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"El maestro Martín y sus mancebos" Capítulo 4
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Biografía de E.T.A. Hoffmann en Wikipedia | |
Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante |
El maestro Martín y sus mancebos |
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IV | ||
Maestro Martín algo turbado, viendo marchar de tan mal humor a su antiguo parroquiano, dijo a Paumgartner, quien se disponía asimismo a retinarse después de apurar su último vaso:—No llego a atinar en la significación de las palabras del noble caballero, ni en el motivo de haberse disgustado. El consejero repuso;—Amigo maestro Martín, seamos francos:—vos sois bueno y honrado, y estáis en lo justo estimando sobre todo lo que con la ayuda de Dios habéis alcanzado: honra y riquezas; pero no es prudente manifestar ese sentimiento con palabras fastuosas, contrarias a los principios de un buen cristiano. Ya en la reunión de los maestros no habéis estado conforme colocándoos por encima de todos los demás. Admito de buen grado que poseéis sobre todos la inteligencia en el arte que profesáis; pero mostrando vuestra, superioridad de un modo semejante, no lograréis más que excitar celos y descontento. Y en cuanto lo que ahora acaba de pasar, confesad que habéis llevado al colmo esos alardes de orgullo. De fijo no liega vuestra ceguera hasta el punto de no haber adivinado en las chanzas del caballero, el deseo de probar hasta donde alcanza vuestra loca altivez, y mucho debe haberle mortificado oir que atribuíais a un acto de rastrera codicia cualquiera pretensión de un joven noble a la mano de vuestra hija. Otro gallo os cantara, si cambiando de lenguaje, cuando hizo mención de su hijo, le hubieseis dicho, por ejemplo:—¿Cómo, respetable señor mío, podría yo resistir a tanto honor? el hecho de presentaros junto con vuestro hijo, bastaría para que olvidara mis más firmes resoluciones. Si hubieseis hablado así, el viejo Spangenberg sin siquiera acordarse de vuestras opiniones, recobrando su buen humor, se habría retirado satisfecho. —Reñidme bien,—contestó Martín,—que merecido lo tengo, pero cuando el viejo caballero se puso a hacerme una proposición tan extravagante, estaba fuera de mí, y no podía responder de otro modo. —Y después,—continuó diciendo Paumgartner,—¡qué obstinación insensata la vuestra, no queriendo dar la mano de vuestra hija, más que a un tonelero! Al cielo, habéis dicho antes, que deseabais confiar su suerte, y ahora con un malhadado capricho os oponéis a los decretos de la Providencia, fijando previamente el estrecho círculo en que pretendéis escoger un yerno; alerta, pues, que esto puede traeros fatales consecuencias así para vos como para Rosa, y renunciad de una vez a ese pueril antojo indigno de un buen cristiano, dejando obrar a la Divina Omnipotencia, que ella mejor que vos sabrá inspirarle un justo discernimiento. —¡Ah, mi buen señor!—repuso maestro Martín, totalmente humillado:—Ahora veo que he obrado muy mal no confiándoos todo lo que hay sobre el particular. Por lo visto y oído imaginaréis sin duda que la resolución de no dar la mano de mi hija más que a un tonelero, dimana tan sólo del alto aprecio en que tengo a mi oficio. Hay para ello otro motivo secreto y maravilloso, y no quiero que salgáis de aquí, sin habéroslo confiado, para que no podáis tenerme en mal concepto, ni siquiera hasta mañana. Tomad asiento, y concededme, si os place, unos instantes de atención. Mirad: todavía nos queda ahí una botella de vino añejo, que el malhumorado caballero ha desdeñado. El consejero estaba maravillado de las familiaridades de maestro Martín tan opuestas a sus costumbres, imaginando que el tonelero ansiaba descargar su Animo de un peso que le oprimía. Una vez sentado Paumgartner y en cuanto hubo vaciado un vaso, maestro Martín principió a hablar de esta suerte: «Ya sabéis que mi excelente mujer me dió a Rosa y murió de sobre parto. En aquel entonces mi bisabuela vivía aun, si puede decirse que vive una pobre mujer sorda, ¿lega, que apenas puede hablar, paralítica de todos sus miembros y postrada en cama día y noche. Rosa acababa de ser bautizada, y la nodriza la temía en sus rodillas, en el aposento ocupado por la viejecita. Al contemplar a la hermosa criatura yo me sentía a la vez tan triste y dulcemente conmovido, que distraído por completo del trabajo, permanecía día y noche junto al lecho de la anciana, envidiando aquel estado de absoluta insensibilidad, que la libraba de los cuidados del mundo; y mientras contemplaba aquel día su rostro macilento, púsose a sonreír de modo tan extraño, que me pareció que iban desapareciendo sus arrugas y recobrando sus mejillas la perdida lozanía. Por último se incorpora en el lecho, cual si estuviera dotada de una fuerza sobrehumana, extiende sus entumecidos brazos, y con voz tierna y sonora exclama:—¡Rosa! ¡Mi querida Rosa! Levántase la nodriza y deposita a la niña en sus brazos, y figuraos mi asombro