Conocí al Cavalieri Cesare Rinaldi a principios de 1931, viajando en un rápido diurno de Génova a Roma. El tren se había detenido en Chiavari y yo contemplaba desde la ventanilla el promontorio de Portofino, airosamente empinado al fondo del azulado golfo, cuando alguien penetró al compartimento de primera, en donde, solo con mi parvo bagaje, prometíame viajar sin molestas promiscuidades hasta la Ciudad Eterna. No sin cierto malhumor, arrojé al soslayo una mirada sobre el intruso. Era un caballero alto, cenceño y barbado, cuya cara y figura me dieron la impresión de alguien ya visto con anterioridad; más tarde, haciendo memoria, lo identifiqué con una estampa del general Boulanger muy popularizada en París algunos decenios atrás y que pocas horas antes había estado mirando en una revista ilustrada. Mientras yo practicaba disimuladamente un inventario del personaje, éste, moviéndose con discreta desenvoltura, instalábase en el compartimento, ordenando con práctica habilidad sus cosas en la red del asiento frontero al ocupado por mí. De vez en cuando, un obsequioso "prego", pronunciado con atenuada voz de bajo, anticipaba excusas por las hipotéticas molestias que pudiera originarme su no solicitada presencia. Volaba el convoy nuevamente a lo largo de la ribera ligur, cuando el hombre, finalizado ya su proceso de acomodación, quedó sentado frente por frente, facilitando a mi curiosidad indiscreta un nuevo examen de su persona. Hube de admitir que aquel Boulanger en ropas civiles poseía un arte distinguido que lo habría señalado favorablemente en cualquier parte, por más que su magrura y extremada palidez no dejaban de infundir una impresión indefinible, mixta de extrañeza y repulsión, que, por lo demás, disipábase —como pude comprobarlo—, en cuanto se frecuentaba su trato.
¿Italiano?—me pregunté—, dudoso, al examinar la corrección de su empaque y la cerrada expresión de su semblante. Cierto que las disciplinas impuestas por el "duce" al pueblo más expansivo de la tierra, han terminado por modificar hasta la proverbial exuberante exterioridad de su tipo; pero, con todo, no acepté sin beneficio de inventario mi conclusión previa sobre la supuesta nacionalidad del compañero de viaje. Entretanto, éste, sin advertir —o aceptándola con resignada filosofía— la pertinaz inquisición de que era víctima, extrajo de su "necessaire" un libro encuadernado en tela roja y se sumergió en las profundidades de una lectura que aumentaba la severidad de los rasgos ya graves de su fisonomía. Beneficiando de mi condición de présbita, pude descifrar, no sin alguna sorpresa, el título estampado en el dorso del volumen. Era un tomo de los "Proceedings" de la Society for Psychical Research, de Londres.
Por más que ni el uno ni el otro poseyésemos un temperamento demasiado comunicativo, el tedio del trayecto no tardó en provocar esas pequeñas expansiones que vinculan eventualmente a los viajeros y que a veces —muy pocas, desde luego— suelen ser punto de partida de relaciones más hondas y duraderas. Haciendo él a un lado su volumen de investigaciones espiritistas y yo el legajo de impresos que me acompañaba desde Niza, cambiamos algunas observaciones acerca del paisaje, alternándolas con referencias a otros panoramas ya vistos, alusiones que le permitieron establecer mi condición de argentino y disiparon en mí hasta la última duda sobre su italianidad. Había estado en la guerra; y aun cuando ostentaba, sin exhibirla demasiado, la medalla al valor, conservaba de ella recuerdos poco halagüeños: —"Brutta cosa, la guerra" — terminó, con un suspiro de cansancio, el breve relato de un episodio en los montes cársicos. Asentí sin esfuerzo.
