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Thomas Hardy en AlbaLearning

Thomas Hardy

"Una mujer soñadora"

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Biografía de Thomas Hardy en Wikipedia

 
 
 
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Una mujer soñadora
OBRAS DEL AUTOR
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La historia de un hombre supersticioso
Una mujer soñadora
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The superstitious man's story
An imaginative woman
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La historia de un hombre supersticioso - The superstitious man's story

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El negocio del señor Marchmill estaba prosperando, y él y su familia vivían en una casa nueva y grande que estaba situada en un terreno bastante extenso, a unas cuantas millas de la ciudad del interior en que él tenía su trabajo. La vida de Ellen allí era solitaria, tanto como puede serlo la vida de las zonas residenciales, especialmente en ciertas épocas del año; y tenía tiempo de sobra para cultivar su afición por las composiciones líricas y elegíacas.

Acababa de regresar cuando encontró, en el último número de su revista favorita, un poema de Trewe que éste debía de haber escrito casi inmediatamente antes de que ella llegara a Solentsea, pues en él aparecía el mismo pareado que ella había visto escrito a lápiz sobre el papel de la pared que estaba al lado de la cama y que la señora Hooper había declarado que era reciente. Ellen no pudo aguantar más y, cogiendo una pluma, le escribió impulsivamente como si fuera un poeta colega, utilizando el nombre de John Ivy y felicitándole en la carta por sus triunfales logros en metro y ritmo al expresar aquellos pensamientos que le animaban (sobre todo comparándolos con sus propios y tímidos esfuerzos en la misma y patética profesión).

Unos días después llegó a su dirección una respuesta, cosa que ella no había osado esperar: era una nota breve y educada, en la que el joven poeta dice que, aunque no conocía muy bien la poesía del señor John Ivy, asociaba el nombre a algunos poemas que había visto, muy prometedores; que se alegraba de entrar en relación con el señor Ivy por carta, y que ciertamente buscaría con mucho interés sus producciones de ahora en adelante.

Ellen se dijo que debía de haber habido algo de timidez o bisoñez en su misiva teniendo en cuenta que, aparentemente, la había escrito un hombre; porque Trewe, en su contestación, adoptaba claramente el tono del maestro de más edad. Pero, ¿qué más daba? Había contestado; él le había escrito a ella, de su puño y letra, desde la habitación que ella tan bien conocía (pues Trewe había regresado de nuevo a su domicilio).

La correspondencia así iniciada continuó durante dos meses o más. Ellen Marchmill le enviaba de vez en cuando algunos de los que ella consideraba sus mejores poemas, y él los recibía con gran amabilidad, aunque nunca dijera que los leía cuidadosamente ni le enviara a ella, a cambio, algunos de los suyos. 
Ellen se habría sentido más herida por esto de lo que se sentiría de no haber sabido que Trewe actuaba con el convencimiento de que ella era de su propio sexo.

Pero aun así, la situación no era satisfactoria. Una vocecilla aduladora le decía que las cosas serían de otra manera si él la conociera. Sin duda, ella habría contribuido a la realización de esta posibilidad haciendo, para empezar, una franca confesión de feminidad, de no haber ocurrido algo que, para su gozo, lo hizo innecesario. Un amigo de su marido, director del periódico más importante de la ciudad y del condado, estaba cenando un día con ellos cuando comentó, en el transcurso de la conversación que mantuvieron acerca del poeta, que su hermano (el del director), el pintor de paisajes, era amigo del señor Trewe y que los dos hombres estaban juntos en Gales en aquel momento.

Ellen conocía ligeramente al hermano del director del periódico. A la mañana siguiente se sentó delante de una mesa y le escribió una carta invitándole a pasar una temporada en su casa a la vuelta de Gales y rogándole que, si ello era posible, trajera con él a su acompañante, el señor Trewe, a quien ella deseaba ardientemente conocer. La contestación llegó al cabo de unos días. El destinatario de su carta y su amigo Trewe tenían mucho gusto en aceptar su invitación. En su viaje hacia el sur pasarían por la ciudad de los Marchmill tal día de la semana siguiente.

Ellen no cabía en sí de gozo. Su estratagema había dado resultado; el hombre que (si bien nunca había visto) amaba iba a venir. «Mirad, él está detrás del muro; se acercó a la ventana, dejándose ver a través de la celosía», pensó extasiada. «Y he aquí que el invierno ya ha acabado, las lluvias pasaron y siguieron su camino, las flores brotan de la tierra, ha llegado la hora de que los pájaros se pongan a cantar, y la voz de la tórtola ya puede oírse en nuestro hogar.»

