Es una tertulia «daurevillesca» reunida
bajo la fronda de un paseo. Lejanamente, entre los arabescos de hojas, algunos arcos voltaicos fingen lunas trémulas. Todas las caras
dicen aburrimiento. Al fin, alguien insinúa
una conversación escabrosa, y las miradas
adormidas tornan a fulgir. Se habla de sucesos raros, de la lógica de los hechos absurdos, de perversiones refinadas, de complicaciones eróticas. Un hombre apasionado hacia
las uñas, solamente hacia las uñas de una
mujer; exquisitas monstruosidades llevadas
a acción por niñas núbiles; extraños vicios
esotéricos; el bello crimen perpetrado por un
artista loco, quien, creyendo hallar gran semejanza entre la Venus de Milo y su amante,
cercenó a ésta con un hacha los brazos, para
dar al parecido exactitud. De pronto Raúl Ginarosa, el ameno conversador, pide venia
para narrar una rara historia de maleficio, y,
ya concedida, se retrepana en el asiento y
comienza así:
— Aun cuando los casos de vampirismo
son harto frecuentes para que uno añadido a
la lista sorprenda la atención, las extrañas
sombrías circunstancias envolvedoras de
éste cautivan por misteriosa manera, llevando al ánimo de cuantos lo conocen una inquietud grata y penosa. El hecho fue de este
modo: Nadie en el pueblo conocía el pasado
del viejo; tras de las tapias del jardín que rodeaba la casa no penetró nunca la curiosidad
de la gente. Fue inútil interrogar a los criados; sus pláticas eran siempre someras y las
desorientaban con habilidad. El viejo jamás
entabló charla con ninguno. Hacía una vida
misteriosamente metódica: dos tardes en la
semana salía a gozar un largo paseo; los domingos no iba a la iglesia; apenas si contes taba con leve inclinación de cabeza los saludos ceremoniosos de los campesinos. ¿Quién
trajo al pueblo la noticia de un pasado perverso y borrascoso? ¿Fue hija de algún suceso conocido, o de la fantasía popular aci calada por la curiosidad no satisfecha? Nadie
pudo precisar el origen; pero todos pudieron
oiría. El viejo había tenido antaño dos mujeres, y ambas, en muy corto lapso de tiempo,
fenecieron víctimas de una enfermedad desconocida. También se habló con vaguedad
de una remota historia en la cual las frases
corrupción, sadismo y degeneración ocupa ban un lugar impreciso, que hacían muchas
veces punibles la malevolencia del contraste.
Al principio, los periódicos acogieron veladamente los rumores; luego, el tiempo fue
adormeciendo la curiosidad, y el misterio
dejó de ser o de parecerlo, porque no hay
misterio cotidiano.
Al comenzar la primavera, el pueblo supo
por los criados la enfermedad del viejo y la
pronta llegada de su sobrina, a cuyos cuida dos prometíase recobrar la salud. Una tarde
el anciano sirviente fue a la posada un mo mento antes de percibirse allá, en el punto
llejano del camino, la polvareda levantada por el rápido trotar de las mulas... Sonaron jacarosas las colleras; restalló imperativa la
fusta del mayoral, y cuando se detuvo el coche, bajóse de él la sobrina del viejo; habló
con el servidor breves instantes, y ambos
aballaron por la vereda que guiaba a la quinta. Bajo el porche de la posada, los labriegos,
absortos, hacían comentarios:
—Buena es la sobrina del señor.
— Fresca como flor en mañana... y guapa
y sanita..., nadie la creería de ciudad.
— ¡No ha buscado mala enfermera!
Y reían, reían largamente, suspicaces.
El viejo sanó pronto. Sus paseos fueron
más frecuentes. Solíasele ver apoyado en el
brazo de su sobrina; iban hasta las estribaciones del monte, regresando al iniciarse el
crepúsculo. Así pasó algún tiempo; retoños
en los árboles, ramas verdes, frutos maduros, luego hojas secas arrastradas entre el
polvo de los caminos por los cierzos de Octubre... Entonces todos notaron que la sobrina del viejo enflaquecía, que se marchitaba. ¿Dónde estaban las rosas de sus mejilias y el triunfo carmesí de sus labios? Parecía otra. Grandes ojeras moradas circuían
sus ojos; su andar era lento y grave; toda ella
mostrábase casi transparente y azul. Cuando,
al retornar del paseo, se encontraban con un
grupo de campesinos, luego de cruzarse, las
mujeres se volvían a mirar, diciendo compasivamente:
— ¡Pobre señorita, se seca!
Y se secaba, se secaba. Los cirios de Noviembre alumbraron sus últimos días. En un
iargo atardecer otoñal, al fin de una espadañada de sangre, se vidriaron sus ojos y se
abatió inerte la cabeza. ¡Pobre! Sobre el lecho mortuorio albeaba la alianza de sus manos exangües, y eran otras flores entre las
azucenas y los lirios.
Entonces fue cuando resurgieron con nue vo vigor aquellas historias nebulosas, y el
pueblo, olfateando un crimen, quiso tomar
en el viejo venganza. Fue precisa la intervención de las autoridades, y médicos forenses se dispusieron a practicar la autopsia.
Pero antes el viejo, a quien todos juzgaron loco porque pasó el día llorando, envuelto el
rostro en una camisa de la muerta, se suicidó, disparándose un tiro en el pecho.
— ¿Y cuál fue el resultado de la autopsia?
— interrogaron a la vez todos los contertulios.
Raúl, gozándose en retardar la tensión del
mterés engendrado por su historia, sonriendo
equívocamente, dijo al fin:
—La niña no había sufrido nada en su virginidad... No obstante... El estudio antropométrico del suicida acusó: el mentón, saliente; los belfos finos; las aletas de la nariz, vibrátiles, y el pabellón auricular, levantado. |