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Capítulo 4
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Biografía de E.T.A. Hoffmann en Wikipedia | |
Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante |
Afortunado en el juego |
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IV | ||
De repente desapareció la banca del caballero de Ménars, dejando a París absorto, y como no se le viera en ninguna parte, corrieron acerca de esto los más anómalos e infundados rumores. Pero era la verdad que el caballero evitaba todo contacto con su antigua sociedad, entregado los sombríos pesares de su amor. Paseándose un día el anciano Vertua, en compañía de su hija, lo encontraron en las solitarias avenidas del parque de la Malmaison. Ángela que se había figurado que nunca más podría verle sin estremecerse de horror y desprecio, se sintió singularmente conmovida al ponérsele delante, pálido como un difunto, tembloroso, abatido y sin que apenas se atreviera a levantar los ojos. No ignoraba la joven que desde la noche fatal que le vió por primera vez, había cambiado de vida completamente, y como sólo ella podía haberle inducido a verificarlo, ¿qué mejor para lisonjear su vanidad femenina? Después que con Vertua hubo cambiado el caballero algunas frases de cortesía, Ángela le preguntó con benévolo interés:—Qué os pasa, caballero Ménars; en verdad parece que estáis enfermo, y es menester que os cuidéis—Estas palabras penetraron en su corazón como un rayo de esperanza, por lo que levantó la cabeza y halló en su misma emoción la interesante verbosidad y apasionado lenguaje con que anteriormente sabía conquistarse todas las voluntades. Vertua le recordó que esperaba que fuese a tomar posesión de su casa, a lo cual le contestó: —Tenéis razón, Signor Vertua, mañana iré a vuestra casa; pero permitid que no apresuremos las condiciones, por más que para un acto semejante sean menester algunos meses. —Enhorabuena,—repuso el anciano,—yo opino que con el tiempo podremos hablar todavía de algunas cosas, que en el día están aún muy lejos de nuestra mente. Reanimado por la esperanza, recobró el caballero la amabilidad que le era habitual, antes de verse envuelto en el torbellino de su pasión desordenada. Hiciéronse cada vez más frecuentes sus visitas a casa de Vertua, y Ángela parecía sentirse diariamente mejor dispuesta a oir a un hombre, que solía llamarla su ángel tutelar. Por fin llegó a creer que le amaba decididamente y se obligó a concederle su mano, con gran contentamiento de su padre, que de este modo recobraba su fortuna. Ángela, la venturosa futura desposada del caballero de Ménars, estaba un día sentada a la ventana, absorbida su imaginación en los ensueños de la nueva existencia que se abría ante sus ojos, cuando acertó a pasar, al son de las cornetas, un regimiento de cazadores que partía para España. La joven contempló con interés a esos hombres destinados quizá a ser víctimas de la guerra, cuando un joven oficial volviendo con viveza las riendas de su caballo, lanzó sobre ella una rápida mirada, que la hizo caer desvanecida. ¡Ah! aquel joven que marchaba también al encuentro de la muerte, era hijo de un vecino llamado Duvernet, compañero de su infancia, que venía a verla cada día y puso fin a esas visitas cuando el caballero comenzó las suyas. En la quejosa mirada del joven, Ángela reconoció no sólo cuánto la había amado el infeliz, sino lo mucho que ella a su vez le amaba sin saberlo, ofuscada por las seductoras palabras del caballero. Entonces comprendió por primera vez los profundos suspiros de Duvernet y sus mudos y sencillos deliquios: entonces supo explicarse por qué motivo se sentía turbada y conmovida, cuando Duvernet la visitaba o simplemente al oir el acento de sus palabras. —Ya es tarde: ya lo he perdido,—murmuró animada de valor suficiente para luchar contra el penoso sentimiento que la torturaba, y recobrar su tranquilo aspecto; no obstante, no escapó su agitación a la penetrante mirada del caballero. Tuvo a pesar de todo suficiente delicadeza para no pedirle la revelación de un secreto, que ella al parecer estaba empeñada en ocultar, y se limitó a apresurar la boda, disponiendo los preparativos con un tacto y una esplendidez que no podían dejar de conmover el ánimo de la desposada. Y una vez unidos con indisoluble