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Música: Adagio de Secret Garden |
Una mujer soñadora |
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«SUICIDIO DE UN POETA» «El señor Robert Trewe, que durante los últimos años ha venido recibiendo un trato de favor por parte de la crítica, hasta el punto de haber sido considerado uno de nuestros más prometedores poetas líricos, se suicidó la noche del pasado sábado, en su domicilio de Solentsea, disparándose un tiro de revólver en la sien derecha. No es necesario recordar a los lectores que el señor Trewe ha llamado recientemente la atención de un público mucho más numeroso del que hasta entonces le conocía gracias a la aparición de su nuevo libro de poesía (muy apasionada por lo general) titulado Poemas a una mujer desconocida, que ya ha sido comentado favorablemente en estas páginas por la extraordinaria gama de sentimientos que lo atraviesa, y que ha sido objeto de una severa (si no feroz) crítica por parte de la Revista... Se supone, aunque no se sabe con certeza, que este artículo puede —parcialmente— haber conducido al poeta a cometer tan triste acción, ya que se encontró un ejemplar del número de la revista en cuestión encima de su mesa de trabajo; y se había observado que, desde que apareció la crítica, se encontraba en un estado de absoluta depresión mental.» Después venía el informe de la pesquisa judicial, en la que se había leído la siguiente carta dirigida a un amigo que vivía en otra ciudad: «Querido...: R. Trewe.» Ellen permaneció un rato sentada, como si le hubieran dado un golpe, y luego corrió a la habitación contigua y se echó sobre la cama cubriéndose la cara con las manos. El dolor y la desesperación la destrozaron, y permaneció echada, en medio de aquella frenética tristeza, durante más de una hora. Palabras entrecortadas salían de vez en cuando de sus temblorosos labios: —Oh, si tan sólo hubiera sabido de mi existencia... de mi existencia... ¡de mí!... Oh, si tan sólo lo hubiera visto una vez... sólo una vez... le habría puesto la mano sobre su frente ardiente... le habría besado... le habría hecho saber cómo le amo... ¡que por él habría soportado la vergüenza y el desdén, por él habría vivido y muerto! ¡Tal vez hubiera podido salvar su preciosa vida!... Pero no... ¡no nos estaba permitido! Dios es un Dios celoso... ¡y la dicha no era para nosotros! ¡No era para él, y tampoco era para mí! Ya no habría más oportunidades; el encuentro había quedado definitivamente frustrado. Pero, incluso ahora, Ellen casi lo veía en su imaginación, aunque ya nunca pudiera realizarse. El momento que pudo haber llegado y no llegó, El que el corazón de hombre y mujer imaginó y sintió; La vida, ya, les ha sido arrebatada. Le escribió una carta a la casera de Solentsea como si fuera una tercera persona y en el estilo más llano de que fue capaz; le adjuntaba una orden postal de pago de un soberano, y le decía, a la señora Hooper, que la señora Marchmill se había enterado por los periódicos de la triste noticia de la muerte del poeta, y que, como había sentido gran interés por el señor Trewe —la señora Hooper ya lo sabía— durante su estancia en la Mansión Coburg, le estaría infinitamente agradecida si le pudiera conseguir un pequeño mechón del cabello del difunto, antes de que cerraran el ataúd, y se lo mandara como recuerdo, así como la fotografía del marco. Recibió, a vuelta de correo, una carta con lo que había pedido. Ellen lloró sobre el retrato y lo guardó, bajo llave, en su cajón particular; el mechón de pelo lo ató a una cinta blanca y se lo colgó del pecho. De vez en cuando le daba un suave tirón y lo besaba, en algún rincón oculto. —¿Qué pasa? —le dijo su marido una de estas veces al tiempo que levantaba la vista del periódico—. ¿Estás llorando por algo? ¿Un mechón de pelo? ¿De quién es? —¡Está muerto! —susurró ella. —¿Quién? —¡No quiero decírtelo de momento, Will, a no ser que insistas. —dijo ella arrastrando la voz en un sollozo. —Oh, bueno. —¿Te molesta mi negativa? Algún día te lo diré. —Por supuesto, no tiene la menor importancia. Will se marchó silbando