A lo largo de una plática que languidecía por instantes, pude observar un detalle de su personalidad que hasta entonces escapara a mi análisis. Me refiero al brillo extraño, verdaderamente anormal, de unos ojos cuyo exacto matiz era difícil precisar, pero que combinaban el gris acero con un glauco azulado, en el sombrío reflejo de sus miradas. Debe entenderse que al hablar de ojos brillantes no aludo a esa ardiente expresión tan común en pupilas italianas y españolas ni tampoco a la frescura deliciosa que ilumina los ojos de ciertas adolescentes. Aquí se trataba de un fulgor aproximadamente mineral, algo así como un esmalte externo y desprovisto en absoluto de animación interior; como si el cristalino del ojo clausurase y no abriese las profundidades del espíritu, dando a su fisonomía una extraña y desoladora expresión de ausencia, que no alcanzaba a ser corregida por la obsequiosa corrección de los modales.
Hasta entonces, la conversación había girado alrededor de los temas habituales entre viajeros. Sólo cuando dejamos atrás Viareggio, rebosante de fútiles sugestiones de estación balnearia, ocurrió un incidente que arrojó alguna luz sobre las veladas intimidades mentales de mi compañero de viaje. Mi atención había sido atraída por una "villa" toda en mármol blanco, cuya vibrante arquitectura estaba temerariamente suspendida al filo de una colina, casi precipitada sobre los taludes de la línea férrea que orillaba la áspera costa marítima. Era aquello un alarde arquitectónico a la vez que una bravata contra la ley de gravedad.
—Realmente fantástico —observó con una sonrisa mi compañero, quien había seguido la dirección de mis miradas. ¿No le recuerda alguna cosa? — agregó con cierta ansiedad.
Hice un gesto, perplejo.
—Es cierto —murmuró él— que no está usted familiarizado…
Y después de observarme un instante, prosiguió rutilantes de brillo sus ojos metálicos:
—¿No ha leído algo sobre la mansión de Mozart en el planeta Júpiter, dibujada por Victorien Sardou en trance de mediunidad? Pues esa villa es una maravillosa materialización...
Le debió chocar mi expresión, porque se interrumpió, insistiendo al cabo de una pausa, aunque esta vez con el acento un poco negligente de quien no presta demasiada importancia a lo que afirma:
—Después de todo, no hay por qué rechazar la verosimilitud del hecho, secundario si se lo compara con revelaciones más importantes...
Arrojó una mirada sobre el volumen de los "Proceedings" y articuló con extraña gravedad: —Por mucho que se niegue, la frontera ha sido violada y los misterios del más allá no son impenetrables para quienes han acertado con el camino… ¿No es esa su opinión?
Aun cuando el tipo no parecía ser un fumista, me mortificó la idea de que se estuviera divirtiendo a mi costa.
—Soy agnóstico — repliqué secamente, apoderándome de una de mis revistas. El hombre me miró con fijeza, reluciéndole los ojos con deshumanizado fulgor.
—¡Qué extraño! —murmuró—. Sin embargo lleva usted el signo...
Ante mi esquivo mutismo se refugió también en el silencio. Sólo cuando las sombras nocturnas caían sobre la campiña, divisándose a la distancia las elevadas antenas metálicas de Roma, cambiamos nuevamente la palabra, mientras arreglábamos nuestros equipajes. Tan señor como al principio, el compañero parecía haber olvidado sus bizarras divagaciones. Entraba ya el tren en la Essedra cuando nos despedimos, dejando él en mis manos una cartulina que leí antes de entregar mis petates al "facchino" :
Cav. Cesare Rinaldi
Torino.
Quince días de atareada permanencia en Roma hiciéronme olvidar por completo al Cav. Rinaldi y sus absurdas confidencias. Una noche, sin embargo, comiendo en un restaurante de Piazza Colonna con el cónsul argentino, señor Ambrossoni, me pareció reconocer en una mesa alejada de la nuestra, la inconfundible fisonomía de mi compañero de viaje.
Pero estaba escrito —y esta expresión pierde, en el caso, su categoría de lugar común— que no habrían de quedar interrumpidas mis relaciones con el lector de los anales de la Sociedad de Investigaciones Psíquicas de Londres. El contacto debía ser restablecido.
