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Cap. 10: El hijo
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Música: Reiki. The Mind Body and Soul Series |
Siddharta El hijo |
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El niño había presenciado el funeral de su madre con timidez y lloriqueos; asustado y sombrío había escuchado a Siddharta, que le saludaba como hijo y le daba la bienvenida a la choza de Vasudeva. Durante varios días quiso permanecer en la colina de su madre muerta; se hallaba demacrado, sin apetito. Cerraba los ojos y el corazón; se rebelaba obstinadamente contra su destino. Siddharta le trató con tacto y le dejó hacer: respetó su duelo. Comprendió Siddharta que su hijo no le conocía, y por lo tanto, no podía amarle como a un padre. Paulatinamente, también se dio cuenta de que ese niño, que ya tenía once años, era una personilla mimada, pues fue criado entre algodones, educado en las costumbres de los adinerados: comidas exquisitas, cama blanda, órdenes a los criados. Siddharta comprendió que entre sus hábitos y la pena, no podía contentarse de repente, con buena voluntad, ante la pobreza. No le obligó a hacer nada, le sirvió paciente y le guardó siempre la mejor ración. Esperaba ganarle poco a poco, con amable paciencia. Cuando llegó el niño, Siddharta se creyó rico y feliz. Sin embargo, al observar que el tiempo pasaba y el chico continuaba siendo extraño y sombrío, al ver que mostraba un corazón orgulloso y terco, que no quería trabajar ni respetar a los viejos, pero sí robar de los árboles frutas de Vasudeva, entonces Siddharta empezó a entender que con su hijo no le había llegado la paz y la felicidad, sino la pena y la preocupación. No obstante, Siddharta amaba al muchacho, y prefería los disgustos del amor, a su anterior paz y felicidad sin el pequeño. Desde que el joven Siddharta vivía en la cabaña, los viejos se habían tenido que repartir la tarea. Vasudeva cumplía el deber de barquero, otra vez solo, y Siddharta hacía el trabajo de la vivienda y del campo, para mantenerse cerca de su hijo. Durante mucho tiempo, incluso largos meses, Siddharta esperó inútilmente que su hijo le comprendiera, que aceptara su amor, que quizá le correspondiera. Vasudeva esperó durante muchos meses; confiaba y callaba. Un día el joven Siddharta vejó una vez más a su padre con su testarudez y sus caprichos, y le rompió dos fuentes de arroz; aquella noche, Vasudeva llamó a su amigo y habló con él. Perdóname -empezó-. Te hablo con el corazón de un amigo. Veo que tienes preocupaciones, problemas. Tu hijo amado te preocupa, y también me inquieta a mí. El joven pájaro está acostumbrado a otra vida, a otro nido. No se ha escapado, como tú, de la riqueza y de la ciudad por hastío o aburrimiento, sino que lo ha abandonado en contra de su voluntad. Pregunté al río, amigo; muchas veces le he interrogado. Pero la corriente se ríe de mí y de ti, y se burla de nuestra necedad. El agua quiere estar junto al agua, la juventud con la juventud. Tu hijo no se encuentra en el lugar apropiado para poder desarrollarse bien. ¡Pregunta también al río, y sigue su consejo! Siddharta observó el amable semblante, en cuyos innumerables surcos se albergaba una continua serenidad. Pero, ¿puedo yo separarme de él? -preguntó Siddharta en voz baja, avergonzado-. ¡Deja que pase un tiempo, amigo! Mira, yo lucho por ganar el corazón de mi hijo, me esfuerzo con paciencia y amor, quiero conseguirlo. También el río llegará a hablarle a él; también tiene vocación. La sonrisa de Vasudeva se hizo más afectuosa. Pues claro, también el pequeño tiene vocación y sirve para la vida eterna. No obstante, ¿sabemos nosotros, tú y yo, qué vocación tiene, qué vida le espera, qué obras y qué sufrimientos? Sus dolores no serán pocos, ya que su corazón es orgulloso y duro, y esas personas tienen que sufrir mucho, equivocarse infinidad de veces, cometer innumerables injusticias, pecar una y otra vez. Dime, amigo, ¿no educas a tu hijo? ¿No le obligas? ¿No le pegas? ¿No le castigas? No, Vasudeva, no hago nada de eso. Me lo imaginaba. No le obligas, ni le pegas, ni le mandas, y