Pero había que ocuparse de los detalles del alojamiento y la comida de Robert Trewe. Ellen se esmeró en todo y aguardó el día y la hora señalados.
Eran alrededor de las cinco de la tarde cuando oyó, primero, que llamaban a la puerta, y, unos segundos después, en la entrada, la voz del hermano del director del periódico. Poetisa como era, o como se creía, Ellen no había estado tan inspirada aquel día como para no cuidar cada detalle al ponerse una elegante túnica de tela muy valiosa, que tenía un ligero parecido con el chiton de los griegos (estilo que por entonces estaba de moda entre las damas con inclinaciones artísticas y románticas) y que Ellen había conseguido de su modisto de Bond Street la última vez que había estado en Londres. La visita entró en el salón. Ellen miró hacia la puerta esperando que alguien más pasara por ella. Pero no fue así. ¿Dónde, en nombre del dios del amor, estaba Robert Trewe?

—Oh, cuánto lo siento —dijo el pintor después de intercambiar las acostumbradas frases de cortesía—. Trewe es un tipo curioso, ya sabe, señora Marchmill. Primero dijo que vendría; luego dijo que no podía. Estaba lleno de polvo. Hemos corrido unas cuantas millas con mochilas al hombro, ya sabe; y quería pasar por su casa.

—¿No... no va a venir?

—No; y me ha pedido que le presentara a usted sus disculpas.

—¿Cuándo se ha s-s-separado usted de él? —preguntó Ellen, mientras el labio inferior se le ponía a temblar como si su discurso se hubiera visto quebrantado por un trémolo. Deseaba escapar de aquel pelmazo espantoso y dejar que sus lágrimas corrieran con libertad.

—Hace sólo un momento, en la carretera principal, ahí al lado.

—¡Cómo! Pero entonces, ¿ha pasado, de hecho, por delante de la puerta de mi casa?

—Si. Al llegar aquí (hermosa puerta la suya, por cierto; el mejor trabajo que he visto últimamente en hierro forjado)... al llegar aquí nos detuvimos, hablamos un momento, y entonces él se despidió de mí y siguió su camino. La verdad es que lleva unos días algo deprimido y no quiere ver a nadie. Es una bellísima persona, y gran amigo, pero a veces es un poco triste e inseguro; le da demasiadas vueltas a las cosas. Su poesía es excesivamente erótica y apasionada para algunos gustos, ya sabe; y acaban de darle un palo tremendo en el número de la Revista... que salió ayer; vio por casualidad un ejemplar en la estación. Tal vez lo haya leído usted...

—No.

—Tanto mejor. Oh, créame, no vale la pena pensar en ello; es tan sólo uno de esos artículos de encargo, hecho para complacer al grupo de suscriptores retrógrados de quienes depende la tirada. Pero le ha perturbado. Dice que lo que más le duele es la tergiversación; que, así como puede soportar un ataque noble, se siente incapaz de enfrentarse con mentiras que él no puede rebatir ni impedir que se propaguen. Ese es el punto flaco de Trewe. Vive tan encerrado en sí mismo que estas cosas le afectan mucho más de lo que lo harían si estuviera metido de lleno en la barahúnda de la vida elegante, o en la de la comercial. De modo que dijo que no pensaba venir aquí, y puso como pretexto el que todo tuviera un aspecto tan nuevo y acaudalado... si perdona usted la expresión...

—Pero... él debería haber sabido... ¡que aquí le tenemos mucha simpatía! ¿Nunca le ha hablado de haber recibido cartas desde esta dirección?

—Si., sí, me lo comentó; de un tal John Ivy... él pensó que tal vez se tratara de algún pariente de usted que estaba pasando aquí una temporada.

—¿Le dijo si le... gustaba Ivy?

—Pues verá, que yo sepa, Ivy no le interesaba demasiado.

—¿Y sus poemas?

—Sus poemas tampoco. No, que yo sepa.

A Robert Trewe no le interesaban ni su casa, ni sus poemas, ni la persona que los escribía. En cuanto pudo escapar del pintor, Ellen se fue al cuarto de los niños y trató de descargar su emoción besándolos innecesariamente, hasta que sintió una repentina sensación de desagrado al acordarse de que, como su padre, carecían de atractivo.

El obtuso y simplón pintor de paisajes no se dio cuenta —ni una sola vez a lo largo de toda la conversación— de que Ellen sólo estaba interesada por Trewe y en absoluto por él. Durante su estancia lo pasó lo mejor que pudo, y pareció agradarle la sociedad del marido de Ellen; éste, a su vez, se encaprichó con él y lo paseó por toda la vecindad. Y ninguno de los dos advirtió el triste estado anímico de la joven esposa.

Cuando sólo hacía uno o dos días que el pintor se había ido, Ellen, una mañana, estando sentada a solas en una habitación del piso de arriba, le echó un vistazo al periódico de Londres que acababa de llegar; y entonces leyó la siguiente noticia:

«SUICIDIO DE UN POETA»

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