lazo, portóse con su esposa con tan vehemente ternura; con un cariño tan franco y con aquella previsión que colmaba y satisfacía sus menores antojos, que por fuerza el recuerdo de Duvernet debía borrarse enteramente de su ánimo. La primera nube que empañó la apacible existencia de ambos esposos, fue la enfermedad y muerte del anciano Vertua. Desde la noche en que perdiera todos sus bienes en la banca del caballero, no había vuelto a tocar siquiera un naipe; pero en sus últimos instantes, parecía que el juego había vuelto a absorber todas sus facultades. Mientras el sacerdote le ofrecía los consuelos de la religión, el anciano con los ojos cerrados, murmuraba: entre dientas:—«¡Perdido!... Ganado»... agitando sus temblorosas manos casi yertas y haciendo los movimientos de cortar, barajar y tirar los naipes. En vano su hija y su yerno, inclinados sobre el lecho, le dirigían frases de ternura: no les oía ni podía ya reconocerles. Por último, suspirando y pronunciando la palabra: «¡Ganado!» exhaló su postrer aliento. En medio de su extremo dolor, sufrió Ángela una conmoción interna, al pensar en las postrimeras emociones del moribundo. El recuerdo de la noche espantosa en que se le apareció el caballero, bajo el aspecto de un jugador endurecido, su renovó en su alma y tembló al considerar que algún día podría muy bien arrancarse la máscara angélica, para volver a las andadas, presentándosele de nuevo con sus verdaderos rasgos infernales. Tan funesto presentimiento no debía tardar en verse realizado. Por más que hubieran aterrorizado al caballero los últimos momentos de su suegro, desoyendo las preces de la Iglesia y entregado a su fatal pasión, poco tardó en sentirse arrastrado más que nunca por su inclinación favorita, soñando todas las noches estar sentado en la banca, donde acumulaba nuevas riquezas. Y en tanto que Ángela entristecida ante el recuerdo de sus pasados extravíos, le retiraba gradualmente la confiaba que en un principio le dispensara, él, por su parte, atribuía la desacostumbrada reserva de su esposa, al secreto que un día le sorprendiera; y esta recíproca desconfianza debía producir por una y otra parte desagradables escenas de descontento, que ofendieron a la joven más de una vez. Entonces sintió ella renacer en su corazón la imagen del infortunado Duvernet, con todos los pensamientos y emociones que fueron el encanto de su juventud. El desacuerdo entre ambos esposos iba en aumento cada día, hasta que el caballero encontró su vida tan insípida, que sus antiguos vicios atrajeron de nuevo sus miradas y anhelos. Un malvado le dió el último impulso, era uno de sus antiguos consocios que no cesaba de hacer burla de su existencia oscura y de la extraña resignación con qué había sacrificado a una mujer los brillantes goces de otros tiempos. Pocos días después abría nuevamente sus puertas la banca del caballero de Ménars, viéndose espléndidamente concurrida, sin que la fortuna, hubiera vuelto la espalda a su hijo predilecto. Desde el primer momento sus víctimas se sucedían y el oro llovía sobre el tapete verde: en cambio había pasado rápida como un sueño la felicidad de su esposa, la cual hallaba en él, cuando no fría indiferencia, negro desprecio, llegando a pasar semanas y aun meses enteros sin verle siquiera. Un viejo mayordomo llevaba los negocios de la casa: los criados eran cambiados, según el capricho del caballero, de modo que Ángela, como una extraña en su propio hogar, no hallaba consuelo en parte alguna. Frecuentemente oía en sus noches de insomnio el rumor que producía el carruaje de su esposo, al detenerse delante de la casa, luego de la pesada caja que depositaban en un vecino aposento, los apóstrofes y duras palabras del caballero, y el estallido de una puerta, al encerrarse este en su cuarto: vertía entonces la desgraciada un torrente de lágrimas, pronunciaba con angustia el nombre de Duvernet, y acababa por rogar a la Providencia que pusiera un término a sus penas. Aconteció en esto que un joven de buena familia, habiendo perdido en la banca del caballero toda su fortuna, se levantó de un tiro la tapa de los sesos allí mismo, de modo que la sangre y algunos restos del cerebro del infeliz, salpicaron a los jugadores. Huyeron estos aterrorizados, mientras el dueño, sin perder su sangre fría, preguntó desde