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Biografía de Thomas Hardy en Wikipedia | |
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Música: Adagio de Secret Garden |
Una mujer soñadora |
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La señora Marchmill abrió uno de los libros y vio, escrito en la primera página, el nombre de su dueño. —¡Dios mío! —exclamó—. ¡Conozco muy bien este nombre! Robert Trewe... ¡Ya lo creo que sí! ¡Y también sus escritos! Pero entonces, ¡son sus habitaciones las que hemos ocupado y es a él a quien hemos echado de su casa! Ellen Marchmill, sentada a solas unos minutos después, pensaba en Robert Trewe con sorpresa e interés. Su propia historia —reciente— explicará mejor que ninguna otra cosa el porqué tal interés. Hija única de un sufrido hombre de letras, llevaba uno o dos años escribiendo poemas en un esfuerzo por hallar cauce adecuado para el fluir de sus —lamentablemente— apresadas sensaciones, que parecían estar perdiendo la claridad y el fulgor de los primeros tiempos por culpa del estancamiento que suponía la rutina de llevar una casa y de la tristeza que le producía el dar hijos a un padre vulgar. Estos poemas, firmados con un pseudónimo masculino, habían aparecido en varias revistas oscuras y, en dos ocasiones, en publicaciones bastante prestigiosas. En la segunda de estas ocasiones, la página que en su parte inferior traía impreso, en letra menuda, su desahogo, traía en su parte superior, impresos en letra grande, unos versos —que trataban del mismo tema que los suyos— de aquel mismísimo hombre: Robert Trewe. Los dos, en efecto, habían quedado impresionados por un trágico suceso que había venido en los periódicos y lo habían utilizado simultáneamente como fuente de inspiración; el director de la revista, en una nota, subrayaba la coincidencia y decía que la excelencia de ambos poemas le impulsaba a ofrecérselos juntos a los lectores. Desde entonces, Ellen, o, si se prefiere, «John Ivy», había estado muy al tanto de la aparición, en cualquier publicación, de versos que llevaran la firma de Robert Trewe, al cual, con la falta de susceptibilidad de los hombres en lo que se refiere al sexo, no se le había ocurrido nunca la idea de hacerse pasar por una mujer. La señora Marchmill, sin duda, se había convencido a sí misma de hacer lo contrario en su caso mediante algún razonamiento del siguiente tipo: nadie podría creer en su inspiración si se sabía que aquellos sentimientos procedían de la esposa de un comerciante emprendedor y de la madre de tres hijos, engendrados por un prosaico fabricante de armas de pequeño calibre. La poesía de Trewe difería de la de la mayoría de los poetas jóvenes menores en ser más vehemente que ingeniosa, más exuberante que acabada. Ni symboliste ni décadent, Trewe era un pesimista en la medida en que ese calificativo se aplica a un hombre que observa tanto las peores como las mejores contingencias de la condición humana. Poco atraído por las excelencias de la forma y el ritmo aislados del contenido, a veces, cuando el sentimiento era más fuerte que su progreso artístico, perpetraba sonetos en verso libre, al estilo isabelino, cosa que, según decían todos los buenos críticos, no debería hacer. Ellen Marchmill, con tristeza, envidia y desaliento, había escondido, una y otra vez, la obra del poeta rival, que siempre tenía mucha más fuerza que sus endebles líneas. Le había imitado, y su incapacidad para alcanzar el nivel de Trewe la sumía en arrebatos de desesperación. Así pasaron los meses, hasta que un día, en un catálogo de publicaciones, Ellen descubrió que Trewe había recopilado sus fugaces escritos en un volumen que se había publicado debidamente y que, dependiendo de la ocasión, estaba siendo poco o muy elogiado y, en cualquier caso, vendiéndose lo suficiente