Homenaje de respeto a mi distinguido amigo don José Durán.
Una pobre mujer, en cuya desgreñada cabellera no luce ya el negro aterciopelado de los años juveniles, cuyas pupilas apagadas no reflejan el rayo ardiente de los mejores años, secos los labios que envidió la pitahaya, marchita y arrugada la frente de bronce y carcomidos los preciosos dientes que un tiempo fueron blancos y apretados como bayas de espino, yace en durísimo esterón sobre el húmedo suelo de una casucha negra y desmantelada. Abriga su aterido cuerpo una cobija desteñida y sucia, y da luz indecisa y móvil al triste cuadro un pedazo de sebo que chisporrotea, lanzando azulejos, adherido al tosco adobe del resquebrajado muro.
En el rincón de aquel nido de la miseria duerme una fresca y risueña criatura de seis años. El tordo que anuncia el verano no tiene las plumas tan negras como sus rizados cabellos; la amapola no brilla bajo las gotas de rocío de la mañana con más vivo color que el de sus labios; jamás la brisa que susurra entre los cafetos en flor ha sido portadora de más suave perfume que el de su aliento. Al través de la morena piel se adivina la sangre ardiente de los trópicos y los graciosos párpados dan sombra a los ojos negros y profundos como la historia de las crueldades de que fueron víctimas sus mayores, los caciques, los indomables, aserrises, los del nervio de pedernal y corazón de roble.
Suenan a lo lejos las doce campanadas del reloj del pueblo. Llaman las lenguas de bronce a los fieles a celebrar en la derruida iglesia el nacimiento del Salvador, y las brisas heladas de la noche llevan envueltos en su manto de neblinas los ecos quejumbrosos de la vihuela, los estridentes gritos de los borrachos y el chasquido sordo del cohete lanzado al aire en son de alegre triunfo.
La niña despierta, ríe y sacude airosa la rizada cabecita, preparándose para la llegada del Niño Dios que trae los juguetes de Nochebuena.
–¿Mamá, vendrá el Niño con la muñeca de trapo? ¿Se le olvidará?
–No, hijita, es que ahora está en la misa del gallo. Duérmase, mi negrita, porque si la ve despierta, no entra.
–¿Pero será de aquéllas que vi en la ciudad?
–Sí, mi vida, de las mismas.
Amarga sonrisa ilumina el pálido rostro de la desventurada mujer; dolor cruel y acerado destroza sus entrañas y el soplo frío de la muerte eriza sus cabellos y hiela las gruesas gotas de sudor que surcan su frente; la niña vuelve a posar su carita sonrosada sobre el duro esterón y siguen iluminando la triste estancia los azulados reflejos de la espirante candela. La mortecina llama al impulso de la brisa de la madrugada forma en las negras paredes sombras que danzan, lenguas de fuego que se entrelazan y reflejos siniestros que espantan.
Al estruendoso estallido de una recámara que saluda al nuevo día, de universal regocijo, despierta la graciosa niña; bebe con las negras pupilas la viva luz de la aurora, arregla con sus dedos de rosa los sueltos bucles de la linda cabellera y lanza un grito de inmensa alegría; allí, junto a ella, está su muñeca, mejor que las de la ciudad; no dice como aquéllas papá y mamá, no tiene trajes de seda ni zapatitos de abejón con hebilla de plata, no tiene ni camisa ni ropa alguna, pero llora, con un llanto de verdad, mueve las manecitas y los lindos pies y los ojos y la boca, y vive, vive como su dueña, como su segunda madre. Lanzando gritos de alegría y carcajadas sonoras de inmenso placer, besa la niña su muñeca encantadora y en tanto que la estrecha con cariño contra su caliente pecho, la madre rígida y yerta, duerme el profundo sueño de la muerte, y la luz juguetona del sol de Navidad irisa en su mejilla la última lágrima de sus cansados párpados.
25-XII-98 |