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Sección 5
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Biografía de E.T.A. Hoffmann en Wikipedia | |
Música: Chopin - Op.34 no.2, Waltz in A minor |
El hombre de arena |
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A Nataniel le pareció haberse librado de una pesada carga que le oprimía, como si se hubiera liberado de un oscuro poder que amenazaba todo su ser. Permaneció aún durante tres felices días junto a sus bienamados hasta que regresó a G..., donde debía permanecer un año más antes de volver para siempre a su ciudad natal. A la madre de Nataniel se le ocultó todo lo referente a Coppelius, pues sabían que no podía pensar sin horror en aquel hombre a quien, al igual que Nataniel, culpaba de la muerte de su esposo. ¡Cuál no sería la sorpresa de Nataniel cuando al llegar a su casa vio que ésta había ardido entera, y que sólo quedaban de ella los muros y un montón de escombros! El fuego había comenzado en el laboratorio del químico, situado en el piso bajo; varios amigos, que vivían cerca de la casa incendiada, habían conseguido entrar valientemente en la habitación de Nataniel, situada en el último piso, y salvar sus libros, manuscritos e instrumentos que trasladaron a otra casa donde alquilaron una habitación en la que Nataniel se instaló. No se dio cuenta al principio de que el profesor Spalanzani vivía enfrente, y no llamó especialmente su atención observar que desde su ventana podía ver el interior de la habitación donde Olimpia estaba sentada a solas. Podía reconocer su silueta claramente, aunque los rasgos de su cara continuaban borrosos. Pero acabó por extrañarse de que Olimpia permaneciera en la misma posición, igual que la había descubierto la primera vez a través de la puerta de cristal, sin ninguna ocupación, sentada junto a la mesita, con la mirada fija, invariablemente dirigida hacia él; tuvo que confesarse que no había visto nunca una belleza como la suya, pero la imagen de Clara seguía instalada en su corazón, y la inmóvil Olimpia le fue indiferente, y sólo de vez en cuando dirigía una mirada furtiva por encima de su libro hacia la hermosa estatua, eso era todo. Un día estaba escribiendo a Clara cuando llamaron suavemente a la puerta. Al abrirla, vio el repugnante rostro de Coppola. Nataniel se estremeció; pero recordando lo que Spalanzani le había dicho de su compatriota Coppola y lo que le había prometido a su amada en relación con el Hombre de Arena, se avergonzó de su miedo infantil y reunió todas sus fuerzas para decir con la mayor tranquilidad posible: –No compro barómetros, amigo, así que ¡váyase! Pero Coppola, entrando en la habitación, le dijo con voz ronca, mientras su boca se contraía en una odiosa sonrisa y sus pequeños ojos brillaban bajo unas largas pestañas grises: –¡Eh, no barómetros, no barómetros! ¡También tengo bellos ojos…, bellos ojos! Nataniel espantado exclamó: –¡Maldito loco! ¡Cómo puedes tú tener ojos! ¡Ojos!… ¡Ojos!… Al instante puso Coppola a un lado los barómetros y empezó a sacar del inmenso bolsillo de su levita lentes y gafas que iba dejando sobre la mesa. –Gafas para poner sobre la nariz. Ésos son mis ojos, ¡bellos ojos! –y, mientras hablaba, seguía sacando más y más gafas, tantas que empezaron a brillar y a lanzar destellos sobre la mesa. Miles de ojos centelleaban y miraban fijamente a Nataniel, pero él no podía apartar su mirada de la mesa, y Coppola continuaba sacando cada vez más gafas y cada vez eran más terribles las encendidas miradas que disparaban sus rayos sangrientos en el pecho de Nataniel. Éste, sobrecogido de terror, gritó: –¡Detente, hombre maldito! –cogiéndole