cuando se había establecido la costumbre de dejar el juego antes de la hora habitual, solo por un tonto que no sabía guardar las debidas conveniencias. Este suicidio produjo grande sensación, y como los jugadores más señalados se mostraran indignados por la conducta del caballero, todo el mundo se hizo lenguas en contra suya: la policía cerró la banca, acusóse al dueño de fraudulencia, lo que se hallaba por otra parte confirmado por su constante buena estrella, y sin que pudiera defenderse, llevóse buena parte de su fortuna una enorme multa que se le impuso. Insultado y despreciado, echóse en los brazos de su esposa, la cual a pesar de los malos tratamientos que de él había recibido, creyó en su arrepentimiento, concibiendo nuevas esperanzas de que por fin renunciaría a la funesta pasión del juego. El caballero abandonó París, y en compañía de Ángela fuese a Génova, lugar del nacimiento de ésta. Allí vivió retirado por espacio de algún tiempo, tratando en vano de buscar la tranquilidad doméstica al lado de su esposa: su pasión favorita reavivábase de día en día, hasta producirle una agitación incesante. Cierta mala fama le siguió desde París al nuevo punto de su residencia, lo cual le impidió instalar nuevamente una banca, conforme entraba en sus cálculos. Por aquellos días cierto coronel francés obligado por sus heridas a dejar el servicio militar, era dueño, en Génova, de la banca más favorecida: la codicia y la envidia impulsaron al caballero, quien se presentó ante su rival, ansiosa de desbancarlo, fiado en su habitual fortuna. El coronel le recibió con una jovialidad que no le era habitual, anunciando que desde entonces ofrecía el juego un nuevo interés, pues iba el caballero de Ménars a darle impulso con tu buena estrella. En efecto: los primeros cortes fuéronle favorables como siempre; empero, cuando confiado en su invariable fortuna, exclamó:—Va todo lo de la banca,—perdió de un golpe una cantidad considerable y el coronel por lo común impasible, tanto en buena como en mala suerte, recogía el oro de su antagonista con todas las muestras del placer más vivo. Desde aquel instante eclipsóse para siempre la buena estrella del esposo de Ángela, quien jugaba cada noche y cada noche perdía, hasta que no le quedó mas que la suma de unos dos mil ducados en papel. Corrió todo el día para realizarla en metálico, lo que no logró hasta muy tarde, y por la noche, cuando con las monedas en el bolsillo se disponía a salir de casa, Ángela que presintió un desastre, se arrojó a sus pies bañándoselos de abundantes lágrimas, y por la Virgen y por todos los santos del cielo, le suplicó que no la precipitase en la miseria. El caballero la levantó, y abrazándola con dulzura, le dijo con voz apagada:—Ángela, Ángela de mi corazón, es ya imposible que me contenga, es menester que siga al destino que me subyuga... Pero, mañana, sí, mañana habrán cesado todas tus penas, pues te juro por la Divina Providencia, que nos contempla, que hoy juego por última vez. Tranquilízate, mi dulce amia, duerme y sueña en una existencia muy feliz, que esto me traerá suerte.—Y luego de dichas estas palabras, abrazóla nuevamente y salió precipitado. En dos cortes lo había perdido todo, todo enteramente. Inmóvil permanecía junto al afortunada coronel, con la mirada fija sobre el tapete, como si estuviera anonadado.—¿Cómo? No apuntáis ya, caballero,—le dijo su rival barajando los naipes. —Lo he perdido todo,—contestó el caballero esforzándose en mostrarse tranquilo. —¿Es posible que nada enteramente os quede?—repuso, al siguiente corte. —Ya no soy más que un triste mendigo,—exclamó el caballero con voz colérica y temblorosa, sin separar sus miradas del tapete y no advirtiendo siquiera que la banca iba perdiendo más y más, y que el coronel continuaba jugando sin inmutarse. —Sin embargo, tenéis una mujer muy linda, le dijo en voz baja, sin mirarle siquiera y barajando nuevamente. —¿Qué queréis decir con esto?—exclamó el caballero con arrebato, mientras el coronel seguía jugando sin contestarle. —Van veinte mil ducados por... ¿Ángela?—volvió a decir en el mismo tono, soltando por un instante la baraja. El caballero permaneció silencioso, reanudóse el juego, y como viese que todos los naipes iban siendo contrarios a la banca.