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Manuel Gutiérrez Nájera en AlbaLearning

Manuel Gutiérrez Nájera

"Juan Lanas"

Cuentos sueltos

Biografía de Manuel Gutiérrez Nájera en Wikipedia

 
 
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Música: Mendelssohn - Song Without Words, Op. 19, No. 6
 
Juan Lanas
OBRAS DEL AUTOR
Cuentos
Cuento triste
El amigo
Después de las carreras. Berta y Manón
El vestido blanco
En la calle
Juan el organista
Juan Lanas
La balada del año nuevo
La hija del aire
La mañana de San Juan
La novela del tranvía
La pasión de Pasionaria
La venganza de Mylord
Las misas de Navidad
Los suicidios
Rip-Rip el aparecido
 
Poemas
Para entonces
 
Prosa: Crítica social
El culto a los antepasados
Sentencia de vida
 

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Bien dicen que Dios jamás olvida a los pájaros ni a los cronistas. Temí no hallar asunto para escribir mi artículo de hoy, y he aquí que al subir a un coche, me encuentro unas cuantas hojas manuscritas, atadas por un balduque azul celeste.

¿No conocen ustedes a Juan Lanas?

¿No? Pues van ahora a conocerlo.

No, esto es insoportable. Ame Ud. a una mujer con toda su alma, deje Ud. todos los paseos, todas las diversiones para dedicarse a estudiar, sólo a estudiar: enciérrese en las cuatro paredes de su cuarto sin salir más que por la noche, como los mochuelos, para encaminarse pian pianito a la casa de "ella"; ella, la que nos impulsa al trabajo, la que nos alienta, la que nos fortifica; hágase Ud. hurón para sus compañeros, selvático para sus amigos, insoportable para todos, y sin tomar nunca una copa, sin ir al café, sin perder el tiempo en las calles, en los paseos, en los teatros, más austero que un cenobita, más estudioso que Pico de la Mirándola, renuncie Ud. a la vida animada de los jóvenes y pase horas tras horas con los codos apoyados en la mesa, con un libro, casi siempre árido y seco, abierto constantemente ante los ojos, quemándose las pestañas, debilitándose el cerebro, sin tener más esperanza ni más felicidad, ni más consuelo que decirse para sus adentros, cuando vaya Ud. a meterse entre las sábanas: vamos, Carlos, estoy contento de ti, eres un buen muchacho, has estudiado tantas páginas, no has gastado el tiempo inútilmente, ya gozaste dos horitas de felicidad pasadas en dulce plática con Luisa; vamos, estoy contento, sigue así; por ahora, duérmete, y mañana cuidado con que se os peguen las colchas, señor flojo; en cuanto suene el alba, a poner los huesos de punta, a trabajar otra vez, que para eso ha hecho Dios Nuestro Señor el día; y así, siguiendo como vamos, con paciencia y un ganchito pasarán los días v las semanas y los meses, y dentro de año y medio o dos años, echando por lo alto, habremos ya vadeado el río, y podrá Ud., ir al examen y contestar a todas las preguntas, y obtener el título de médico, y después –aquí entra lo más dulce–, presentarse en la casa de la novia, que estará más contenta que unas pascuas; y así, al oído, quedo, muy quedito, decirle con la voz entrecortada de alborozo: mira, Luisa, por ti he hecho esto y aquello y lo de más allá; por ti he pasado mi vida emparedado en mi tugurio de estudiante, inquiriendo muchas cosas que no me interesaban, porque a mí sólo me interesa lo que te toca a ti, mi vida; consumido y escuálido a fuerza de estudiar horas tras horas; por ti he hecho todo esto, y habría hecho más, mucho más si hubiera sido necesario; pero ahora ya soy feliz, he terminado mi carrera; mira, aquí está mi título; dicen que tengo un porvenir grande, muy grande; toda mi gloria, toda mi vida, todo mi porvenir son tuyos; te amo con toda el alma; Luisa, Luisa mía, ¿me quieres? La muchacha, por supuesto, se pondrá más coloradita que una rosa, entornará sus párpados, arrugará con sus dedos sonrosados una de las puntas de su delantal de casa, pero luego levantará los ojos, ¡aquellos ojos con los que he soñado tantas noches! y mirándome así, como entre alegre y asustada, murmurará un "sí" tan tembloroso, tan quedo, tan entrecortado, que más bien que oírlo he de adivinarlo; sí, de adivinarlo, porque en aquel momento sus pupilas aparecerán más brillantes, más húmedas que nunca, y nuestras manos como atadas de improviso, entrelazarán sus dedos muy estrechamente, y una sonrisa, una sonrisa apacible, dulcísima, inefable, entreabrirá por un momento aquella boca, aquella cereza que los pájaros abrieron picoteándola.