y casi diré mi espanto, cuando armándola cariñosamente, oigo que entona con voz alegre la siguiente canción, a modo de Juan Berckler, el mesonero del Espíritu Santo de Estrasburgo: «Gentil, fresca y sonrosada Rosa, ¡oye mis consejos y ojalá ellos te libren de pesares y cuidados! Sólo Dios reine en tu corazón, huyendo de la liviandad y el orgullo. »Un amante verdadero te ofrecerá una risueña casita, embalsamada de odoríficos efluvios, en la cual alegres serafines cantarán la felicidad del amor y los piadosos sentimientos. »Cuando te traiga estos ricos dones, dale en cambio un tierno beso y hazle dueño de tu alma, pues esta casita traerá a la tuya, tesoros, riquezas y ventura. »Hermosa niña de límpidos ojos, sé atenta a la verdad y goza de la divina bendición». Concluida esta canción, recostó suavemente a la niña encima de la cama, y aplicándole sobre la frente la temblorosa mano, murmuró algunas palabras incomprensibles, pero en la mística expresión de su semblante se leía que estatal la rezando. Enseguida volvió a caer su cabeza sobre la almohada, y cuando la nodriza se llevó a la niña, exhaló un profundo suspiro... ¡Había muerto! —Maravillosa historia!—dijo el consejero;—mas no veo todavía qué relación existe entre la canción de la bisabuela, y vuestro empeño en no dar la mano de vuestra hija, más que a un tonelero. —Y nada más evidente, sin embargo,—contestó maestro Martín.—Buscad el sentido de estas palabras, pronunciadas por una anciana moribunda, inspirada sin duda por el cielo y lo veréis. ¿Sabéis quién es el pretendiente que con su casita debe traer la nuestra riquezas, tesoros y ventura? Pues no es otro que el hábil mancebo que venga a construir en mi taller su obra de maestro, su brillante tonel. Y al hablar de esos alegres serafines que deben cantar en la casi la embalsamada de odoríferos efluvios, ¿sabéis a qué se refería? Pues se refería al vino que fermentando en el tonel hierve, zamba y exhala rico aroma. Ya lo veis, pues, la bisabuela no pudo indicar de un modo más claro que Rosa debe casarse con un maestro tonelero, y se casará con él, y no con otro. —Amigo mío,—repuso el consejero,—veo que interpretáis a vuestro modo las palabras de la viejecita: en cuanto a mí no puedo ceñirme a vuestro parecer, e insisto en pensar, que cumpliríais mejor confiándoos a la voluntad del cielo y a las legítimas inclinaciones que se manifestasen en el corazón de vuestra hija. —Pues bien,—replicó el maestro lleno de impaciencia,—yo persisto en declara de una vez para todas, que no tendré por yerno a quien no sea pasado maestro tonelero. Poco le faltó para que Paumgartner se enojara ante la obstinación del maestro; sin embargo se contuvo y dijo levantándose de la silla:—Se hace tarde, maestro Martín, harto hemos bebido y charlado: basta por hoy, si así os parece. Cuando entrambos atravesaban el vestíbulo, les salió al paso una mujer joven, acompañada de cinco chiquillos, de los cuales tendría el mayor unos ocho años y el menor unos seis meses. La pobre sollozaba amargamente. Rosa corrió a su encuentro, y exclamó:—¡Valentín ha muerto! ¡Dios mío! Ahí está su mujer, juntó con sus hijos. —¡Cómo! ¿ha muerto Valentín?—exclamó el maestro conmovido.—¡Oh! ¡Qué desgracia! ¡Qué inmensa desgracia! Figuraos,—dijo dirigiéndose al consejero,—que Valentín era el mejor oficial de mi taller: un hombre honrado, un excelente obrero. Hace algunos días que trabajando en la construcción de un gran tonel, se infirió una herida grave con la doladera: de mal en peor, se apoderó de él una fiebre aguda, y acaba de morir a la flor de la edad. El maestro se adelantó enseguida hacia la infeliz, que deshaciéndose en lágrimas, se dolía amargamente de verse sumida en la mayor miseria. —¿Cómo se entiende?—exclamó aquél.—¿Qué idea os habéis formado de mí? Trabajando en mi taller se infirió la herida, ¿y pensáis que yo podría abandonaros? Desde ahora pertenecéis a mi casa. Mañana o cuando queráis, daremos sepultura a vuestro pobre Valentín, y enseguida iréis a habitar la tienda contigua al gran taller, donde trabajo todos los días con mis oficiales. Allí cuidaréis de la casa, y yo mandaré educar a vuestros hijos, cual si fuesen míos. Vuestro anciano padre puede venirse también, que no he olvidado que cuando tenía vigor en los brazos, era un buen tonelero, y si ahora no puede con las duelas ni los aros, todavía sabrá cómo se maneja el cepillo. Así, pues, entendidos, ¿eh? Desde mañana todos a mi casa. Si el maestro no se hubiera apresurado a sostener a la infeliz, ésta habría caído al suelo al peso del doler y la ternura: sus dos hijos mayores se agarraron. La ropilla del buen tonelero, mientras los más jóvenes, que Rosa había tomado entre sus brazos, extendían hacia él sus manecitas, cual si lo hubieran comprendido todo. El viejo Paumgartner, chispeándole dos lágrimas en los ojos, exclamó sonriendo: Maestro Martín, es imposible enfadarse con vos; y salió en dirección de su casa. |
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