Ello aconteció en Florencia, algún tiempo después, en un límpido mediodía, claro y luminoso como un diamante.
Abandonaba yo la Loggia dei Lanzi, donde había estado admirando una vez más el soberbio Perseo de Benvenuto, cuando divisé a mi hombre detenido ante la Fontana de Nettuno, frente mismo al disco de bronce que señala el sitio en donde ardió la pira de Savonarola.
Esta vez me reconoció de inmediato y se adelantó con la mano tendida, exultante de una cordialidad perfectamente italiana, que contrastaba con la anterior parquedad de sus maneras. Nos ocurrió lo que pasa siempre entre dos personas que se vuelven a ver al cabo de cierto tiempo de haberse conocido incidentalmente en cualquier parte del mundo. El tiempo y el alejamiento operan de tal modo sobre los sentimientos apenas esbozados en el primer contacto, que el reencuentro descubre la existencia de una amistad en donde solo se había dejado una superficial relación de viaje.
Congratulámonos ambos efusivamente y tomamos por la vía Calzaioli para almorzar en una "trattoria" cuyas excelencias culinarias había tenido ocasión de comprobar. Mi compañero explicó espontáneamente, y no sin algún embarazo, los motivos de su presencia en Florencia; motivos que, dicho sea de paso, me resultaron escasamente positivos, hasta el punto de hacerme sospechar una intriga sentimental que trataba de sustraer a mi posible indiscreción. El condumio justificó los elogios y mi acompañante le hizo los honores en forma lo bastante completa para alejar las sospechas de ascetismo que insinuaban sus pretensiones metapsíquicas y corroboraba su descarnada anatomía. Era un comensal interesante, no exento de cierta jovialidad, acaso más atractiva por menos esperada. En el estado de leticia que sigue a una excelente sobremesa, combinamos un paseo en "vettura" a San Miniato al Monte, desde cuyas alturas me despediría de Florencia, resuelto, como estaba, a dejar esa noche la villa de los Médicis. Mientras rodaba el vehículo, mi compañero disertaba con locuacidad sobre recuerdos y tradiciones florentinas, demostrándose un "cicerone" infinitamente superior al inevitable Baedecker que dormía en el interior de una de mis valijas. Inútilmente se habría buscado en aquel ameno interlocutor, al desconcertante ocultista revelado en las inmediaciones de Viareggio. Sólo guardó silencio cuando, desde el Piazzale Michelángelo, contemplábamos el panorama maravilloso del valle del Arno, desplegado bajo nuestros ojos a través de aquella transparente y dorada atmósfera toscana. A nuestros pies arrastraba perezosamente sus aguas el "fiume" clásico, ciñendo a la ciudad que desgranaba sus torres y campaniles hasta recostarse en el anfiteatro formado a la distancia por las graciosas colinas de Settignano, Vintigliata y Fiésole, sembradas de caseríos que brillaban al sol corno puñados de deslumbrantes trozos de plata. De aquella serena belleza parecía ascender hasta nosotros la sugestión gloriosa de una civilización fiera y magnífica.
Bajamos sin pronunciar una palabra para recobrar el vehículo, que se puso nuevamente en marcha hacia la ciudad. No tardé en advertir que mi acompañante ya no era el voluble conversador de la hora precedente. A mi vez, sentíame invadido de una gravedad ansiosa y melancólica, como ocurre siempre cuando uno se desprende de cosas que deja, con la certeza de que el alejamiento lleva el sello de lo definitivo.
A poco reanudóse la conversación. No sabría decir si fué el Cav. Cesare o yo mismo quien suscitó el tema. Hablamos de la muerte; y como quien prosigue un asunto recién iniciado, refirióse Rinaldi a mi confesado agnosticismo, expresando sin ambages su desdeñosa convicción acerca de su mezquindad como respuesta a ciertas inquietas intimaciones del espíritu.