del brazo en el momento en que Coppola hundía de nuevo su mano en el bolsillo para sacar más lentes, por más que la mesa estuviera ya cubierta de ellas. Coppola se separó de él suavemente con una sonrisa forzada, diciendo: –¡Ah, no son para usted, pero aquí tengo bellos prismáticos! –y recogiendo los lentes empezó a sacar del inmenso bolsillo prismáticos de todos los tamaños. En cuanto todas las gafas estuvieron guardadas, Nataniel se tranquilizó, y acordándose de Clara, se dio cuenta de que el horrible fantasma sólo estaba en su interior, ya que Coppola era un gran mecánico y óptico, y en modo alguno el doble del maldito Coppelius. Por otra parte, las lentes que Coppola había extendido sobre la mesa no tenían nada de particular, y menos de fantasmagórico, por lo que Nataniel decidió, para reparar su extraño comportamiento, comprarle alguna cosa. Escogió unos pequeños prismáticos muy bien trabajados, y, para probarlos, miró a través de la ventana. Nunca en su vida había utilizado unos prismáticos con los que pudieran verse los objetos con tanta claridad y pureza. Involuntariamente miró hacia la estancia de Spalanzani. Olimpia estaba sentada, como de costumbre, ante la mesita, con los brazos apoyados y las manos cruzadas. Por primera vez podía Nataniel contemplar la belleza de su rostro. Sólo los ojos le parecieron algo fijos, muertos. Sin embargo, a medida que miraba más y más a través de los prismáticos le parecía que los ojos de Olimpia irradiaban húmedos rayos de luna. Creyó que ella veía por primera vez y que sus miradas eran cada vez más vivas y brillantes. Nataniel permanecía como hechizado junto a la ventana, absorto en la contemplación de la belleza celestial de Olimpia… Un ligero carraspeo le despertó como de un profundo sueño. Coppola estaba detrás de él: –Tre Zechini. Tres ducados. Nataniel, que había olvidado al óptico por completo, se apresuró a pagarle: –¿No es verdad? ¡Buenos prismáticos, buenos prismáticos! –decía Coppola con su repugnante voz y su odiosa sonrisa. –Sí, sí –respondió Nataniel contrariado–. Adiós, querido amigo. Coppola abandonó la habitación, no sin antes lanzar una mirada de reojo sobre Nataniel, que le oyó reír a carcajadas al bajar la escalera. –Sin duda –pensó Nataniel– se ríe de mí porque he pagado los prismáticos más caros de lo que valen, más caros de lo que valen. Mientras decía estas palabras en voz baja le pareció oír en la habitación un profundo suspiro que le hizo contener la respiración sobrecogido de espanto. Se dio cuenta de que era él mismo quien había suspirado así. «Clara tenía razón –se dijo a sí mismo– al considerararme un visionario, pero lo absurdo, más que absurdo, es que la idea de haber pagado a Coppola los prismáticos más caros de lo que valen me produzca tal terror, y no encuentro cuál puede ser el motivo.» Se sentó de nuevo para terminar la carta a Clara, pero una mirada hacia la ventana le hizo ver que Olimpia aún estaba allí sentada, y al instante, empujado por una fuerza irresistible, cogió los prismáticos de Coppola y ya no pudo apartarse de la seductora mirada de Olimpia hasta que vino a buscarle su amigo Segismundo para asistir a clase del profesor Spalanzani. A partir de aquel día, la cortina de la puerta de cristal estuvo totalmente echada, por lo que no pudo ver a Olimpia, y los dos días siguientes tampoco la encontró en la habitación, si bien apenas se apartó de la ventana mirando a través de los prismáticos. Al tercer día estaba la ventana cerrada. Lleno de desesperación y poseído de delirio y ardiente deseo, salió de la ciudad. La imagen de Olimpia flotaba ante él en el aire, aparecía en cada arbusto y le miraba