los compases de ninguna melodía en particular, pero, al llegar a la fábrica que tenía en la ciudad, el asunto volvió a rondarle la cabeza. El también sabía que recientemente un suicidio había tenido lugar en la casa de Solentsea que habían ocupado. Recordó haber visto últimamente el libro de poemas en manos de su esposa y haber oído fragmentos de las conversaciones de la casera acerca de Trewe cuando habían sido inquilinos suyos, y, acto seguido, se dijo: «¡Pues claro, es él!... ¿Cómo diablos lograría Ellen conocerle? ¡Qué animales tan astutos son las mujeres!» Luego, tranquilamente, se olvidó del asunto y prosiguió con su quehacer cotidiano. Mientras tanto Ellen, en casa, había tomado una determinación. La señora Hooper, al enviarle el pelo y la fotografía, le había comunicado el día en que iba a tener lugar el responso; y a medida que la mañana y el mediodía avanzaban lentamente, un deseo irresistible por saber dónde iban a enterrar a Trewe se apoderó de la impresionable mujer. Importándole muy poco ya lo que su marido o cualquier otra persona pudiera pensar de sus excentricidades, le dejó a Marchmill una breve nota diciéndole que la habían llamado y que estaría fuera toda la tarde y toda la noche, pero que volvería a la mañana siguiente. La dejó sobre el escritorio de su marido y, tras decirles lo mismo a los criados, salió de casa, a pie. Cuando el señor Marchmill llegó después de comer, los criados parecían inquietos. La nodriza le hizo un aparte privado y le vino a decir que la señora había estado tan triste durante los últimos días que temía que hubiera ido a ahogarse al río. Marchmill reflexionó. Y llegó a la conclusión de que era muy improbable que hubiera hecho tal cosa. Les dijo a los criados que no le esperaran levantados y, sin decir dónde iba, se fue también. Fue a la estación del ferrocarril y sacó un billete para Solentsea. Era ya de noche cuando llegó al lugar, a pesar de que había hecho el viaje en un tren rápido; pero sabía que si su mujer había llegado antes que él sólo podría haber venido en un tren más lento, que llegaba muy poco antes que el suyo. La temporada había terminado ya en Solentsea: el paseo estaba a oscuras y había pocos cabriolés (y los que había eran de los más baratos). Preguntó por dónde se iba al cementerio y pronto se encontró allí. Ya habían cerrado las puertas, pero el guardián le dejó pasar, asegurándole, sin embargo, que no había nadie dentro del recinto. Aunque no era muy tarde, la oscuridad otoñal se había hecho ya intensa, y Marchmill tuvo ciertas dificultades para no salirse de la sinuosa vereda que conducía a la zona en la cual, según le había dicho el hombre, habían tenido lugar los dos o tres enterramientos de aquel día. Will se metió en la hierba y, tropezando con algunas estacas que había en el suelo, iba agachándose, de vez en cuando, para ver si podía divisar alguna figura dibujada contra el cielo. No pudo ver nada; pero, al llegar a un lugar en el que la hierba estaba pisoteada, discernió un bulto, agazapado, al lado de una tumba recién erigida. Ellen le oyó y se puso en pie de un salto. —¡Ellen, esto es ridículo! —dijo Marchmill con indignación—. Huir de casa... ¡nunca había visto nada igual! Por supuesto que no es que tenga celos de ese desgraciado; pero que tú, una mujer casada, con tres hijos y un cuarto en camino, pierdas así la cabeza por un hombre muerto es demasiado ridículo... ¿Sabes que te habías quedado encerrada? ¡Igual no hubieras podido salir en toda la noche! Ellen no respondió. —Espero por tu propio bien que la cosa no llegara muy lejos entre tú y él. —No me insultes, Will. —Entérate, no quiero más escenas de este tipo, ¿me oyes? —Muy bien —dijo ella. Will la cogió de un brazo y la condujo fuera del cementerio. Regresar aquella misma noche era imposible, y, como no quería que nadie los reconociera en su actual y lamentable estado, Marchmill se la llevó a un pequeño y miserable café que había cerca de la estación, desde donde partieron al día siguiente muy de mañana; hicieron el viaje casi sin hablarse, con la sensación de que aquella era una de esas