es que sabes que lo blando es más fuerte que lo duro, que el agua es más potente que la roca, que el amor es más vigoroso que la violencia. Conforme, y te elogio. Sin embargo, ¿no te equivocas pensando que no le obligas ni castigas? ¿No le atas con tu amor? ¿No le avergüenzas día a día y le dificultas sus obras con tu bondad y paciencia? ¿No obligas al muchacho arrogante y mimado a vivir en una choza con dos viejos que se alimentan de plátanos y para los que un plato de arroz es un bocado exquisito? Nuestros pensamientos nunca podrán ser los suyos, igual que nuestro corazón viejo y quieto lleva otra marcha, que no es la suya. ¿No crees que ya ha sido bastante castigado con todo ello? Siddharta bajó la cabeza, consternado. En voz baja preguntó: ¿Qué me aconsejas que debo hacer? Vasudeva continuó: Llévale a la ciudad, a casa de su madre. Allá todavía estarán los criados; déjale con ellos. Y si no los hay, condúcelo a casa de un profesor, no por lo que le pueda enseñar, sino para que se halle junto a otros chicos y chicas de su edad, en ese mundo que es el suyo. ¿Nunca lo pensaste? Tú lees en mi corazón -repuso Siddharta-. A menudo lo pensé. Pero oye, ¿cómo puedo trasladarlo a ese mundo, si tiene débil el corazón? ¿No se volverá disoluto, no se perderá entre los placeres y el poder? ¿No repetirá los errores de su padre? ¿No se hundirá para siempre en el sansara? La sonrisa del barquero se iluminó. Suavemente oprimió el brazo de Siddharta y declaró: ¡Pregunta al río, amigo! ¡Escucha su risa! ¿Realmente crees que has cometido tú esas necedades para ahorrárselas a tu hijo? ¿Acaso puedes protegerlo contra el sansara? ¿Y cómo? ¿Con la doctrina, con oraciones, advertencias? Amigo, ¿has olvidado totalmente aquella historia, la del hijo de un brahmán, llamado Siddharta, que me contaste aquí mismo? ¿Quién ha protegido del sansara al samana Siddharta? ¿Quién del pecado, de la codicia, de la necedad? ¿Le pudo custodiar la piedad de su padre, las advertencias de los profesores, sus propios conocimientos, su propia búsqueda? ¿Qué padre o qué profesor han conseguido evitar que él mismo viva la vida, se ensucie con la existencia, se cargue de culpabilidad, beba el brebaje amargo, encuentre su camino? Amigo, ¿acaso crees que ese camino se lo podías ahorrar a alguien? ¿Quizás a tu hijo, porque le amas y desearías ahorrarle penas, dolor y desilusiones? Aunque te murieras diez veces por él, no conseguirías apartarle lo más mínimo de su destino. Jamás Vasudeva había gastado tantas palabras. Siddharta se lo agradeció amablemente; preocupado, regresó a la cabaña y durante mucho tiempo no logró conciliar el sueño. Vasudeva no le había dicho nada que antes no hubiera advertido y reflexionado. Pero era una idea que no podía poner en práctica; el amor hacia el muchacho era más fuerte que el conocimiento de la realidad, su cariño era más fuerte que el temor a perderlo. ¿Se había preocupado antes su corazón tan profundamente por algo? Jamás había amado a una persona tan ciegamente, nunca sufrió tanto por nadie, encontrándose feliz y desdichado a la vez. Siddharta no era capaz de seguir el consejo de su amigo: no podía abandonar a su hijo. Se dejó mandar y despreciar por el muchacho. Callaba y esperaba; diariamente empezaba la lucha silenciosa de la amabilidad, de la paciencia. También Vasudeva se callaba y esperaba, amable, sabio, indulgente. Ambos eran maestros en la paciencia. En una ocasión, como las facciones del muchacho le recordaran mucho a Kamala, Siddharta se vio obligado a pensar en una frase que le dijo Kamala una vez. Tú no sabes amar, le había manifestado. Y Siddharta le había dado la razón. Y entonces se comparó con una estrella, y a los humanos con las hojas secas que se desprenden de los árboles; mas a pesar de todo, Siddharta advirtió en aquella frase un reproche. Realmente, nunca había podido perderse ni entregarse totalmente a una persona; olvidarse de sí mismo y cometer necedades por amor a otro; no, jamás supo hacerlo y ésta -así se lo parecía- había sido la gran diferencia que le separaba de los pueriles humanos. No obstante, ahora, desde que tenía a su