con ojos radiantes desde el claro riachuelo. El recuerdo de Clara se había borrado, sólo pensaba en Olimpia y gemía y sollozaba: –Estrella de mi amor, ¿por qué te has alzado para desaparecer súbitamente y dejarme en una noche oscura y desesperada? Cuando Nataniel volvió a su casa observó una gran agitación en la de Spalanzani. Las puertas estaban abiertas, y unos hombres metían muebles; las ventanas del primer piso estaban abiertas también, y unas atareadas criadas iban y venían mientras carpinteros y tapiceros daban golpes y martilleaban por toda la casa. Nataniel, asombrado, se detuvo en mitad de la calle. Segismundo se le acercó sonriente y le dijo: –¿Qué me dices de nuestro viejo amigo Spalanzani? Nataniel aseguró que no podía decir nada, puesto que nada sabía de él, y que le sorprendía bastante que aquella casa silenciosa y sombría se viera envuelta en tan gran tumulto y actividad. Segismundo le dijo entonces que al día siguiente daba Spalanzani una gran fiesta con concierto y baile a la que estaba invitada media universidad. Se rumoreaba que Spalanzani iba a presentar por primera vez a su hija Olimpia, que hasta entonces había mantenido oculta, con extremo cuidado, a las miradas de todos. Nataniel encontró una invitación, y, con el corazón palpitante, se encaminó a la hora fijada a casa del profesor cuando empezaban a llegar los carruajes y resplandecían las luces de los adornados salones. La reunión era numerosa y brillante. Olimpia apareció ricamente vestida, con un gusto exquisito, Todos admiraron la perfección de su rostro y de su talle. La ligera inclinación de sus hombros parecía estar causada por la oprimida esbeltez de su cintura de avispa. Su forma de andar tenía algo de medido y de rígido, que causó mala impresión a muchos, y que fue atribuida a la turbación que le causaba tanta gente. El concierto empezó. Olimpia tocaba el piano con una habilidad extrema, e interpretó un aria con voz tan clara y penetrante que parecía el sonido de una campana de cristal. Nataniel estaba fascinado; se encontraba en una de las últimas filas y el resplandor de los candelabros le impedía apreciar los rasgos de Olimpia. Sin ser visto, sacó los lentes de Coppola y miró a la hermosa Olimpia. ¡Ah!… entonces sintió las miradas anhelantes que ella le dirigía, y que a cada nota le acompañaba una mirada de amor que le atravesaba ardientemente. Las brillantes notas le parecían a Nataniel el lamento celestial de un corazón enamorado, y cuando finalmente la cadencia del largo trino resonó en la sala, le pareció que un brazo ardiente le ceñía y, extasiado, no pudo contenerse y exclamó en voz alta: –¡Olimpia! Todos los ojos se volvieron hacia él, algunos rieron. El organista de la catedral adoptó un aire sombrío y dijo simplemente: –Bueno, bueno. El concierto había terminado y el baile comenzó. «¡Bailar con ella…, bailar con ella!», era ahora su máximo deseo, su máxima aspiración, pero ¿cómo tener el valor de invitarla a ella, la reina de la fiesta? Sin saber ni él mismo cómo, se encontró junto a Olimpia, a quien nadie había sacado aún; cuando comenzaba el baile y, después de intentar balbucir algunas palabras, tomó su mano. La mano de Olimpia estaba helada, y él se sintió atravesado por un frío mortal, miró a Olimpia fijamente a los ojos, que irradiaban amor y deseo, y al instante le pareció que el pulso empezaba a latir en su fría mano y que una sangre ardiente corría por sus venas. También Nataniel sentía en su interior una ardorosa voluptuosidad, rodeó la cintura de la hermosa Olimpia y cruzó con ella la multitud de invitados. Creía haber bailado acompasadamente, pero la rítmica regularidad con que