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"El maestro Martín y sus mancebos" Capítulo 1
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Biografía de E.T.A. Hoffmann en Wikipedia | |
Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante |
El maestro Martín y sus mancebos |
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Sin duda has experimentado alguna vez, lector querido, una indefinible melancolía, al recorrer una ciudad, cubierta de monumentos del antiguo arte alemán, los cuales atestiguan con muda y elocuente voz los esplendores, la heroica perseverancia y toda la historia de unos tiempos que ya no existen. ¿Una ciudad de esas no te ha producido el mismo efecto que una casa abandonada? Encima de la mesa se ostenta todavía el libro de rezo que abrió el jefe de la familia: cuelga de las paredes la preciosa tapicería elaborada por la dueña de la casa, y están llenos los armarios de ricos utensilios, que fueron el regalo de la familia en las más solemnes festividades. Parece que uno de los habitantes de esta morada va a recibirte y a ofrecerte cordial hospitalidad; paro en vano esperas a aquellos a quienes el tiempo ha arrastrado consigo en sus rápidos o incesantes embates. Ya no te queda más que dejarte mecer por los dulces ensueños que brotan de tantos recuerdos de los antiguos huéspedes, los cuales te hablan con un lenguaje tan puro y sensible, que te conmueve hasta en lo más hondo del espíritu. Entonces comprendes el sentido íntimo de sus obras, pues vives en su tiempo, y contemplas la fuente de sus inspiraciones. Pero, ¡ay! suele ocurrir que en el momento en que crees abarcar tan risueñas imágenes, éstas desaparecen perseguidas por los rumores del día que despierta, elevándose entre la tenue bruma de la mañana, y dejándote arrasados los ojos en lágrimas, sus primeros y pálidos reflejos. Entonces el rudo contacto de la vida real te arrebata la visión que te halagaba, dejándote sólo las huellas de un vehemente deseo que agita toda tu naturaleza. El que estas líneas escribe para ti, caro lector, ha experimentado semejantes impresiones cuantas veces su camino le llevo a visitar la célebre ciudad de Nuremberg. Encantadores ensueños le ha producido la contemplación de la maravillosa fuente del Mercado, del sepulcro de San Sebaldo o de San Lorenzo, tan pronto el Castillo como la casa de la Ciudad, que contiene las obras maestras de Alberto Durero: de modo que todas las magnificencias que encierra la imperial ciudad, cantadas por el viejo Rosenblüt y cada escena de costumbres de aquellos tiempos en que el obrero y el artista se daban la mano, encaminándose a un mismo objeto, al fijarse en sus ojos, se han grabado indeleblemente en su memoria. ¿Quieres que te reproduzca una de esas escenas? Tal vez te complazca deslizarte en casa de nuestro maestro Martín y detenerte un rato contemplando sus cubas y toneles... ¡Ojalá no me engañe, y se cumplan así los votos del autor! I A 1.° de mayo del año de gracia 1580, el honorable gremio de los toneleros de la ciudad libre imperial de Nuremberg se reunió solemnemente, conforme a sus antiguos usos y costumbres. Poco tiempo antes había sido enterrado uno de los síndicos—o maestro de los cirios como ellos le llamaban,—y era menester substituirlo. La elección recayó en maestro Martín, quien por cierto no tenía rival en el arte de construir un tonel con elegancia y solidez, ni en arreglar y disponer los vinos en la bodega, por cuyas razones contaba sus parroquianos entre los señores más distinguidos, y vivía holgadamente, o por mejor decir, en la opulencia. Terminada la elección, el digno consejero Paumgartner, sindico de los oficios, tomó la palabra y dijo:—«Os felicito, amigos míos, por el acierto que habéis tenido, elidiendo a maestro Martín por sindico del gremio, pues no podía recaer el cargo en manos más dignas. Maestro Martín posee el aprecio de cuantos le conocen; hábil en su oficio, no hay quien sea tan experto en el arte de conservar y cuidar el