hijo, también Siddharta se había convertido en un ser humano: sufría por una persona ajena, la amaba, y perdido por su amor se había convertido en un necio. También Siddharta sentía ahora, por primera vez en su vida, aunque tarde, aquella pasión, la más fuerte y especial pasión; sufría por ella, penaba extraordinariamente, y sin embargo, a la vez experimentaba una felicidad, una renovación, una nueva riqueza. Se daba perfecta cuenta de que ese amor ciego hacia su hijo era una verdadera pasión; algo muy humano, un sansara, una fuente turbia, un agua oscura. A pesar de ello, a la vez sentía que le era valioso, necesario, como su propio ser. También se tenía que satisfacer aquel placer, también se tenían que probar esos dolores, también se debían cometer esas necedades. Mientras tanto, el hijo le dejaba cometer esas necedades, y consentía que se humillara diariamente ante sus caprichos. Ese padre no poseía nada que pudiera admirar el muchacho, nada que le hiciera temer. Era un buen hombre, bondadoso, amable, quizá piadoso, o un santo..., pero estas cualidades no podían convencer al joven. Le aburría ese padre que le encerraba en aquella miserable choza; se cansaba que a cada grosería suya le contestara con una sonrisa, a cada insulto con un gesto de amabilidad, a cada malicia con bondad. Eso era precisamente lo que más odiaba del viejo. El muchacho habría preferido que le amenazara, que le maltratase. Y llegó el día en que estallaron los sentimientos del joven Siddharta, y se dirigieron directamente contra su padre. Le había dado éste una orden de que recogiera leña. Pero el chico no salía de la choza; permaneció allí testarudo y furioso; pataleó, apretó los puños, y en pleno acceso arrojó todo su odio y desprecio a la cara del padre. ¡Busca tú mismo la leña! -le gritó excitado-. Yo no soy tu criado. Ya sé que no me pegas, que no te atreves; ya sé que con tu piedad y paciencia contínuamente me quieres castigar y seducir. ¡Deseas que sea como tú: piadoso, amable, sabio! Sin embargo, escúchame: ¡Prefiero ser un ladrón o un asesino e irme al infierno, antes que ser como tú! ¡Te odio! ¡No eres mi padre, aunque hayas sido diez veces el amante de mi madre! La ira y el disgusto le desbordaron, cien palabras funestas se lanzaron contra el padre. Seguidamente el muchacho desapareció corriendo y no regresó hasta la última hora del crepúsculo. Sin embargo, a la mañana siguiente, había desaparecido. Tampoco hallaron el pequeño cesto de mimbre de dos colores en el que los barqueros guardaban las monedas de plata y cobre que recibían, como paga de su trabajo. Igualmente se había perdido la barca. Siddharta la vio en la otra orilla del río. Su hijo se había escapado. Debo seguirle -se dijo Siddharta, que todavía temblaba por los insultos del muchacho, el día anterior-. Un niño no puede cruzar solo el bosque. Se perderá. Tendremos que construir un bote, Vasudeva, para llegar a la otra orilla. Haremos una lancha -contestó Vasudeva- para ir a buscar la barca que el joven se ha llevado. Pero a él deberías dejarle correr, amigo. Ya no es un niño, sabrá arreglárselas. El muchacho busca el camino de la ciudad, y tiene razón, no lo olvides. Hace lo que tú mismo has olvidado hacer. Se preocupa por sí mismo, sigue su camino. Siddharta, veo que sufres, pero son tormentos de los que uno puede reírse, y tú te burlarás de ellos muy pronto. Siddharta no contestó. Ya tenía el hacha entre las manos y empezó a construir un bote de bambú. Vasudeva le ayudaba para atar las cañas con cuerdas de hierbas. Entonces abandonaron la orilla, la corriente los llevó río abajo; en la otra ribera arrastraron el bote corriente arriba. ¿Para qué te has traído el hacha? -inquirió Siddharta. Vasudeva contesto: Podría ocurrir que el remo de nuestra embarcación se hubiera perdido. Sin embargo, Siddharta sabía lo que su amigo pensaba. Creía que el muchacho habría roto o arrojado el remo para vengarse, y a la vez impedir que le siguieran. Y, realmente, en la barca no había remo. Vasudeva señaló el suelo de la barca y fijó la mirada en su amigo con una sonrisa, como si quisiera decir: ¿No ves lo que tu