Se había ocultado el sol. En el puerto, las
canciones de los pescadores tremolaban lentas, desfalleciendo hasta morir a lo largo del
mar, en la quietud misteriosa y trágica. El
crepúsculo descendía de los montes, poniendo
en las aguas un color cenizoso. Una neblina
sutil era corona en las altas cúspides y velo
en la lejanía azul. Hacia el pueblo brillaban
algunas luces indecisas.
Un hombre se destacó en el muelle, gritando:
— ¡Un botero!
Y no recibiendo respuesta, tornó a gritar:
— ¡Una lancha por una hora!
El bote se acercó lentamente, guiado por
un hombre fornido, quien, cuando llegó a
tierra, llamó a un rapaz para servirse de su
ayuda. Los paseantes querían merendar fuera del puerto, pasada la barra. No le consintieron al muchacho llevar hasta la embarcación el cesto de las provisiones.
— ¡Abre!
El chico se apoyó en el malecón hasta desatracar la barca; luego, sentándose, empezó a bogar.
—¡Cía!
Viraron poniendo la proa en la dirección
del canal. El patrón, acompasando la maniobra con movimiento de su intonsa cabeza,
aún ordenó al chico:
—¡Avante!
Y los remos, aleteando unánimes, imprimieron al bote una marcha suave y rápida.
En el pueblo, donde la falta de comodidades no permitía colonia veraniega, todos conocían a los señoritos. Estaban alli hacía dos
meses, y nadie sabía su residencia habitual.
Componía la familia un matrimonio con una
hija enferma, a quien jamás se había visto.
Sus padres la cuidaban celosamente. Vivían
acariciados de comodidades, pero con una sola criada, tomada al servicio en uno de los
pueblos del tránsito.
Dijo el botero:
—¿Cómo está la salud de la señorita?
— Mejor; gracias.
La mujer preguntó, afectando inocente curiosidad:
—Pasada la barra, ¿hay mucho fondo?
— Mucho, señorita.
Y callaron. Los estrobos chirriaban monorrítmicamente. Sentados en las bancadas
de popa, los señoritos hablaban en voz baja:
—Es preciso. Es el único medio de salvar
la honra. El que huyó antes no vendrá a
preguntar nada...
El hombre, abatida sobre el pecho la cabeza, meditaba. Ella insinuó:
— ¿Consentirás sufrir tamaña vergüenza?
— Tienes razón.
—Lo principal está consumado. Nada debemos temer. Con serenidad... ¿Calculaste
bien el peso?
De afuera llegaba viento frío. El agua se
rizaba con ondulaciones más violentas. Las olas se perseguían hasta chocar contra los
peñascos, donde se alzaban sonoras, vestidas
de espumas. Sobre el fondo pardo de las colinas desvanecíase la nota blanca de las casas diseminadas en ellas. Fundíase en un
tono rojo la amplia gama de verdes que acusaban los bosques, los pinares, los pequeños
huertos. Las gaviotas recortaban en el azul
su candidez rauda; de vez en vez, alguna turbaba el vuelo majestuoso, descendía y tornaba a elevarse, llevando en el pico un despojo argentado y sangriento. Un faro destelló
súbitamente alumbrando hasta gran distancia. Interrogó el chiquillo:
— ¿Más allá, señoritos?
— Sí, un poco más.
Marcharon breve rato, la mujer dijo en
tono quedo al oído de su esposo:
— Ahora — y en voz alta, ligeramente enronquecida — . Aquí ya podemos merendar;
abre la cesta.
Su mirada fulgía trágica en la sombra. En
un silencio henchido de presagios fúnebres,
percibióse el jadear del viejo y del muchacho inclinados sobre los remos. El señor levantó
el canasto, apoyóle en la borda y fingiendo
un traspiés, lo dejó caer al mar, donde se
hundió con un sonido en el que dominaba la
ele.
— ¿Qué ha sucedido?
—La cesta.
— ¿Se ha caído la cesta?— interrogó el botero.—¡Cía, chico!
— Tal vez se haya sumergido. ¡Tenía tanto
peso!
— Sería muy difícil encontrarla.
— Se está picando la mar.
— ¿Es aquí donde hay tanto fondo?
—¿Aquí? Lo menos veinte brazas.
— ¿Y no es mucho?
— Mucho; sí, señora.
— Será mejor volvernos a tierra. ¡Buena
tarde!
— Cuando usted quiera, caballero.
Aún la mujer volvió a mirar atrás. El regreso fue difícil, el viento batía la proa, debilitando el esfuerzo de los remeros. Durante
el trayecto no hablaron nada, y cual si temiesen mirarse, distrajeron la vista en la
fosforescencia que los remos arrancaban al
mar. En la monotonía negra de las casas reflejándose invertidas, detonaba el cabrilleo
áureo de algunas luces. El muelle avanzaba
su mole férrea, sostenida por erectos pilares;
éstos parecían en el agua haber perdido su
resistencia y culebreaban flácidos, cual si
fueran a ceder al peso.
Desembarcaron. El caballero regateó el
precio exigido por el patrón.
— Es muy caro; ha sido una tarde desgraciada.
Llegaron a la quinta. Era domingo y la
criada no había vuelto aún. Abrieron el
cuarto de la enferma cerrado con llave. Sobre
la albura del lecho mostraba la paciente su
lividez. Interrogó con una mirada a sus padres. Ellos nada dijeron. En la almohada una tenue huella acusaba un sitio vacío. |