—Acepto,—exclamó al oído del coronel, al empezar un nuevo corte,—y vaya sobre esta sota. Al primer golpe, la sota había perdido. Hízose atrás el caballero rechinando los dientes, yendo a apoyarse en una ventana, con la muerte impresa en el semblante. Concluyó el juego: el coronel se le acercó y le dijo con voz zumbona:—¿Y bien? ¿Qué vamos a hacer? —¡Ah!—exclamó el caballero fuera de sí,—es cierto que me habéis reducido a la miseria, pero debería tomaros por loco si imaginarais haber podido ganar a mi mujer. ¿Vivimos acaso entre salvajes, o es una esclava mi esposa, para que en un momento de extravío haya podido vendérmela o jugármela? Sin embargo, como reconozco que habríais soltado los veinte mil ducados si llega a ganar la sota, renuncio a todo derecho sobre ella, tan sólo si consiente en abandonarme por seguiros. Veníos conmigo y desesperaos al ver cómo os desprecia, horrorizada con solo el pensamiento de convertirse en vuestra infame concubina. —Desesperaos vos mismo, caballero,—repuso el coronel con sardónico acento,—si antes que a mi os desdeña a vos, que habéis labrado su desgracia, y se arroja a mis brazos con deleite... Desesperaos cuando sepáis que se cumplirá nuestro común anhelo, bendiciendo la Iglesia nuestro enlace... ¡Y me llamabais insensato!... ¡Oh! Tan sólo quería el derecho de aspirar a su mano, pues su corazón me pertenece ya hace tiempo. Sí, caballero: antes que a vos me amaba, me amaba con pasión, pues habéis de saber que yo soy Duvernet, su amigo de la infancia, educado con ella, a ella unido con los vínculos del corazón, y separado únicamente gracias a vuestras satánicas seducciones. Sólo cuando partí para la guerra, Ángela reconoció lo que valía, y cuando yo lo supe, era ya tarde. El infierno me inspiró la idea de entregarme al juego para arruinaros y perderos, os he seguido hasta Génova, y por fin acabo de lograrlo. ¡Ea, pues! ¡Ahora vamos a ver a vuestra esposa! Permaneció el caballero aniquilado y como herido de un rayo: de repente se desplegaba ante sus ojos aquel secreto fatal que se le ocultaba, comprendiendo la infinidad de sufrimientos que había acumulado en el corazón de la infeliz,—Que decida mi mujer.—dijo por fin con voz apagada, echándose a andar en pos del coronel. Este, al llegar a la casa, se agarró a la campanilla: el caballero conteniéndole, le dijo:—La pobre estará durmiendo; ¿os atreveréis a turbar su dulce sueño? —A otro con esas,—dijo el coronel; ¿acaso ha gozado un solo momento de descanso, desde que la estáis atormentando con vuestra conducta?—y pronunciando estas palabras, dirigíase ya al cuarto de la joven, cuando cayendo a sus pies el caballero, le dijo con desesperado acento:—Compasión por Dios; contentaos con haberme reducido a la mendicidad, renunciad a mi mujer. —¡También tuvisteis postrado de este modo al viejo Vertua, miserable! sin que lograse ablandar vuestro corazón de piedra. ¡Sufrid pues la venganza del cielo!—dijo y adelantóse todavía algunos pasos hacia el cuarto de Ángela; pero el caballero ganando la puerta de un salto, la abrió de un empujón, lanzóse sobre el lecho, separó las cortinas gritando:—¡Ángela!... Ángela!...—Luego inclinóse sobre ella, le agarró las manos y convulsivo, con voz terrible exclamó:—¡Ved lo que habéis ganado!... ¡Un cadáver! ¡El cadáver de mi esposa! El coronel se acercó a la cama lleno de horror... contempló a la amiga de su infancia: ninguna señal de vida... Ángela había muerto, efectivamente. Entonces levantó el puño contra el cielo, exhaló un ronco aullido y se lanzó fuera de la casa y nunca más se ha vuelto a saber de él. Aquí terminó el desconocido su relato, levantándose del banquillo, sin que el barón profundamente impresionado, acertara a dirigirle siquiera una palabra. Algunos días después fue víctima aquel de un ataque apoplético, que lo condujo al sepulcro a los dos horas: examinados sus papeles se reconoció que no llevaba el nombre de Beaudasson, que se atribuía, sino el de Ménars, siendo él por lo tanto el infortunado caballero del cuento. El barón dio gracias al cielo por haberle enviado este aviso, cuando más cerca estaba del abismo, jurando no dejarse seducir nunca más por los falaces atractivos de un vicio tan fatal; y hasta ahora ha guardado fielmente su promesa.
Cuentos fantásticos. 1980. Ed. Carbonell y Esteva. Barcelona. |
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