Olimpia bailaba y que algunas veces le obligaba a detenerse, le hizo observar enseguida que no seguía los compases. No quiso bailar con ninguna otra mujer, y hubiera matado a cualquiera que se hubiese acercado a Olimpia para solicitar un baile. Si Nataniel hubiera sido capaz de ver algo más que a Olimpia, no habría podido evitar alguna pelea, pues murmullos burlones y risas apenas sofocadas se escapaban de entre los grupos de jóvenes, cuyas curiosas miradas se dirigían a Olimpia, sin que se pudiera saber por qué. Excitado por la danza y por el vino, había perdido su natural timidez. Sentado junto a Olimpia y con su mano entre las suyas le hablaba de su amor exaltado e inspirado con palabras que nadie, ni él ni Olimpia, habría podido comprender. O quizá Olimpia sí, pues le miraba fijamente a los ojos, y de vez en cuando suspiraba: –¡Ah…, ah…, ah…,! A lo que Nataniel respondía: –¡Oh, mujer celestial, divina criatura, luz que se nos promete en la otra vida, alma profunda donde todo mi ser se mira…! –y cosas parecidas. Pero Olimpia suspiraba y contestaba sólo: –¡Ah…, ah…! El profesor Spalanzani pasó varias veces junto a los felices enamorados y les sonrió con satisfacción. Aunque Nataniel se encontraba en un mundo distinto, le pareció como si de pronto oscureciera en casa del profesor Spalanzani. Miró a su alrededor y observó espantado que las dos últimas velas se consumían y estaban a punto de apagarse. Hacía tiempo que el baile y la música habían cesado. –¡Separarnos, separarnos! –exclamó furioso y desesperado Nataniel, besó la mano de Olimpia y se inclinó sobre su boca; sus labios ardientes se encontraron con los suyos helados. Se estremeció como cuando tocó por primera vez la fría mano de Olimpia, y la leyenda de la novia muerta le vino de pronto a la memoria; pero al abrazar y besar a Olimpia sus labios parecían cobrar el calor de la vida. El profesor Spalanzani atravesó lentamente la sala vacía, sus pasos resonaban huecos y su figura, rodeada de sombras vacilantes, ofrecía un aspecto fantasmagórico. –¿Me amas? ¿Me amas, Olimpia? ¡Sólo una palabra! –murmuraba Nataniel. Pero Olimpia, levantándose, suspiró sólo: –¡Ah…, ah…,! –¡Sí, amada estrella de mi amor! –le dijo Nataniel–, ¡tú eres la luz que alumbrará mi alma para siempre! –¡Ah…, ah…! –replicó Olimpia alejándose. Nataniel la siguió, y se detuvieron delante del profesor. –Ya veo que lo ha pasado muy bien con mi hija –dijo éste sonriendo–: así que, si le complace conversar con esta tímida muchacha, su visita será bien recibida. Nataniel se marchó llevando el cielo en su corazón. Al día siguiente, la fiesta de Spalanzani fue el centro de las conversaciones. A pesar de que el profesor había hecho todo lo posible para que la reunión resultara espléndida, hubo numerosas críticas, y se dirigieron especialmente contra la muda y rígida Olimpia, a la que, a pesar de su belleza, consideraron completamente estúpida; se pensó que ésta era la causa por la que Spalanzani la había mantenido tanto tiempo oculta. Nataniel escuchaba estas cosas con rabia, pero callaba; pues pensaba que aquellos miserables no merecían que se les demostrara que era su propia estupidez la que les impedía conocer la belleza del alma de Olimpia. –Dime, por favor, amigo –le dijo un día Segismundo–, dime, ¿cómo es posible que una persona sensata como tú se haya enamorado del rostro de cera de una muñeca? Nataniel iba a responder encolerizado, pero se tranquilizó y contestó: –Dime, Segismundo, ¿cómo es posible que los encantos celestiales de Olimpia hayan pasado inadvertidos a tus clarividentes ojos? Pero agradezco al destino el no tenerte como rival, pues uno de los dos habría