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Alfonso Hernández Catá en AlbaLearning

E.T.A. Hoffmann

"El maestro Martín y sus mancebos"

Capítulo 2

Biografía de E.T.A. Hoffmann en Wikipedia

 
 

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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante
 

El maestro Martín y sus mancebos

OBRAS DEL AUTOR
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Afortunado en el juego
El hombre de arena
El maestro Martín y sus mancebos
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II

El consejero Paumgartner volviendo un día de sus negocios, pasó por delante de la casa de maestro Martín, y como hiciera ademán de seguir andando, el nuevo síndico, quitándose el gorro o inclinándose respetuosamente, le dijo:—¿Os dignaréis, digno consejero, honrar mi humilde morada con vuestra presencia por un solo instante? ¡Permitidme que me solace un rato en vuestra ilustrada conversación!

—¡Oh! mi buen maestro Martín,—contestó sonriendo el consejero,—de muy buen grado me detendré para complaceros; mas no entiendo por qué habéis de calificar de humilde esa vuestra casa. No sé que ninguno de los más opulentos ciudadanos la tenga tan bella, pues desde que habéis acabado de construirla, constituye, no lo dudéis, uno de los mejores ornamentos de nuestra ciudad imperial. Y ya no os hablo de los adornos y disposición interiores, que, a fe mía, no hallaríais patricio alguno que los desdeñara.

El viejo Paumgartner tenía razón, pues desde que abrieron la puerta, artísticamente calada de adornos en bronce, penetraron en un anchuroso vestíbulo, con techo de madera elegantemente labrada, con cuadros de primer orden, armarios y sitiales, cubriendo las paredes, todo ello de un gusto artístico exquisito, de modo que no había nadie que al entrar, no obedeciera instintivamente la advertencia redactada en verso e impresa en una tablilla fija en la puerta, la cual prescribía a los visitantes que se enjugaran los pies antes de seguir adelante.

El día había sido sumamente caluroso, y como el ambiente de aquella estancia era en extremo sofocante, maestro Martín acompañó a su huésped al espacioso prangkuchen, que así se llamaba en aquella época, al aposento arreglado, en casa de los ricos ciudadanos, a modo de comedor, sin que sirviera para esto, aunque ostentara los más ricos utensilios de la familia.

—¡Rosa! ¡Rosa!—gritó al entrar maestro Martín, mientras al mismo instante se abría una puerta y aparecía la hija única del tonelero.

¡Ay, lector amigo! ¡Que no pueda ahora mismo presentarte a la vista alguna de las obras maestras de nuestro grande Alberto Durero, para que te hagas cargo cabal del noble semblante de aquellas jóvenes, llenas de gracias, dulces, expresivas, dignas y piadosas que aparecen en sus cuadros! Figúrate uno de esos talles delicados, una de esas frentes redondeadas y blancas como el lirio, ese encarnado de rosa esparcido en las mejillas, unos labios purpúreos como el fruto del cerezo, un místico deseo impreso en la mirada y la pupila medio oculta entre la sombra de las cejas, brillando como un rayo de luna entre el espeso ramaje: figúrate unos cabellos sedosos, reunidos en elegantes trenzas: solázate además en la belleza celeste de esas vírgenes y tendrás una idea de Rosa. ¿Cómo podría el narrador de la presente historia presentarte de otro modo el retrato de esta joven encantadora? Permítasele recordar al mismo tiempo a un joven y excelente artista, que ha sabido adivinar el arte la luz de esos buenos antiguos tiempos: refiérome al pintor alemán Cornelius. Cual la Margarita del Faust, brotada del pincel de Cornelius, cuando pronuncia las palabras: «Ni soy noble ni bella» era la preciosa Rosa, cuando con cándida timidez se sustraía a los presuntuosos elogios, de que solía ser objeto a cada punto.

Rosa se inclinó humildemente ante el consejero, le tomó la mano y se la besó. Las pálidas, mejillas de Paumgartner se colorearon, y como la luz del sol poniente que dora con los últimos rayos la cima de un espeso matorral, brilló en sus ojos por un instante codo el fuego de su juventud perdida.

—¡Ay!—exclamó—querido maestro, por rico os tenía; pero no tanto que os creyera poseedor del mejor don que pueden conceder los cielos, una hija como la vuestra. Si a nosotros, cascados consejeros, no nos es dable desviar los ojos de una niña tan angelical, ¿podemos enfadarnos con los jóvenes, si al encontrarla en la calle permanecen estáticos y como petrificados, si en la iglesia, por ella se olvidan del predicador, o en una fiesta, dejan a todos los demás para perseguirla con suspiros, lánguidas miradas y toda suerte de galanteos? Vaya, que con una muchacha como esa, podréis escoger yerno entre la nobleza, o donde quiera que mejor os plazca.

A estas palabras se arrugó la frente del maestro y ordenó a su hija que fuera por una buena botella de vino añejo y así que ésta se hubo retirado, con las miradas fijas en el suelo, le dijo al consejero:—Es cierto, señor mío, que mi hija está dotada de una rara belleza, y que el cielo además me ha hecho rico; pero ¿cómo habéis podido hablar de este modo delante de ella? Sabed desde ahora que eso de unirla con algún joven noble, no será nunca.

—Callaos, maestro Martín, callaos por Dios,—dijo el consejero sonriendo,—que lo que no cabe en el corazón rebosa por los labios. ¿Creeríais que la helada sangre de mis venas, se ha puesto a hervir en cuanto he visto a Rosa? ¿Hay por lo tanto algún mal en que diga lo que siento, lo que ella misma debe saber sobrado?

Rosa trajo el vino y dos preciosas copas: el maestro llevó hasta el centro de la sala una mesa de madera ricamente esculpida, y apenas se hubieron sentado, y las copas estuvieron llenas, oyóse junto a la puerta ruido de caballos, y en el vestíbulo la voz de un caballero, por lo que Rosa bajó precipitadamente y volvió anunciando que acababa de llegar el anciano señor Enrique de Spangenberg, quien deseaba hablar con maestro Martín.

Al oir estas palabras el maestro corrió con toda la ligereza que le permitían sus fuerzas al encuentro de tan respetable huésped.

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