonia delicados trozos de asado con trufas. Por la noche acudieron las mujeres y las hijas de los operarios, y empezó un gran baile. Crespel bailó con algunas de ellas, y luego se sentó entre los músicos, y con el violín en la mano dirigió la orquesta hasta que hubo amanecido.

El martes, después de esta fecha, tuve la satisfacción de ver a Crespel en casa del profesor M..., y nada a fe más sorprendente que sus modales: rudo en su continente y brusco en sus ademanes, era imposible estarle mirando sin temer a cada punto que iba a hacerse daño o a romper los muebles. Sim embargo, nada de esto sucedió, y la señora de la casa, que ya le tendría conocido, lo contemplaba sin inmutarse, dando vueltas a pasos descompasados en torno de una mesa de centro sobrecargada de ricas porcelanas, gesticular junto a un magnífico espejo de grandes dimensiones y coger y agitar en el aire, como para examinar mejor sus colores, un jarrón deliciosamente pintado. Crespel tiene la costumbre de examinar, objeto por objeto, mientras espera la comida, todo cuanto encuentra en la sala del profesor: llegó aquel día hasta el extrenao dé encaramarse sobre un sillón para descolgar un cuadro y volverlo a su sitio, después de contemplarlo. Hablaba por los codos y con mucha vivacidad, saltando de uno a otro asunto, y volviendo sobre lo mismo tras de mil digresiones, hasta que otra cosa le afectaba con mayor fuerza: su voz era ruda y violenta, ya quejumbrosa, ya acompasada; pero nunca apropiada a lo que decía.

Hablóse de música, y con este motivo uno de los presentes hizo algunos elogios de un joven compositor; a Crespel se le escapó una sonrisa, y dijo con acento desentonado:

—Así le lleve Satanás entre sus negras alas a ese maldito alineador de notas a diez mil millones de toesas bajo tierra: y apenas había terminado esta imprecación, exclamó con voz hueca e irritada; — en cuanto a ella es un ángel del cielo; todo en ella es armonía, música divina; es, en fin, la luz y el astro del canto.—Los comensales debían tener presente, para completar tan brusca digresión, que hacía ya más de una hora que habían hablado de una célebre cantatriz.

Sirvióse en la comida asado de liebre, y noté que Crespel colocaba los huesos al borde del plato con singular cuidado, pidiendo al terminar las patas del animal, que una hija del profesor, de cortos años, le trajo sonriendo familiarmente. Durante la comida fue el encanto de los chiquillos, quienes no cesaban de mirarle amistosamente; y una vez se hubo levantado la mesa, se le acercaron con respeto, parándose a una breve distancia. El consejero sacó de su faltriquera un diminuto torno de acero, sujetólo en la mesa, tomó los huesos que había separado, y se puso a tornearlos, fabricando con admirable destreza bolos, cajitas y otros juguetes, que recibieron los muchachos con trasportes de alegría. La sobrina del profesor le preguntó:

—¿Y cómo está nuestra Antonia, seflor consejero?

A esta pregunta hizo Crespel un espantoso visaje, y dominándose luego, lanzó una diabólica sonrisa, y dijo con voz estridente y acompasada.— Nuestra.., nuestra querida Antonia —Y apresurándose a intervenir en ello el profesor y arrojando al mismo tiempo una severa mirada a su sobrina, como para indicarle que acababa de cometer la imprudencia de tocar una cuerda que debía resonar dolorosamente en el corazón de Crespel:

—¿Cómo van los violines?—preguntóle, cogiéndole las manos como para distraerle.

—Perfectamente, maestro—dijo con voz robusta, serenándose al instante.—Hoy he empezado a hacer pedazos del excelente violín de Amatí de que os hablé, y que una dichosa casualidad puso en mis manos, y creo que Antonia habrá acabado de desmenuzarlo con esmero.

—Antonia es una buena muchacha—dijo el profesor.

—Verdaderamente—exclamó Crespel—armándose de sombrero y bastón, y tomando el portante, mientras yo noté en el espejo que brillaban dos lágrimas en sus ojos.

Apenas se hubo retirado, tomé por mi cuenta al profesor, suplicándole que me explicara qué clase de relaciones mediaban entre Antonia, los violines y el consejero.

—Habéis de saber—me dijo—que el consejero, que es un hombre extraordinario en todo, construye violines a su modo, que es a fe muy singular, como todo lo suyo.

—¿Construye violines?—le pregunté con cierto asombro.