tenido que morir a manos del otro. Segismundo se dio cuenta del estado de su amigo y desvió la conversación diciendo que en amor era muy difícil juzgar, para luego añadir: –Es muy extraño que la mayoría de nosotros haya juzgado a Olimpia del mismo modo. Nos ha parecido –no te enfades, amigo– algo rígida y sin alma. Su talle es proporcionado, al igual que su rostro, es cierto. Podría parecer bella si su mirada no careciera de rayos de vida, quiero decir, de visión. Su paso es extrañamente rítmico, y cada uno de sus movimientos parece provocado por un mecanismo. Su canto, su interpretación musical tiene ese ritmo regular e incómodo que recuerda el funcionamiento de una máquina, y pasa lo mismo cuando baila. Olimpia nos resulta muy inquietante, no queremos tener nada que ver con ella, porque nos parece que se comporta como un ser viviente pero pertenece a otra naturaleza distinta. Nataniel no quiso abandonarse a la amargura que provocaron en él las palabras de Segismundo, hizo un esfuerzo para contenerse y respondió simplemente muy serio: –Para vosotros, almas prosaicas y frías, Olimpia resulta inquietante. Sólo al espíritu de un poeta se le revela una personalidad que le es semejante. Sólo a mí se han dirigido su mirada de amor y sus pensamientos, sólo en el amor de Olimpia he vuelto a encontrarme a mí mismo. A vosotros no os parece bien que Olimpia no participe en conversaciones vulgares, como hacen las gentes superficiales. Habla poco, es verdad, pero esas pocas palabras son para mí como jeroglíficos de un mundo interior lleno de amor y de conocimientos de la vida espiritual en la contemplación de la eternidad. Ya sé que esto para vosotros no tiene ningún sentido, y es en vano hablar de ello. –¡Que Dios te proteja, hermano! –dijo Segismundo dulcemente, de un modo casi doloroso–, pero pienso que vas por mal camino. Puedes contar conmigo si todo… no, no quiero decir nada más. Nataniel comprendió de pronto que el frío y prosaico Segismundo acababa de demostrarle su lealtad y estrechó de corazón la mano que le tendía. Había olvidado por completo que existía una Clara en el mundo a la que él había amado; su madre, Lotario, todos habían desaparecido de su memoria, vivía solamente para Olimpia, junto a quien permanecía, cada día, largas horas hablándole de su amor, de la simpatía de las almas y de las afinidades psíquicas, todo lo cual Olimpia escuchaba con una gran atención. Nataniel sacó de los lugares más recónditos de su escritorio todo lo que había escrito, poesías, fantasías, visiones, novelas, cuentos, y todo esto se vio aumentado con toda clase de disparatados sonetos, estrofas, canciones que leía a Olimpia durante horas sin cansarse. Jamás había tenido una oyente tan admirable. No cosía ni tricotaba, no miraba por la ventana, no daba de comer a ningún pájaro, ni jugaba con ningún perrito, ni con su gato favorito, ni recortaba papeles o cosas parecidas, ni tenía que ocultar un bostezo con una tos forzada; en una palabra, permanecía horas enteras con los ojos fijos en él, inmóvil, y su mirada era cada vez más brillante y animada. Sólo cuando Nataniel al terminar cogía su mano para besarla decía: –¡Ah! ¡ah! –y luego–, buenas noches, mi amor. –¡Alma sensible y profunda! –exclamaba Nataniel en su habitación–: ¡Sólo tú me comprendes! Se estremecía de felicidad al pensar en las afinidades intelectuales que existían entre ellos y que aumentaban cada día; le parecía oír la voz de Olimpia en su interior que ella hablaba en sus obras. Debía ser así, pues Olimpia nunca pronunció otras palabras que las ya citadas. Pero cuando Nataniel se acordaba en los momentos de lucidez –por ejemplo, cuando se