horribles situaciones que se dan en las vidas de los matrimonios y que las palabras no pueden arreglar. Llegaron a casa a mediodía. Pasaron los meses y ninguno de los dos se atrevió nunca a iniciar una conversación acerca de este episodio. Ellen estaba triste y absorta con demasiada frecuencia: en un estado que casi se podría llamar de postración. El momento en que tendría que sufrir por cuarta vez la tensión de un parto se iba acercando, y aquello, aparentemente, no servía para animarla. —¡Creo que esta vez no lo sobreviviré! —dijo un día Ellen. —¡Bah! ¡Qué presentimiento tan pueril! ¿Por qué no ha de salir todo esta vez igual de bien que siempre? Ellen negó con la cabeza. —Siento, casi con absoluta certeza, que me voy a morir; y me alegraría de ello si no fuera por Nelly, Frank y Tiny. —¿Y por mí? —Tú encontrarás pronto a alguien que ocupe mi lugar —susurró ella con una triste sonrisa—. Y tendrás perfecto derecho a ello; eso te lo aseguro. —Ellen, no estarás todavía pensando en ese... amigo poeta tuyo, ¿verdad? Ella no admitió ni negó la acusación. —Esta vez no lo voy a sobrevivir —repitió—. Algo me dice que no lo haré. Esta visión de las cosas era un comienzo bastante malo, como suele ser en estos casos, y, de hecho, seis semanas después, en el mes de mayo, Ellen yacía en la cama sin pulso y pálida, sin apenas fuerza suficiente para enlazar un débil suspiro con el siguiente, mientras el niño por cuya innecesaria vida ella se estaba despidiendo de la suya estaba fuerte y sano. Justo antes de morir le dijo suavemente a Marchmill: —Will, quiero confesarte todas las circunstancias de aquella... ya sabes a qué me refiero... de aquella vez que estuvimos en Solentsea. No puedo explicarte qué fue lo que se adueñó de mí... ¡cómo pude olvidarme así de ti, marido mío! Pero había llegado a un estado verdaderamente mórbido: pensaba que te habías portado mal; que me habías descuidado; que intelectualmente no estabas a mi altura, mientras que él ... lo estaba, y a una altura mucho mayor. Tal vez, más que otro amor, lo que yo quería era alguien que supiera apreciar mejor mis... No pudo continuar por agotamiento, y unas horas después, tras una súbita recaída, murió sin haberle dicho a su marido nada más acerca de su amor por el poeta. A William Marchmill, en realidad —como a la mayoría de los maridos que llevan casados varios años—, los celos retrospectivos le importaban muy poco, y no había demostrado el menor interés en presionar a Ellen para que le hiciera confesiones referentes a un hombre muerto que ya no podría importunarle nunca más. Pero cuando Ellen llevaba ya enterrada un par de años, ocurrió que, un día, al revolver entre algunos papeles olvidados que quería destruir antes de que su segunda esposa entrara en la casa, William encontró por casualidad un mechón de cabellos, metido dentro de un sobre, junto con la fotografía del poeta muerto; detrás había escrita, con la letra de su difunta esposa, una fecha. Era la de la temporada que habían pasado en Solentsea. Marchmill contempló pensativamente y durante largo rato el cabello y el retrato, pues había algo que le llamaba la atención. Cogió al niño que había provocado la muerte de su madre —ahora, ya, un ruidoso chiquillo—, lo sentó sobre sus rodillas, sostuvo el mechón de pelo junto a la cabeza de la criatura y puso la fotografía, de pie, encima de la mesa que había detrás, a fin de comparar cuidadosamente las facciones de cada rostro. Por una conocida pero inexplicable ironía de la naturaleza, era indudable que en el niño había rasgos fuertemente parecidos a los del hombre que Ellen nunca había visto; la peculiar y soñadora expresión del semblante del poeta estaba presente, como una idea transmitida, en el del niño, y el pelo era del mismo color. —¡Maldita sea si no se me ocurrió antes! —murmuró Marchmill—. ¡De modo que entonces sí que me engañó con aquel tipo de Solentsea! Vamos a ver: las fechas... la segunda semana de agosto... la tercera semana de mayo... Sí... sí... ¡Largo de aquí, pequeño mocoso! ¡No significas nada para mí!
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