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Alfonso Hernández Catá en AlbaLearning

Hanns Heinz Ewers

"La araña"

Sección 5

Biografía de Hanns Heinz Ewers en Wikipedia

 
 

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La araña

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La araña
 

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Jueves, 17 de marzo.
Me encuentro en un notable estado de excitación. Ya no hablo con nadie; apenas doy los buenos días a la señora Dubonnet o al mozo. Ni siquiera me tomo el tiempo para comer; ya sólo quiero sentarme frente a la ventana y jugar con ella. Es un juego inquietante; realmente lo es. Y tengo el presentimiento de que mañana sucederá algo.

Viernes, 18 de marzo.
Sí, sí, tiene que ocurrir hoy. Me digo a mí mismo -bien alto, para oír mi voz- que para eso estoy aquí. Pero lo malo es que tengo miedo. Y ese miedo de que me pueda ocurrir en esta habitación lo mismo que a mis predecesores se confunde curiosamente con el otro miedo: el miedo a Clarimonde. Apenas puedo separarlos. Tengo miedo. Quisiera gritar.

Seis de la tarde del mismo día.
Rápidamente, unas pocas palabras, con el sombrero y el abrigo puestos. Cuando dieron las cinco mi fortaleza me había abandonado. ¡Oh!, ahora sé con toda seguridad que esta sexta hora de la tarde del penúltimo día de la semana es bastante extraña... Ahora ya no me río del truco que le hice al comisario. He estado sentado en el sillón y me he aferrado a él con fuerza. Pero algo me arrastraba, tiraba materialmente de mí hacia la ventana... y otra vez surgió ese horrible miedo a la ventana. Los vi allí colgados. Al viajante de comercio suizo, grandote, de recio cuello y con barba de dos días. Y al esbelto artista. Y al sargento, bajo y fuerte. A los tres los vi, uno tras otro. Y luego los vi juntos en el mismo gancho, con las bocas abiertas y las lenguas fuera. Y luego me vi a mí mismo entre ellos. ¡Oh, este miedo! Sentí que era tan grande el temor que experimentaba hacia Clarimonde como el que me causaban el dintel de la ventana o el espantoso gancho. Que me perdone, pero es así. En mi vergonzoso terror, siempre la mezclaba a ella con las imágenes de los otros tres, colgando de la ventana, con las piernas arrastrando por el suelo.

La verdad es que en ningún momento sentí deseos o impaciencia por ahorcarme; tampoco tenía miedo de desearlo... No, tan sólo tenía miedo de la ventana... y de Clarimonde.... de algo terrorífico, incierto, que debía ocurrir ahora. Aun así, sentía el ardiente e invencible deseo de levantarme y acercarme a la ventana. Y tenía que hacerlo... En ese momento sonó el teléfono. Cogí el auricular y, antes de que pudiera oír una sola palabra, grité: «¡Venga! Fue como si ese estridente grito hubiera hecho desaparecer al instante todas las sombras por entre las grietas del pavimento. De repente me tranquilicé. Me sequé el sudor de la frente y bebí un vaso de agua; después reflexioné sobre lo que diría al comisario cuando llegara. Finalmente me acerqué a la ventana, saludé y sonreí. Y Clarimonde saludó y sonrió. Cinco minutos más tarde, el comisario estaba conmigo. Le dije que por fin había llegado al fondo del asunto y le rogué que por el momento no me hiciera preguntas, que pronto estaría en condiciones de poder hacerle una singular revelación. Lo extraño de todo es que, mientras le mentía, estaba completamente seguro de decirle la verdad. Y aún lo creo... pese a la falta de toda evidencia.

Probablemente advirtió mi singular estado de ánimo. Sobre todo cuando me excusé por mi grito de terror e intenté balbucear una explicación lo más razonable posible... sin que pudiera encontrar las palabras. Muy amablemente me sugirió que no necesitaba preocuparme por él; que estaba a mi disposición; que era su deber; que prefería realizar una docena de viajes inútiles a hacerse esperar una sola vez cuando fuera realmente necesario. Luego me invitó a salir con él aquella noche; eso me distraería; no era bueno que estuviera tanto tiempo solo. He aceptado, aunque me resultaba difícil: no me gusta separarme de esta habitación.

Sábado, 19 de marzo.
Estuvimos en el Gaieté Rochechouart, en el Cigale y en el Lune Rousee. El comisario tenía razón. Fue bueno para mí salir de aquí y respirar otra atmósfera. Al principio me sentí incómodo, como si estuviera haciendo algo malo, como si fuera un desertor que hubiera abandonado su bandera. Pero luego esa sensación desapareció; bebimos mucho, reímos y charlamos. Cuando me asomé a la ventana esta mañana me pareció leer un reproche en la mirada de Clarimonde. Aunque quizá sólo fue una apreciación mía. ¿Cómo podía saber ella que yo había salido la pasada noche? De cualquier forma, aquello no duró más que un segundo, pues al instante sonrió de nuevo.

Domingo, 29 de marzo.
Hoy sólo puedo repetir lo que escribí ayer: hemos jugado todo el día.

Lunes, 21 de marzo.
Hemos jugado todo el día.