levantaba por las mañanas y en ayunas–, de la pasividad y del mutismo de Olimpia se decía: –¿Qué son las palabras? ¡Palabras! La mirada celestial de sus ojos dice más que todas las lenguas. ¿Puede acaso una criatura del Cielo encerrarse en el círculo estrecho de nuestra forma de expresarnos? El profesor Spalanzani parecía mirar con mucho agrado las relaciones de su hija con Nataniel, prodigándole a éste todo tipo de atenciones, de modo que cuando se atrevió a insinuar un matrimonio con Olimpia, el profesor, con una gran sonrisa, dijo que dejaría a su hija elegir libremente. Animado por estas palabras y con el corazón ardiente de deseos, Nataniel decidió pedirle a Olimpia al día siguiente que le dijera con palabras lo que sus miradas le daban a entender desde hacía tiempo, que sería suya para siempre. Buscó el anillo que su madre le diera al despedirse, para ofrecérselo a Olimpia, como símbolo de unión eterna. Las cartas de Clara y de Lotario cayeron en sus manos; las apartó con indiferencia, encontró el anillo y, poniéndoselo en el dedo, corrió de nuevo junto a Olimpia. Al subir las escaleras, y cuando se encontraba ya en el vestíbulo, oyó un gran estrépito que parecía venir del estudio de Spalanzani. Pasos, crujidos, golpes contra la puerta, mezclados con maldiciones y juramentos: –¡Suelta! ¡Suelta de una vez! –¡Infame! –¡Miserable! –¿Para esto he sacrificado mi vida? ¡Éste no era el trato! –¡Yo hice los ojos! –¡Y yo los engranajes! –¡Maldito perro relojero! –¡Largo de aquí, Satanás! –¡Fuera de aquí, bestia infernal! Eran las voces de Spalanzani y del horrible Coppelius que se mezclaban y retumbaban juntas. Nataniel, sobrecogido de espanto, se precipitó en la habitación. El profesor sujetaba un cuerpo de mujer por los hombros, y el italiano Coppola tiraba de los pies, luchando con furia para apoderarse de él. Nataniel retrocedió horrorizado al reconocer el rostro de Olimpia; lleno de cólera quiso arrancar a su amada de aquellos salvajes, pero al instante, Coppola, con la fuerza de un gigante, consiguió hacerse con ella descargando al mismo tiempo un tremendo golpe sobre el profesor, que fue a caer sobre una mesa llena de frascos, cilindros y alambiques, que se rompieron en mil pedazos. Coppola se echó el cuerpo a la espalda y bajó rápidamente las escaleras profiriendo una horrible carcajada; los pies de Olimpia golpeaban con un sonido de madera en los escalones. Nataniel permaneció inmóvil; había visto que el pálido rostro de cera de Olimpia no tenía ojos, y que en su lugar había unas negras cavidades; era una muñeca sin vida. Spalanzani yacía en el suelo, en medio de cristales rotos que le habían herido en la cabeza, en el pecho y en un brazo, y sangraba abundantemente. Reuniendo fuerzas dijo: –¡Corre tras él! ¡Corre! ¿A qué esperas? ¡Coppelius me ha robado mi mejor autómata! ¡Veinte años de trabajo! ¡He sacrificado mi vida! Los engranajes, la voz, el paso, eran míos; los ojos, te he robado los ojos, maldito, ¡corre tras él! ¡Devuélveme a mi Olimpia! ¡Aquí tienes los ojos! Entonces vio Nataniel en el suelo un par de ojos sangrientos que le miraban fijamente. Spalanzani los recogió y se los lanzó al pecho. El delirio se apoderó de él y, confundidos sus sentidos y su pensamiento, decía: –¡Huy… Huy…! ¡Círculo de fuego! ¡Círculo de fuego! ¡Gira, círculo de fuego! ¡Linda muñequita de madera, gira! ¡Qué divertido…! Y precipitándose sobre el profesor le agarró del cuello. Le hubiera estrangulado, pero el ruido atrajo a algunas personas que derribaron y luego ataron al colérico Nataniel, salvando así al profesor. Segismundo, aunque era muy fuerte, apenas podía sujetar a su amigo, que seguía