para recuperar gastos. Justo entonces, los pensamientos de la autora se vieron reclamados por otro acontecimiento, ya rutinario: descubrió que iba a tener un tercer hijo; y el fracaso de su aventura poética la afectó, quizá, menos de lo que lo hubiera hecho de haberse encontrado, en aquellos momentos, sin ningún tipo de ocupación doméstica. Su marido había pagado la cuenta del editor y la del médico, y allí había acabado todo de momento. Pero Ellen, aunque no llegaba a ser el poeta del siglo, era algo más que una simple multiplicadora de la especie, y en los últimos tiempos había empezado a sentir una vez más la inspiración. Y ahora, por una extraña coincidencia, se hallaba en las habitaciones de Robert Trewe. Se levantó, pensativa, de la silla y registró el aposento con el interés del colega. Si, el volumen de poesía estaba entre los demás. Aunque el contenido le era más que familiar, Ellen lo leyó allí como si el texto le hablara a ella en voz alta; después llamó a la señora Hooper, la casera, con algún pretexto banal y volvió a interrogarla acerca del joven. —Bueno, estoy segura de que usted, señora, se interesaría por él si lo conociera; lo único es que es tan tímido que no creo que pueda conocerlo —la señora Hooper no parecía nada remisa a satisfacer la curiosidad de su inquilina acerca del anterior huésped—. ¿Que si lleva mucho tiempo viviendo aquí? Sí, casi dos años. Conserva las habitaciones hasta cuando no está aquí: el aire suave de este lugar le sienta muy bien al pecho, y le gusta poder volver en cualquier momento. La mayor parte del tiempo lo pasa escribiendo o leyendo, y no ve a mucha gente, aunque, a ese respecto, el señor Trewe es un joven tan bondadoso y amable, que los vecinos no desearían otra cosa que ser amigos suyos si lo conocieran. No se encuentra una con personas tan atentas todos los días. —Ah, es atento... y bondadoso. —Sí; haría cualquier cosa por mí si yo se lo pidiera. «Señor Trewe», le digo a veces, «está usted bastante triste, ¿verdad?». «Pues sí, señora Hooper, lo estoy», dirá él, «aunque no sé cómo ha podido usted averiguarlo». «¿Por qué no cambia un poco de aires?», le pregunto yo. Entonces, uno o dos días después, dirá que se va de viaje a París, o a Noruega, o a algún otro sitio, y le aseguro que gracias a ello vuelve muy mejorado. —¡Claro! Sin duda, tiene un carácter sensible. —Si. Sin embargo, es raro en algunas cosas. Una vez, en que había terminado de escribir un poema tarde, por la noche, se puso a recitarlo mientras iba de un lado a otro de la habitación; y como los suelos son tan delgados (casas mal construidas, ya sabe, y fíjese que se lo digo yo), me tuvo despierta, justo encima de su dormitorio, hasta que le dije que se fuera... Pero nos llevamos muy bien. Aquello fue sólo el comienzo de una serie de conversaciones sobre el ascendente poeta, que tuvieron lugar a medida que los días fueron pasando. En una de esas ocasiones, la señora Hooper atrajo la atención de Ellen hacia algo que ésta no había advertido con anterioridad: unos minúsculos garabatos hechos a lápiz en el papel de la pared, justo detrás de las cortinas de la cabecera de la cama. —¡Oh! Déjeme ver —dijo la señora Marchmill, incapaz de ocultar su arrebato de enternecida curiosidad, mientras acercaba su linda cabecita a la pared. —Estos —dijo la señora Hooper con el tono de una mujer que está al tanto de las cosas— son los mismísimos inicios y primeros pensamientos de sus poesías. Ha procurado borrar la mayoría, pero todavía se pueden leer. Mi opinión es que se despierta durante la noche, ya sabe, con alguna rima en la cabeza, y la apunta ahí, en la pared, para que no se olvide al día siguiente. Algunos de estos mismos versos que ve usted aquí los he visto yo después publicados en revistas. Algunos son más recientes; sí, ése no lo había