Martes, 22 de marzo.
Sí, y eso es lo que hemos hecho también hoy. Y ninguna otra cosa. A veces me pregunto ¿para qué?, ¿por qué? 0 bien, ¿qué es lo que quiero en realidad?, ¿adónde me lleva todo esto? Pero no me contesto. Pues lo más seguro es que no desee otra cosa. Y que lo que sucederá más adelante es lo único que anhelo. Por supuesto que en todos estos días no nos hemos dicho ni una sola palabra. Algunas veces hemos movido los labios; otras, simplemente nos hemos mirado. Pero nos hemos entendido muy bien. Tenía yo razón: Clarimonde me reprochaba el haberme ido el pasado viernes. Después le pedí perdón y le dije que reconocía que había sido tonto y poco amable. Me ha perdonado y yo le he prometido que nunca más abandonaré esta ventana. Y nos hemos besado: hemos apretado los labios contra los cristales durante mucho tiempo.

Miércoles, 23 de marzo.
Ahora sé que la amo. Así debe ser, estoy impregnado de ella hasta la última fibra. Es posible que el amor sea distinto en otras personas. Pero ¿existe, acaso, una cabeza, una oreja, una mano, igual a otra entre miles de millones? Todas son distintas. Por eso no puede haber un amor igual a otro. Mi amor es extraño, eso bien lo sé. Pero ¿es por eso menos hermoso? Casi soy feliz con este amor. ¡Si no fuera por ese miedo! A veces se adormece y entonces lo olvido. Pero sólo durante unos pocos minutos; luego despierta de nuevo y se aferra a mí. Es como una pobre ratita que luchase contra una enorme y fascinante serpiente para librarse de su poderoso abrazo. ¡Espera un poco, pobre y pequeño miedo, pues ya pronto te devorará este gran amor!

Jueves, 24 de marzo.
He hecho un descubrimiento: no juego yo con Clarimonde..., es ella la que juega conmigo. Sucedió de este modo: Anoche, como de costumbre, pensaba en nuestro juego. Escribí algunas complicadas series de movimientos, con los que pensaba sorprenderla esta mañana; cada movimiento tenía asignado un número. Los practiqué, para poder ejecutarlos lo más rápidamente posible, primero en orden y después hacia atrás. Luego solamente los números pares seguidos de los impares. Después sólo los primeros y últimos movimientos de cada una de las cinco series. Era algo complicado, pero me producía gran satisfacción porque me acercaba más a Clarimonde, pese a no poder verla. Practiqué durante horas y al final los hacía con la precisión de un reloj. Por fin, esta mañana me acerqué a la ventana. Nos saludamos. Entonces empezó el juego. Hacia delante, hacia atrás.... era increíble lo rápidamente que me entendía; repetía casi instantáneamente todo lo que yo hacía.

Entonces llamaron a la puerta: era el mozo que me traía las botas. Las cogí. Cuando regresaba a la ventana reparé en la hoja de papel en la que había anotado mis series. Y entonces me di cuenta de que no había ejecutado ni uno solo de esos movimientos. Estuve a punto de tambalearme; me sujeté al respaldo del sillón y me dejé caer en él. No lo podía creer. Leí la hoja una y otra vez. La verdad es que había ejecutado en la ventana una serie de movimientos.... pero ninguno de los míos. Y una vez más tuve la sensación de que una puerta se abría..., su puerta. Estoy de pie ante ella y miro a su interior ... ; nada, nada..., tan sólo esa oscuridad vacía. Entonces supe que si me marchaba en ese momento, estaría salvado. Y comprendí perfectamente que podía irme. Sin embargo, no me fui. Y no lo hice porque tenía el presentimiento de que estaba a punto de descubrir el misterio. París... ¡iba a conquistar París! Durante unos momentos París era más fuerte que Clarimonde.

¡Ay! Pero ahora ya casi no pienso en ello. Sólo siento mi amor y dentro de él ese miedo callado y voluptuoso. Pero en aquel momento eso me dio fuerzas. Leí de nuevo mi primera serie y grabé en mi mente con exactitud cada uno de sus movimientos. Luego volví a la ventana. Me fijé bien en lo que hacía: ni uno solo de los movimientos estaba entre los que me proponía ejecutar. Decidí entonces tocarme la nariz con el dedo índice. Pero besé el cristal. Quise tamborilear sobre el alféizar de la ventana, pero me pasé la mano por el cabello. Así, pues, era cierto: Clarimonde no imitaba lo que yo hacía; era más bien yo quien hacía lo que ella indicaba. Y lo hacía con la celeridad del relámpago y casi tan instantáneamente que incluso ahora me parece como si lo hubiera hecho por mi propia voluntad. Y soy yo, yo, que estaba tan orgulloso de haber influido en sus pensamientos, el que estoy total y completamente dominado. Sólo que... este dominio es tan suave, tan ligero... ¡Oh! No hay nada que pudiera hacerme tanto bien.

Todavía lo intenté otra vez. Metí ambas manos en los bolsillos y decidí firmemente no moverlas de ellos. La miré. Vi cómo levantaba la mano, cómo sonreía y cómo me recriminaba suavemente con el dedo índice. No me moví. Sentía que mi mano derecha quería salir del bolsillo, pero clavé profundamente los dedos en el forro. Seguidamente, pasados unos minutos, mis dedos se relajaron..., la mano salió del bolsillo y el brazo se elevó. La reprendí con el dedo y sonreí. Era como si no fuera yo el que hacía esas cosas, sino un extraño al que observaba. No, no, no era eso. Yo, era yo quien lo hacía... en tanto que un extraño me observaba a mí. Precisamente era ese extraño, tan fuerte, el que intentaba hacer un gran descubrimiento. Pero ése no era yo. Yo..., ¿y a mí qué me importa ya el descubrimiento? Estoy aquí para hacer lo que quiera ella, Clarimonde, a la que amo con delicioso terror.

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