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Andrés González Blanco

"El más feliz"

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El más feliz

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El más feliz
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I

La estación de Sancho-Tello está fuera de puertas, sola, abandonada en un campo yermo y agrietado. En ella mueren dos trenes a diario; el mercancías de las diez y media y el correo de las cinco, el de las cinco, como todo el mundo le llama, con familiaridad de pueblo que aún no ha sido muy favorecido por las compañías de ferrocarriles.

Son estas de la llegada de los trenes las únicas horas en que la vida pone una nota alegre y de tráfago en la monótona calma diurna. Porque estas estaciones donde los trenes mueren tienen esa tristeza literal y única de todo lo que es término inexorable de algo. El alma tullida de aquella estación, asomándose para recibir a los viajeros, donde ni una flor se abría y se expansionaba con las caricias de una mano femenina, en el encanto solar de las mañanas, debía de sentir envidia de aquellas otras sus hermanas, Pero Mingo y La Carrasqueda, tan pequeñítas, tan menudas, tan elegantes, con un jardincillo en torno del pozo y jazmineros trepando por las paredes a porfía con las enredaderas, donde nunca se paraba nadie y por donde pasaban los trenes raudamente, dejando tras de sí el perfume de unas vidas extrañas y para ellas indescifrables.

¿Cómo serían aquellas ciudades mágicas de donde los trenes venían? ¿Cómo se llamarían aquellas mujeres que limpiaban con encajes el vaho de las ventanillas para asomarse a verlas a través de un velo muy tupido? ¿Y de dónde serían aquellas caras jóvenes que se acolpaban a las portezuelas de la tercera con el júbilo estruendoso de un tropel de muchachuelos en libertad?... Ellas no sabían nada ni querían averiguarlo tampoco; y allí se estaban agrestes, silenciosas, tímidas, esperando a los desconocidos viajeros del día siguiente...

En cambio, la de Sancho-Tello los conocía a todos. Eran siempre los mismos: el Delegado de Hacienda, que había ido a Madrid a gestionar asuntos administrativos; un canónigo, que volvía de tomar unas aguas o de predicar un novenario en un pueblo de la provincia; dos recién casados, que habían salido quince días antes, y tornaban melancólicos, con la amargura del placer satisfecho; y un centenar de rapaces locos y decidores, alumnos de la Universidad.

Siempre los mismos; los mismos los que venían, los mismos los que marchaban, y sólo de cuando en cuando entre los señores graves y solemnes que iban
en busca de los periódicos de Madrid, desaparecía alguno sin avisar. Aquellos eran fijos media hora antes de la llegada del correo, durante la que discurrían por el andén a grandes pasos, hablando poco, como gente que se ve todos los días.

Eran todos laicos, magistrados y profesores de la Universidad. El clero, aunque sin ostensible protesta, jamás miró con buenos ojos este recibimiento solemne que a los periódicos liberales se hacía diariamente en la estación, y paseaba por la carretera de Portugal hasta unas choperas, donde un monolito cartaQtnás, que decía el Chantre... que se las daba de saber Arqueología, marcaba el kilómetro dos.

Despabilados de la soporosa digestión, de la pesada siesta o de los fastidiosos minutos pasados en el coro, con el largo paseo, se sentían más ágiles, más jóvenes todos, y había algún profano que, al regresar a la ciudad, cantaba cosas tan poco eruditas y convenientes a la majestad de la ciencia como ésta:

Quien te puso petenera,
no te supo poner nombre...

Se oía una voz gruñona y reprensiva, reconviniendo:

— ¡D. Fructuoso, por Dios, que pierde usted toda su autoridad de catedrático!...

— Sr. D. Joaquín, tiempo hay de reír y tiempo de llorar... y no lo digo yo... que lo decía el sesudo autor del Eclesiastés... contestó el grave señor, que era profesor de Derecho Canónico.

— El autor del Eclesiastés fue un libertino, don Fructuoso.

— Por Dios, D. Joaquín, no vilipendie a los autores sagrados, que hablaron divinitius inspirati... A más de que no veo yo motivos para que no sea lícito a quien ha pasado la mañana embebido en graves tareas de jurisprudencia, esparcir un poco el ánimo a la tarde...

Y de nuevo la voz sonaba irónica, destemplada, quejumbrosa, sin gracia y sin garbo:

Que te debía haber puesto
¡ay, perdición de los hombres!...

Por el camino se inclinaban a veces para recoger amapolas, que asomaban sus cabecitas curiosas al borde de la cuneta, entre los campos de trigo rubio. ¡Florecitas desdichadas, tan pronto cogidas como deshechas, simbolizando acaso la exquisita fragilidad de la pureza femenina!...

Los graves magistrados y sesudos canónigos, no hacían naturalmente estas reflexiones sentimentales, y cogían las amapolas por distracción y sin respeto, como hubieran cogido un puñado de ortigas si no punzasen. Cuanto más caminaban, más iban perdiendo la alegre espontaneidad del principio; y al acercarse a la ciudad, volvían ya entiesados, rígidos, como poseídos de la nobleza de su misión civil.

El sol se desmayaba sobre los lejanos oteros de Benzales, postrándose antes sobre la carretera, a la cual arrojaba sus últimos y más codiciados rayos, como un homenaje de grana y oro rendido a los pies de la magistratura, la ciencia universitaria y el clero catedral... Solía ir anocheciendo y comenzaban a parpadear los vergonzantes faroles de gas cuando, después de separarse los presbíteros, dispersándose por las intrincadas callejuelas que rodean la Catedral, entraban los seglares en el casino de la población.

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