gritando con voz terrible: –Gira, muñequita de madera –pegando puñetazos a su alrededor. Finalmente consiguieron dominarle entre varios. Sus palabras seguían oyéndose como un rugido salvaje, y así, en su delirio, fue conducido al manicomio. Antes de continuar, ¡oh amable lector!, con la historia del desdichado Nataniel, puedo decirte, ya que te interesarás por el mecánico y fabricante de autómatas Spalanzani, que se restableció completamente de sus heridas. Se vio obligado a abandonar la universidad porque la historia de Nataniel había producido una gran sensación y en todas partes se consideró intolerable el hecho de haber presentado en los círculos de té –donde había tenido cierto éxito– a una muñeca de madera. Los juristas encontraban el engaño tanto más punible cuanto que se había dirigido contra el público y con tanta astucia que nadie (salvo algunos estudiantes muy inteligentes) había sospechado nada, aunque ahora todos decían haber concebido sospechas al respecto. Para algunos, entre ellos un elegante asiduo a las tertulias de té, resultaba sospechoso el que Olimpia estornudase con más frecuencia que bostezaba, lo cual iba contra todas las reglas. Aquello era debido, según el elegante, al mecanismo interior que crujía de una manera distinta, etcétera. El profesor de poesía y elocuencia tomó un poco de rapé y dijo alegremente: –Honorables damas y caballeros, no se dan cuenta de cuál es el quid del asunto. Todo ha sido una alegoría, una metáfora continuada. ¿Comprenden? ¡Sapienti sat! Pero muchas personas honorables no se contentaron con aquella explicación; la historia del autómata les había impresionado profundamente y se extendió entre ellos una terrible desconfianza hacia las figuras humanas. Muchos enamorados, para convencerse de que su amada no era una muñeca de madera, obligaban a ésta a bailar y a cantar sin seguir los compases, a tricotar o a coser mientras les escuchaban en la lectura, a jugar con el perrito… etc., y, sobre todo, a no limitarse a escuchar, sino que también debía hablar, de modo que se apreciase su sensibilidad y su pensamiento. En algunos casos, los lazos amorosos se estrecharon más, en otros, ésto fue causa de numerosas rupturas. –Así no podemos seguir, decían todos. Ahora en los tés se bostezaba de forma increíble y no se estornudaba nunca para evitar sospechas. Como ya hemos dicho, Spalanzani tuvo que huir para evitar una investigación criminal por haber engañado a la sociedad con un autómata. Coppola también desapareció. Nataniel se despertó un día como de un sueño penoso y profundo, abrió los ojos, y un sentimiento de infnito bienestar y de calor celestial le invadió. Se hallaba acostado en su habitación, en la casa paterna, Clara estaba inclinada sobre él y, a su lado, su madre y Lotario. –¡Por fin, por fin, querido Nataniel! ¡Te has curado de una grave enfermedad! ¡Otra vez eres mío! Así hablaba Clara, llena de ternura, abrazando a Nataniel que murmuró entre lágrimas: –¡Clara, mi Clara! Segismundo, que no había abandonado a su amigo, entró en la habitación. Nataniel le estrechó la mano: –Hermano, no me has abandonado. Todo rastro de locura había desaparecido, y muy pronto los cuidados de su madre, de su amada y de los amigos le devolvieron las fuerzas. La felicidad volvió a aquella casa, pues un viejo tío, de quien nadie se acordaba, acababa de morir y había dejado a la madre en herencia una extensa propiedad cerca de la ciudad. Toda la familia se proponía ir allí, la madre, Nataniel y Clara, quienes iban a contraer matrimonio, y Lotario. Nataniel estaba más amable que nunca, había recobrado la ingenuidad de su niñez y apreciaba el alma pura y celestial