—Sí-prosiguió el profesor—y según el parecer de personas inteligentes, son los mejores de la época. Antes, cuando dejaba listo uno de ellos a su gusto, permitía que sus amigos lo probaran; pero ahora, ni pensarlo; apenas lo concluye, lo toca una o dos horas con notable talento, y lo cuelga al lado de los demás, no permitiendo que nadie se sirva de él. Si se pone uno en venta que haya pertenecido a algún antiguo maestro, ha de comprarlo, cueste lo que cueste, y lo mismo que con los suyos, sólo lo toca una vez, luego lo desmonta para examinar escrupulosamente su estructura interior, y si no encuentra lo que se había imaginado, arroja enojado los pedazos a un enorme cofre, ya casi lleno de semejantes desechos.

—¿Y Antonia?—le pregunté con viveza.

—En cuanto a esto—dijo el profesor—bastaría para hacerme aborrecer al consejero, si no estuviera persuadido, conociendo como conozco su carácter bondadoso, de que media en sus relaciones con ella alguna circunstancia secreta e ignorada. Cuando hace ya algunos años vino Crespel a establecerse aquí, vivía como un anacoreta en un oscuro casucho, en compañía de una criada vieja; pronto sus extravagancias suscitaron la ciriosidad de los vecinos, por lo que, al notarlo, se apresuró a crearse relaciones, y lo mismo que en mi casa se hizo familiar en todas, hasta tanto que acabó por sernos indispensable. A pesar de su aparente dureza, hasta los niños han llegado a amarle, cuidando de no serle importunos, como de ello habréis podido convenceros, viendo cómo sabe atraerles con sus labores ingeniosas. Todos le tomábamos por un viejo solterón, sin que nunca se diera la pena de desmentirnos, hasta que después de algún tiempo de permanencia en esta, partió repentinamente, sin que enterara a nadie del objeto de su viaje, y regresó al cabo de algunos meses.

Al día siguiente de su llegada, viéronse las ventanas de su casa extraordinariamente iluminadas, lo que excitó la atención de sus vecinos. Dejóse oir al mismo tiempo el acento de una voz maravillosa, una voz de mujer unida a los acordes del piano, y luego después los sonidos de un violín luchando con la voz en energía y agilidad, que no hubo quien no reconociera la admirable ejecución del consejero. Yo mismo me mezclé con la muchedumbre reunida delante de la casa, junto al jardín, y he de confesar que al lado de aquella voz desconocida y de la magia de su acento, me pareció insípido y descolorido el canto de las más famosas cantatrices. Debo confesar que nunca había concebido la idea de aquellos tonos sostenidos por tanto tiempo, de unos gorgeos dignos de Un ruiseñor, y de la limpieza de unas notas que ora se elevaban hasta remedar los sonidos resonantes del órgano, ora iban bajando hasta simular un débil susurro. Todo el auditorio estaba pendiente de la magia de aquellas melodías, y sólo cuando cesaba la voz de la cantatriz, oíase la respiración en medio del silencio. Sería como media noche cuando se oyó la voz estentórea del consejero, hablando con viveza, y otra voz de hombre que también parecía dirigirle algún reproche, entremezclándose en la querella las quejumbrosas palabras de una joven. Iba subiendo de tono el consejero, hasta que llegó a adoptar el acento retumbante que ya le conocéis, un agudo grito de la joven le interrumpió en seco, sucediéndose un lúgubre silencio. Por último, vióse a un apuesto mancebo salir precipitadamente de la casa, sollozando, arrojarse a una silla de postas que le estaba aguardando, y salir precipitadamente.

Presentóle al otro día el consejero con semblante risueño, y nadie tuvo valor para preguntarle acerca de los acontecimientos de la víspera. Tan sólo su ama de gobierno reveló que el consejero había traído consigo a una joven de extraordinaria belleza, a quien llamaba con el nombre de Antonia, la cual cantaba a las mil maravillas; añadió que junto con ella había llegado también un joven, que por la ternura que le atestiguaba, parecía ser su novio; pero a quien el consejero había obligado una noche a partir rápidamente.

Las relaciones de Antonia con Crespel—continuó diciendo el profesor—han quedado envueltas hasta aquí con el-velo del misterio; pero lo cierto es que el consejero ejerce sobre la joven una espantosa tiranía, no estando mejor guardada la pupila de D. Bartolo en el Barbero de Sevilla. Apenas si le permite asomarse a la ventana, y si alguna vez, cediendo a apremiantes instancias, la lleva a alguna reunión, no separa de ella un solo instante sus ojos de Argos, y no tolera que en su presencia se oiga una nota, y menos todavía que la hagan cantar. Tampoco, al parecer, le permite esto en su casa, de modo que el concierto nocturno, de aquella noche memorable ha venido a ser una especie de tradición maravillosa, y ahora hasta aquellos que no tuvieron la suerte de oirlo, dicen cuándo debuta alguna cantatriz:— ¡Todo esto no es nada; para cantar, nadie como Antonia!

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