—Llega un momento en la vida —observó pensativo— en que cada cual comienza a reflexionar, a pensar de dónde se viene, adónde se va, qué es uno… Y entonces se experimenta la angustiosa necesidad de levantar, aunque sólo sea por un instante, una punta del velo tendido entre nosotros y el misterio. Bienaventurado es el que ha recibido instrucciones para saber...
Me encogí de hombros.
—Entendido —dije— ¿Las comunicaciones establecidas con el más allá, las revelaciones recibidas de los muertos?... ¡Psh!... ¿Qué certidumbres le han dado a usted, por ejemplo, las triviales confidencias que Mr. Williman James recibía de Mr. Hogson, según constancias contenidas en los "Proceedings"? Nadie es escéptico porque desea serlo y no vacilo en declarar que si adquiriese directamente —¿me entiende?, directamente— una sola prueba incontestable de la supervivencia del alma, de la realidad de algo que subsiste más allá de la muerte, entonces...
Me interrumpió con un leve gesto, hablando con aquella expresión de ausencia que ya conocía en él.
—Pruebas... Todos piden pruebas; pero la crítica de la prueba es tan subjetiva que toda experiencia personal resulta insuficiente para los demás.
—Me lo figuraba — observé con cierta zumba
Indiferente, él continuó: —Sin embargo, yo podría decirle... Mas hay circunstancias que harían peligrosa en este instante una comunicación que usted no está preparado tal vez para recibir.
Me volví hacia él con sorpresa. Se expresaba, como en anterior ocasión, no a la manera de quien se dirige a otra persona, sino como el que reflexiona en voz alta, extraño al momento y al sitio en que se encuentra.
El coche había cruzado el Ponte alla Carraia y marchaba ya hacia el centro de la ciudad. Después de un instante de callada meditación, Rinaldi me inquirió con extraordinario interés la fecha de mi regreso a Buenos Aires, el puerto de embarque y el vapor en que había retenido pasaje. Puso tanta vivacidad en esas preguntas que me produjo cierto inexplicable malestar. Nos despedimos, con bastante frialdad por mi parte, a la puerta de mi "albergo", excusándose Rinaldi de no acompañarme a la estación; pero insinuándome con aire enigmático que habíamos de vernos todavía en una nueva oportunidad.
Una hora más tarde, cuando ya habían sido colocadas mis maletas en el ómnibus del hotel, recibí un paquete acompañado de una tarjeta del Cav. Cesare Rinaldi. Apresuréme a romper la envoltura, encontrándome con un ejemplar de "La Mort", de Maeterlink, en francés, primorosamente encuadernado en cuero de Rusia. Al tomarlo, el libro se abrió entre dos páginas marcadas por un señalador de seda; en una de ellas aparecía subrayado el siguiente párrafo de Sir William Crookes: "No es improbable que existan otros seres provistos de sentidos cuyos órganos no corresponden con los rayos de luz a los cuales son sensibles nuestros ojos; pero que sean capaces de percibir otras vibraciones que nos dejan indiferentes. Tales seres vivirían, en realidad, en un medio que no sería semejante al nuestro"...
* * *
Después de dejar tras de mí a Venecia casi sumergida por una crecida de la laguna; luego de haber visitado los techos del Duomo de Milán con paraguas, bajo un aguacero torrencial; al cabo de haber entrevisto las bellezas del Lagomaggiore tamizadas por la gris cortina de la llovizna; y atravesado Suiza cubierta de dos metros de nieve, hasta llegar a Lausana, donde el aire mismo parece saturado de sutilezas diplomáticas de conferencia internacional, arribé a París con la sensación tranquilizadora y gozosa de quien se reintegra al hogar ocasionalmente abandonado. Algunas semanas más tarde, juntamente con otros numerosos viajeros, un trasbordo me conducía hasta el "Cap Arcona", fondeado frente a los malecones de Boulogne—sur mer. El Cavalieri Rinaldi y sus fantásticas ocurrencias habían pasado al archivo de esos recuerdos que suelen exhumarse cuando se hace mentalmente una excursión retrospectiva por el mundo adormecido de la memoria.