hijo desea decirte? ¿No te das cuenta de que no quiere que le sigas? Pero no lo expuso con palabras. Tomó el hacha y empezó a cortar un nuevo remo. No obstante, Siddharta se despidió para ir a buscar al fugitivo. Vasudeva no se lo impidió. Cuando Siddharta llevaba ya mucho tiempo en el bosque, se dio cuenta de la inutilidad de la búsqueda. Pensó que el zagal ya se le habría adelantado mucho, llegando entonces a la ciudad, o bien, si todavía estaba en camino, se escondía de él. Al seguir reflexionando comprendió que realmente no se preocupaba de su hijo; en su interior tenía la certeza de que no le había sucedido nada y que en el bosque no le amenazaba ningún peligro. A pesar de ello, corría sin descanso, no ya para salvarle, sino sólo por el fuerte deseo de verle una vez más. Y así llegó hasta la ciudad. En la carretera ancha, cerca de la población, se detuvo ante la entrada del hermoso parque que antes fuera propiedad de Kamala, allí donde la vio por primera vez, sentada en su litera. Su alma despertó. De nuevo se vio allí de joven, un samana barbudo y desnudo, con el cabello polvoriento. Siddharta se quedó durante mucho tiempo ante la puerta y observó el interior del jardín. Pudo ver allí monjes de hábito amarillo paseándose bajo los frondosos árboles. Permaneció en el mismo lugar un buen rato; pensó, recordó la imagen, escuchó la historia de su vida. Mucho tiempo contempló a los monjes, pero viendo a los jóvenes Siddharta y Kamala bajo los altos árboles. Con claridad observó cómo Kamala le entregaba el primer beso; vio a Siddharta que sentía desprecio y orgullo por su antigua vida de brahmán, y buscaba afanosamente y con vanidad la vida mundana. También pudo percibir a Kamaswami, a los criados, vio las fiestas, los jugadores de dados, los músicos; sintió que el pájaro de Kamala vivía otra vez, respiró el sansara, volvióse a encontrar viejo y cansado, hastiado, deseoso de suicidarse. Y por segunda vez le salvó el Om. Después de permanecer junto a la puerta del parque, Siddharta comprendió que era necio el deseo que le había conducido hasta aquel lugar: no podía ayudar a su hijo, no debía atarse a su hijo. Dentro de su corazón sentía el profundo amor hacia el muchacho, como si se tratara de una herida; pero, a la vez, esa herida no era dolorosa, sino que se convertiría en una brillante flor. Se puso triste porque hasta entonces aún no había brotado la flor, ni siquiera brillaba. Ahora tan sólo existía el vacío en aquel mismo lugar en el que había ido a buscar a su hijo. Se sentó tristemente, experimentó como si algo muriese en su corazón; un vacío, una desilusión, una falta de objetivo. Se encontraba allí ensimismado, esperando. Lo había aprendido del río: aguardar, tener paciencia, escuchar. Y se hallaba allí, contemplando el polvo del camino, atendiendo a su corazón triste y cansado: esperaba la voz. Durante muchas horas permaneció aguardando; ya no podía ver ninguna imagen, estaba hundido en el vacío, se hundía sin ver el camino. Y cuando sentía el dolor de la herida, hablaba en silencio con el Om, se llenaba del Om. Los monjes del jardín le vieron; al notar que se quedaba allí durante horas y horas y que en su cabello gris se depositaba el polvo, uno de ellos se le acercó y le colocó a su lado dos frutos del bananero. El anciano no los vio. Una mano que tocó su hombro le despertó del sueño. Inmediatamente reconoció aquel contacto cariñoso; avergonzado volvió en sí. Se levantó y saludó a Vasudeva, que le había seguido a distancia. Al ver la cara cordial de Vasudeva, con sus ojos serenos, arrugados por la sonrisa, también sonrió Siddharta. Ahora advirtió los frutos del bananero; los levantó, dio uno al barquero y se comió el otro. En silencio regresó con Vasudeva al bosque, a la barca. Ninguno de los dos habló sobre lo sucedido, nunca más nombraron al muchacho; jamás se mencionó la fuga, en ningún momento se renovó la herida. Al llegar a la cabaña, Siddharta se tendió encima del lecho. Poco después, Vasudeva se le acercó para ofrecerle una copa de leche de coco, pero Siddharta ya dormía. |
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