de Clara. Nadie le recordaba el pasado ni en el más mínimo detalle. Sólo cuando Segismundo fue a despedirse de él le dijo: –Bien sabe Dios, hermano, que estaba en el mal camino, pero un ángel me ha conducido a tiempo al sendero de la luz. Ese ángel ha sido Clara. Segismundo no le permitió seguir hablando temiendo que se hundiera en dolorosos pensamientos. Llegó el momento en que los cuatro, felices, iban a dirigirse hacia su casa de campo. Durante el día hicieron compras en el centro de la ciudad. La alta torre del ayuntamiento proyectaba su sombra gigantesca sobre el mercado. –¡Vamos a subir a la torre para contemplar las montañas! –dijo Clara. Dicho y hecho; Nataniel y Clara subieron a la torre, la madre volvió a casa con la criada, y Lotario, que no tenía ganas de subir tantos escalones, prefirió esperar abajo. Enseguida se encontraron los dos enamorados, cogidos del brazo, en la más alta galería de la torre contemplando la espesura de los bosques, detrás de los cuales se elevaba la cordillera azul, como una ciudad de gigantes. –¿Ves aquellos arbustos que parecen venir hacia nosotros? –preguntó Clara. Nataniel buscó instintivamente en su bolsillo y sacó los prismáticos de Coppola. Al llevárselos a los ojos vio la imagen de Clara ante él. Su pulso empezó a latir con violencia en sus venas; pálido como la muerte, miró fijamente a Clara, sus ojos lanzaban chispas y empezó a rugir como un animal salvaje; luego empezó a dar saltos mientras decía riéndose a carcajadas: –¡Gira muñequita de madera, gira! –y, cogiendo a Clara, quiso precipitarla desde la galería; pero, en su desesperación, Clara se agarró a la barandilla. Lotario oyó la risa furiosa del loco y los gritos de espanto de Clara; un terrible presentimiento se apoderó de él y corrió escaleras arriba. La puerta de la segunda escalera estaba cerrada. Los gritos de Clara aumentaban y, ciego de rabia y de terror, empujó la puerta hasta que cedió. La voz de Clara se iba debilitando: –¡Socorro, salvadme, salvadme! –su voz moría en el aire. –¡Ese loco va a matarla! –exclamó Lotario. También la puerta de la galería estaba cerrada. La desesperación le dio fuerzas y la hizo saltar de sus goznes. ¡Dios del cielo! Nataniel sostenía en el aire a Clara, que aún se agarraba con una mano a la barandilla. Lotario se apoderó de su hermana con la rapidez de un rayo, y golpeó en el rostro a Nataniel obligándole a soltar la presa. Luego bajó la escalera con su hermana desmayada en los brazos. Estaba salvada. Nataniel corría y saltaba alrededor de la galería gritando: –¡Círculo de fuego, gira, círculo de fuego! La multitud acudió al oír los salvajes gritos y entre ellos destacaba por su altura el abogado Coppelius, que acababa de llegar a la ciudad y se encontraba en el mercado. Cuando alguien propuso subir a la torre para dominar al insensato, Coppelius dijo riendo: –Sólo hay que esperar, ya bajará solo –y siguió mirando hacia arriba como los demás. Nataniel se detuvo de pronto y miró fijamente hacia abajo, y distinguiendo a Coppelius gritó con voz estridente: –¡Ah, hermosos ojos, hermosos ojos! –y se lanzó al vacío. Cuando Nataniel quedó tendido y con la cabeza rota sobre las losas de la calle, Coppelius desapareció. Alguien asegura haber visto años después a Clara, en una región apartada, sentada junto a su dichoso marido ante una linda casa de campo. Junto a ellos jugaban dos niños encantadores. Se podría concluir diciendo que Clara encontró por fin la felicidad tranquila y doméstica que correspondía a su dulce y alegre carácter y que nunca habría disfrutado junto al fogoso y exaltado Nataniel. |
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