visto antes. Debe de haberlo hecho hace sólo unos días. —¡Oh! ¿De veras?... Ellen Marchmill se sonrojó sin saber por qué, y de repente deseó que su acompañante, ahora que ya le había proporcionado la información que quería, se marchara de allí. Una indescriptible sensación de interés (más personal que literario) la hizo desear fervientemente leer a solas la inscripción; y, en consecuencia, decidió aguardar hasta poder hacerlo así, con el presentimiento de que, durante el acto, iba a experimentar una emoción muy grande. Tal vez porque el mar solía estar picado fuera de la isla, el marido de Ellen encontraba mucho más divertido ir a navegar y a dar paseos en barco sin su mujer, que se mareaba enseguida, que con ella. Así, pues, no desdeñaba la oportunidad de ir solo a bordo de los vaporcitos para turistas modestos, en los que había baile a la luz de la luna y los enamorados, con un bandazo, caían repentinamente el uno en brazos del otro; como William le decía a Ellen, suavizándolo, la compañía era excesivamente mixta para que la llevara a contemplar aquella clase de escenas. Y así, mientras este próspero fabricante conseguía sacarle a su estancia en aquel lugar grandes dosis de brisa marítima y de variedad, la vida de Ellen, al menos en apariencia, era bastante monótona y consistía principalmente en pasar un determinado número de horas diarias bañándose y paseando de un lado a otro de un pequeño trecho de playa. Pero desde que el impulso poético se había hecho fuerte otra vez, una llama interior, que casi le impedía darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor, se había apoderado de ella. Había leído, hasta sabérselo de memoria, el último librito de poemas de Trewe, y pasaba mucho tiempo tratando, en vano, de rivalizar con algunos de ellos hasta que, al comprobar su fracaso, se echaba a llorar. El elemento personal de la atracción magnética que aquel maestro inasequible y envolvente ejercía sobre ella era mucho más fuerte que el abstracto e intelectual, tanto, que Ellen no podía comprenderlo. Desde luego, ella estaba rodeada, día y noche, por el medio ambiente habitual de Trewe, que, literalmente, le susurraba cosas acerca de él a cada instante; pero Trewe era un hombre al que ella nunca había visto; y a Ellen, por supuesto, no se le ocurría pensar que lo único que le conmovía era su instinto a hacer de una emoción futura —basada en la primera cosa adecuada a sus propósitos que le viniera en mano— algo muy especial. En la natural trayectoria de una pasión que se desarrolla en las condiciones, demasiado materiales, que la civilización ha ideado para su cumplimiento, el amor de su marido por ella no había sobrevivido —excepto en la forma de una amistad vacilante— en mayor medida, o ni siquiera en la misma, de lo que lo había hecho el de Ellen por él; y al ser ella una mujer de pasiones muy vivas, que necesitaban un sustento de la clase que fuera, había empezado a alimentarlas con aquel material (producto de la casualidad) que, de hecho, tenía una calidad muy superior a la que, por lo general, ofrece el azar. Un día, los niños estaban jugando al escondite en un ropero y, en medio de la excitación, sacaron de allí algunas prendas de ropa. La señora Hooper explicó su existencia diciendo que eran del señor Trewe y volvió a colgarlas en el ropero. Dominada por su fantasía, Ellen volvió allí luego, por la tarde, cuando no había nadie en aquella parte de la casa, abrió el ropero, descolgó una de las prendas, un impermeable, y se lo puso junto con el gorro que hacía juego con él. —¡El manto de Elías! —dijo—. ¡Ojalá me pudiera inspirar, para rivalizar con él, ese genio glorioso! Los ojos de Ellen siempre se humedecían cuando pensaba cosas como ésta, y se dio la vuelta para mirarse en el espejo. El corazón de él había latido debajo de aquel