Fue en el salón del "Arcona" donde el vizconde Lazcano Tegui, condenado a consular destierro en el puerto francés, me entregó un paquete lacrado que hacía más de una semana, según me informó, esperábame en las oficinas del consulado. Los sellos eran de Italia.
Esa misma noche, solo en mi camarote, deshice sin mayor interés el paquete, encontrándome con dos sobres perfectamente sellados y dirigidos los dos a mi nombre, aunque con distinta letra en la cubierta. En la parte superior de uno de ellos se leía, manuscrita en tinta roja, la siguiente advertencia: "No abrir hasta no haber leído el contenido del otro".
Medio minuto después, y poseído ya de innegable curiosidad, tenía en mis manos dos grandes hojas de papel, también escritas a mano, con fina y clara caligrafía, en las que leí lo que transcribo a continuación:
"Amigo mío:
"No habría llegado a su poder este mensaje de no haber adquirido la certeza de que podré ofrecerle pruebas incontestables de la veracidad de su contenido. En cuanto al porqué de haber sido escogido usted para destinatario de esta confidencia, es cosa que, lo mismo que nuestro primer encuentro, ha sido determinado en lugar y por voluntades que nadie sería osado a revelar. Bástele saber que esta comunicación cumple un designio acerca de su ser, muy anterior al tiempo en que materialmente vivimos y aun a la existencia de la accidental envoltura bajo cuya apariencia nos hemos conocido, si es que puedo emplear esta palabra tratándose de quienes sólo podían "reconocerse", a través de las innumerables configuraciones que han revestido sobre la superficie del planeta.
"He sido autorizado a responder a su ansiedad de saber, expresada, cuando descendíamos de las alturas de San Miniato, en aquellas palabras que acudieron a sus labios, asomadas, sin advertirlo usted acaso, desde remotas y silenciosas zonas de su espíritu. "Quien puede hacerlo", ha consentido ahora lo que entonces estaba vedado. Lea y espere el nuevo albor que iluminará sus ojos.
"Hace cinco años, vivía con mi esposa en una villa cercana a los Cascine. Ya en esa época era un investigador del misterio, aun cuando había en mí más de "dilettante" que no de un fervoroso explorador de las sendas que conducen a lo incognoscido. Sería ocioso hablarle del amor que nos unía y de la felicidad que disfrutaba a la vera de la dilecta compañera. Fue un sueño engañoso del que fuí arrancado, porque así debía ser, para que la luz no quedara escondida bajo el almud.
"Durante la noche del 14 de Febrero de 1926 mi esposa desapareció en condiciones extrañas y dramáticas, que alimentaron largamente las crónicas de la prensa florentina de la época. Su cuerpo fue encontrado unos días después en el Arno y la investigación practicada recogió testimonios que hicieron presumir se hubiera arrojado desde el Ponte Sospeso, aun cuando jamás se pudieron descubrir los motivos que la indujeron a realizar ese misterioso paseo nocturno.
"Cuando ocurrió la tragedia yo me encontraba en Ancona. Sería inútil describirle el horror y la desolación que la terrible desgracia precipitó sobre mi vida. No pude soportar la permanencia en Florencia y al poco tiempo me trasladaba a Turín para vivir en compañía de parientes maternos. Allí, quizá para mitigar los dolorosos recuerdos, o bien ansioso de acercarme al velado reino cuyas fronteras traspasara mi bien amada, me entregué con mayor ahínco a las investigaciones psíquicas, siendo favorecido por asistencias que aclararon muchos arcanos ante mis infatigables instancias. Aproximábase el luctuoso aniversario de la catástrofe cuando recibí el mandato de trasladarme a Florencia y esperar en el Ponte Sospeso lo que la benevolencia de "quienes pueden permitirlo" había dispuesto que ocurriera para mi ventura.