noble mosto. Su celo en el trabajo y religiosidad, a pesar de sus riquezas, deben servirnos a todos de modelo. Saludo, pues, una y mil veces a nuestro amigo, por el cargo honroso que acabáis de conferirle». Al decir esto, Paumgartner se levantó del asiento y dió algunos pasos, con los brazos abiertos, estimulando al maestro Martín para que se arrojara en ellos, al mismo tiempo que éste, apoyando las manos en los del sillón, se levantó con todas las precauciones, cual convenía a su respetable gordura; y luego se acercó también con mucha lentitud a Paumgartner, respondiendo apenas a sus afectuosos abrazos. —Y bien,—dijo el consejero algo admirado,—y bien, maestro, ¿no estáis contento de veros elegido maestro de los cirios? El maestro Martín echó la cabeza atrás, movimiento que le era habitual, golpeóse con la punta de lea dedos su redondeado barrigón, recorrió con la vista toda la Asamblea; y volviéndose de cara al consejero, le dijo:—¿Cómo, mi buen señor, no he de estar contento, al ver que me pagáis al fin lo que me es debido? ¿Quién se niega a recibir el salario de su buen trabajo? ¿Quién se niega a recibir al deudor moroso, cuando viene dinero en mano a satisfacer una deuda antigua?... Muy bien, buena gente,—añadió dirigiéndose a los maestros sentados alrededor,—muy bien, pues al fin habéis tenido la idea de que fuera yo el síndico de nuestro honrado gremio. ¿No se exige de un síndico, que sea el más hábil en su oficio? Id, pues, a examinar mi tonel de doble medida, concluido sin fuego, mi hermosa obra maestra, y después decid si alguno de vosotros puede vanagloriarse de haber dado cima a un trabajo tan sólido y elegante. ¿Pretenderéis que posea bienes y dinero? Llegaos hasta mi casa, os abriré armarios y cofres, y estoy seguro que el oro y la plata llegarán a deslumbraros. ¿Queréis, por último, que un síndico se vea honrado de grandes y pequeños? Entonces acudid a los respetables señores del consejo, a los príncipes y señores todos de nuestra buena ciudad de Nuremberg, al venerable obispo de Bamberg, y preguntadles qué piensan del maestro Martín... y creo que nada malo os dirá ninguno de ellos. Dichas estas palabras, volvió a golpear del todo satisfecho en su abultado abdomen, entornó los ojos, y viendo que reinaba completo silencio, alterado sólo por un ligero susurro, continuó diciendo:—Pero echo de ver y comprendo muy bien que debo daros las gracias más corteses, de que el Señor al fin os haya inspirado una cosa buena, pues cuando recibo el precio de mi trabajo, o algún deudor me paga, pongo siempre al pie del recibo:—«Recibo con agradecimiento. Maestro Martín, tonelero de esta ciudad». A todos, pues, os doy mil gracias por haber satisfecho una antigua deuda, nombrándome vuestro sindico: prometo además llenar mis funciones con celo y conciencia: todos y cada uno de vosotros bailará en mí, siempre que lo necesite, consejo y auxilio, en cuanto mis fuerzas me lo permitan, procurando por mi parte mantener en todo y por todo la honra y la dignidad de nuestra noble profesión. De paso tengo el gusto de invitaros, a vos, respetable síndico de los oficios, y a vosotros todos, amigos y maestros a una alegre comida, que se celebrará el próximo domingo, donde destapando algunas buenas botellas de Hochheim, de Johannisbeg o del vino de mis bodegas bien surtidas que más os guste, hablaremos de los asuntos de mayor interés para el gremio: lo repito, quedáis todos convidados. El rostro de los honorables maestros que se habían ofuscado al oir el orgulloso discurso del viejo tonelero, se serenó con esta franca invitación, y el triste silencio que reinaba hizo plaza a los alegres dichos sobre los altos méritos del nuevo síndico y las excelencias de su bodega. Todos prometieron asistirá la comida del maestro Martín, a quien estrecharon la mano, sucesivamente, uno tras otro, mientras este les abrazaba a todos contra su barriga. La reunión se disolvió alegre y cordialmente. |
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