abrigo, y su cerebro había trabajado, a niveles de pensamiento que ella nunca alcanzaría, debajo de aquel sombrero. El darse cuenta de cuán endeble era ella comparada con él, la hizo sentirse muy mal. Antes de que hubiera tenido tiempo de despojarse de las prendas, la puerta se abrió y su marido entró en su habitación. —¿Qué diablos?... Ellen se puso colorada y se quitó las ropas. —Las encontré en ese ropero —dijo— y se me antojó ponérmelas. ¿Qué otro tipo de cosas puedo hacer si no? ¡Nunca estás aquí —¿Nunca estoy aquí? Vaya... Aquella noche Ellen tuvo otra conversación con la casera. La señora Hooper debía haber alimentado, también ella, cierto interés más o menos cariñoso por el poeta, tan dispuesta estaba siempre a hablar ardientemente acerca de él. —Sé que está usted interesada por el señor Trewe, señora —le dijo la señora Hooper—; pues, fíjese, acaba de enviarme una nota en la que me dice que mañana por la tarde va a venir a buscar algunos libros que necesita, y me pregunta si voy a estar aquí y si puede sacarlos de su habitación, señora Marchmill. —¡Oh, pues claro que puede! —Muy bien podría usted conocer entonces al señor Trewe, ¡si da la casualidad de que está usted por aquí cuando él venga! Ellen le prometió, con secreta alegría, que estaría por allí y se fue a acostar pensando en él. A la mañana siguiente su marido le comentó: —He estado reflexionando acerca de lo que me dijiste, Ellen, eso de que he salido mucho por ahí y te he dejado a ti aquí sin ninguna diversión. Tal vez sea cierto. Hoy, como el mar no está muy agitado, te llevaré conmigo a bordo del yate. Por primera vez en su vida Ellen no se alegró de que William le propusiera una cosa así. Pero aceptó de momento. Sin embargo, cuando se avecinó la hora de ponerse en marcha y ella fue a arreglarse, se quedó pensando. El deseo de ver al poeta al que ahora ya, claramente, amaba, se impuso a cualquier otra consideración. —No quiero ir —se dijo—. ¡No estoy dispuesta a ir! Y no iré. Le dijo a su marido que había cambiado de opinión y que ya no tenía ganas de ir a navegar. A él le daba lo mismo y se fue solo. Durante el resto del día la casa permaneció en silencio, pues los niños se habían ido a jugar con la arena. Las persianas se balanceaban bajo el sol al compás del suave y continuo murmullo del mar, que las paredes ocultaban; y las notas de la Banda Verde de Silesia, un grupo de caballeros extranjeros contratados para la temporada veraniega, se había llevado a casi todos los residentes y transeúntes lejos de las inmediaciones de la Mansión Coburg. Llamaron a la puerta. La señora Marchmill no oyó a ninguna criada ir a abrir y empezó a impacientarse. Los libros estaban en la habitación en que ella se había sentado; pero no apareció nadie. Hizo sonar la campanilla. —Están llamando a la puerta —dijo. —¡Oh, no, señora! Hace ya rato que se han ido. Yo fui a abrir —respondió la criada al mismo tiempo que aparecía la señora Hooper en persona. —¡Qué decepción! —dijo—. ¡El señor Trewe no va a venir, después de todo! —¡Pero si me ha parecido oírle llamar! —No; eso fue uno que venía buscando alojamiento y se había equivocado de casa. Se me olvidó decirle que el señor Trewe envió una nota antes del almuerzo para advertirme que no le hiciera té, pues no iba a necesitar los libros y, por tanto, tampoco iba a venir a buscarlos. Ellen se sintió muy desdichada, y ni siquiera fue capaz de releer, durante un rato bastante largo, la triste balada del poeta acerca de las Vidas separadas, tan dolorido estaba su pequeño y caprichoso corazón y tan llenos de lágrimas sus ojos. Cuando llegaron los niños, con las medias mojadas, y corrieron a ella para contarle sus aventuras, Ellen sintió que no le importaban ni la mitad de lo que solían hacerlo. |
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