"Amigo mío: le repito que no le haría esta revelación "si no se me hubiese prometido la hora de darle una prueba" irrefutable de la realidad de lo que voy a relatar. En la noche designada, estando en el Ponte Sospeso, tuve la dicha inefable de contemplar otra vez los amables encantos de mi bien amada. Bajo la suave luz de las estrellas, ligeramente esfumada en cerúlea neblina, pasó por mi lado, sonriendo dulcemente y haciéndome un tierno saludo con sus finas manos. Repuesto del estupor que me produjo al principio la aparición, quise precipitarme en pos de ella para oír, siquiera una vez más, la música inolvidable de su voz. Pero fui inmovilizado en el sitio por una superior voluntad que sólo me consintió mirar cómo se alejaba, volviendo de vez en cuando la graciosa cabeza, hasta desaparecer en el otro extremo del alto puente.
“Cuatro años seguidos, obedeciendo siempre a indicaciones del más allá, he acudido a la cita y siempre se ha renovado el deleite espiritual de verla y la amargura de no poder comunicarme con ella. Inútiles fueron mis ruegos para obtener que se rasgase el invisible muro que nos mantenía separados; se me respondía que la hora no había llegado, advirtiéndoseme, al mismo tiempo, que mi insistencia me exponía al peligro de alejarla indefinidamente.
"Cuando nos encontramos con usted en Florencia, mi presencia en la ciudad respondía una vez más al incógnito mandato; pero en esta ocasión alegraba mi alma una esperanza nueva. Se me había comunicado que mis súplicas eran escuchadas y que la valla interpuesta entre mi dulce muerta y yo quedaría rota, aun cuando estaba prohibido explicarme cómo ello habría de ocurrir.
"Debo agregarle que por entonces ya tenía instrucciones acerca de usted, si bien no tan precisas como las que ahora han sido confiadas a mi ejecución. Le escribo el 13 de Febrero y mi espíritu se regocija en la ventura que le espera el día de mañana. Finalmente será reanudado el hilo roto por los insondables designios del destino. Sin incurrir en la osadía de querer descubrir lo que se ha velado ante mis ojos, percibo signos inequívocos de que debo estar apercibido para afrontar la suprema aventura. No la temo y aún la ansío con todas las fuerzas de mi alma. Espero el mañana con la impaciencia del desposado a quien aguarda su prometida.
'Hasta aquí, amigo mío, lo que puede serle revelado; es suficiente como primer apoyo para su mano que avanza a tientas en las tinieblas. Piadosamente, esta revelación será corroborada por una prueba definitiva que le llegará en la debida oportunidad. Sepa esperar y observe cuidadosamente esta recomendación: No abra el pliego que le será entregado juntamente con éste hasta que no reciba autorización para hacerlo. Hasta pronto. — Cesare Rinaldi."
Fácil es imaginar la perplejidad que me produjo la extravagante comunicación. Otra vez hube de peguntarme si me las había con la majadería de un bromista o con la enfermiza insistencia de un psicópata. Fuese lo uno o lo otro, resultábame extraordinariamente mortificante la circunstancia de que hubiese sido elegido como blanco de sus sofisticaciones o su demencial solicitud. A punto estuve de romper los dos pliegos y arrojarlos al agua por el “hublot” del camarote; después me sentí inclinado a abrir el segundo sobre; y, por fin, encogiéndome de hombros, guardé los papeles en la cartera de una maleta. En postrera instancia, la aventura no dejaba de ser curiosa y convenía tenerla documentada para un posible relato ulterior. Inútil es añadir que me dejó completamente escéptico la promesa de un nuevo encuentro, contenida en la descabellada misiva. A buen seguro que el fumista o neurótico, completamente olvidado ya de mí, paseaba en aquellos momentos por los ferrocarriles de Italia su figura de Boulanger hético, y sus absurdas fantasías de iluminado.
