¡Oh, la crueldad incomprensible, inadmisible! Le sentenció Dios a muchos miles de siglos de purgatorio porque si los hombres al que no matan, al que absuelven de la última pena lo sentencian casi a lo mismo con sus treinta años, Dios, al que perdona del Infierno, le condena, a veces, a toda la eternidad menos un día, y aunque ese día mata por completo toda la eternidad, ¡cuán vieja y cuan postrada no estará el alma el día en que cumpla la condena! Estará idiota como el alma de la ramera Elisa, de Goncourt, cuando sale del presidio silencioso.
“¡Cuántas hojas de almanaque, cuántos lunes, cuántos domingos, cuántos primeros de año esperando un primero de año separado por tantísimos años!”, pensaba el sentenciado, y no pudiendo resistir aquello, le pidió al Dios tan abusivamente cruel, que le desterrase al infierno definitivamente, porque allí no hay ninguna impaciencia.
“¡Matadme la esperanza! ¡Matad a esa esperanza que piensa en la fecha final, en la fecha inmensamente lejana!”, gritaba aquel hombre que por fin fue enviado al Infierno, donde se le alivió la desesperación.
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