Dos días después, el "Cap Arcona" dejaba Lisboa, enriquecido su tonelaje de carga y acrecentado su contingente de pasajeros. No comí esa noche en el salón, esquivando el enojoso deber de la ropa de etiqueta, y después de haber despachado en mi camarote un sumario "menú", subí al puente de los botes, dispuesto a saborear el solitario placer de fumar una pipa acodado contra la borda. Una niebla insólita para la estación envolvía el barco en su opaca masa algodonosa; avanzando a ciegas, lanzábamos al espacio la estridente interpelación de la sirena. En el húmedo deck la tiniebla era clareada acá y allá por el fulgor de los focos eléctricos orlados de rojizos halos. Desde abajo ascendía, rota a intervalos por las irrupciones clamorosas de la bocina, la música de la orquesta que ejecutaba briosos bailables. Salvo la soledad el sitio carecía de atractivos y resolví abandonarlo para ganar el acogedor refugio del jardín de invierno. Al hacerlo, advertí que no era el único visitante de la solitaria cubierta. Caminando a paso lento; avanzaba hacia mí una persona, las manos en los bolsillos del gabán y descubierta la cabeza bajo el acuoso relente. Al enfrentar el último fanal la luz le dió de frente, iluminándole la cara. ¡Era el Cavaliere Cesare Rinaldi! Antes de que me repusiera del asombro que me causó su imprevista aparición, el hombre se aproximó, con una amplia sonrisa que le hacía relucir los blancos dientes en la masa sombría de la barba. Sin tenderme la mano, con la naturalidad de quien nos ha dejado media hora antes mi antigua relación del "direttísimo" de Génova me abordó, hablándome con su rica voz de bajo:
—Buenas noches. Le había prometido, caro amigo, que nos veríamos una vez más...
Guardó silencio, clavando en mí la mirada de aquellos ojos lucientes como dos trozos de esmalte. Me pareció más pálido, más enjuto y con los rasgos del semblante descarnados como los de un convaleciente. Apenas pude balbucear algunas palabras, sobrecogido por confuso terror supersticioso: —Verdaderamente es una sorpresa. "¿Subió en Lisboa? ...
El hombre me miró otra vez con expresión sardónica e insinuó un gesto fatigado:
—Lo prometido se cumple —murmuró—. Pero no dispongo ahora de mucho tiempo. —y alargando hacia mí una enflaquecida mano, agregó en tono tan bajo que parecía penoso susurro—: "Puede abrir el otro pliego"...
Hizo un ademán de despedida y se deslizo por mi lado, alejándose hacia la proa, hasta que su elevada silueta bruna fué borrada, absorbida, por la glutinosa densidad de la niebla.
Permanecí en el sitio, estupefacto y mudo, sintiendo que una profunda sensación de espanto me erizaba la piel. Era absurdo, era estúpido —repetíame mentalmente—, pero aquel encuentro tenía algo de sobrenatural que evocaba equívocos terrores en los repliegues más lejanos de mi espíritu.
De un brinco estuve en la escalera; me precipité en el ascensor, provocando el sobresalto del adormilado "liftman" y me lancé por el solitario pasillo hasta mi camarote. En un segundo, temblorosas las manos, abrí la valija, busqué el paquete recibido en Boulogne y de un manotón rompí el sobre que guardaba el misterioso segundo pliego. Contenía dos papeles. El uno llevaba el membrete de un notario de Florencia; el otro, era una gruesa hoja timbrada, cubierta de sellos y rúbricas.
Sin aliento, sintiendo que un sudor frío me empapaba la frente, leí las pocas líneas que me dirigía el notario florentino:
"Señor: Cumpliendo una de las últimas voluntades de mi cliente, el Cav. Cesare Rinaldi, dramáticamente fallecido en la noche del 14 de Febrero último, tengo el honor de remitir a usted, junto con el pliego que va por separado, un testimonio debidamente legalizado de su partida de defunción. Saluda a usted."
El otro papel era un certificado de fallecimiento de Cesare Rinaldi, fechado, sellado y firmado por un funcionario municipal de Florencia, treinta y cinco días antes de mi conversación nocturna con Rinaldi, sobre la cubierta de botes del "Cap Arcona".
De: "Terror. Cuentos rojos y negros". Colección Claridad. Buenos Aires. 1928? 1938?
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