Eso es, haga Ud. todo esto; abrigue durante uno, dos, tres años, estos sueños, estas ilusiones de color de rosa, y el mejor día, cuando esté más próximo el ansiado término, se encuentra Ud. con un pollito adamado, con un mozalbete estúpido cuya única sabiduría consiste en atusarse con pomada "hongroise" los nada artísticos bigotes, en robar a su padre los dineros que derrocha diariamente en las cantinas, en andarse con no muy virtuosos compañeros por lugares nada limpios que digamos, en emborracharse y despilfarrar cuanto posee; y ese pollito, ese mozalbete, ese muñeco, os birla en un abrir y cerrar de ojos a la novia, conquista su corazón o su vanidad por lo menos; si ella cuenta con algún capital, aunque sea escaso, es capaz de casarse "incontinenti"; y entretanto, Ud., el imbécil, el necio, el hotentote, después de una vida de sacrificios y de privaciones, se encuentra con que aquel zascandil menospreciable le ha escamoteado como por encanto su porvenir, su vida, su felicidad, su todo.

¿Pero cómo tolera Dios estas infamias? ¿En dónde está la justicia que domina y arregla al Universo? ¡Si es una atrocidad! ¡Si no hay palabras con que poder nombrar estos delitos! ¡Y yo que la amaba tanto... que la amaba, sí... ! ¡no, mentira! ¡que la amo, que la amo todavía! Ayer mismo, después de cerrar el libro y apagar el mechero de aceite para adormecerme, me bajé descalzo de la cama, me dirigí a la pobre mesa que me sirve, y abriendo uno de sus cajones toscos y groseros, saqué temblando de emoción aquella cinta azul que la otra noche tomé furtivamente del tocador de Luisa. ¡Pobre corazón mío! casi se me saltaba del pecho cuando apretaba convulso con mis manos aquella cinta azul que tantas veces había visto entrelazada en su cabello.

Así, velando aquella prenda de mi Luisa, volví a tenderme en mi jergón, con el alma entristecida por no sé qué extraños presentimientos de amargura, pero amándola con toda mi alma, y... no me avergüenzo de decirlo, llorando, sí, llorando como un niño.

Esta mañana todavía, volví a casa de Luisa para cumplir uno de los encargos que anteayer me hizo; entré; me acuerdo que, como era muy temprano, ella estaba en su tocador, y al escuchar mis pasos corrió a cerrar la puerta, gritando: "No se puede entrar, no se puede entrar, espérame". Nunca olvidaré aquel diálogo que tuvimos después. Ella entreabrió la puerta nada más lo suficiente para asomar por ella la cabeza, y escondiendo su cuerpo detrás de uno de los bastidores, sólo me dejaba ver un par de dedos afilados, color de rosa, suaves, que Dios sabe con cuanto placer hubiera yo tocado con mis labios. Se estaba peinando: algunas gotitas de agua brillaban todavía en sus rizos, y una de sus trenzas larga, negra, sedosa, enroscándose en su cuello de alabastro iba a concluir en la boquita de mi Luisa, quien con sus blancos dientes la apretaba, mientras con la otra mano componía con horquillas su cabello. Un albornoz blanco echado con precipitación sobre la espalda, velaba los encantos de su seno, pero abriéndose voluptuoso, por un lado dejaba ver un hombro terso, sonrosado, cubierto por un ligero y delicado vello, que lo hacía semejante a un durazno. Una sonrisa, yo no sé si burlona o maliciosa, asomaba en los labios de mi Luisa, que dirigiéndome una lluvia de preguntas con esa voz vibrante y argentina, cuyo secreto sólo ella posee, parecía gozarse en mi aturdimiento y embarazo. Luego que hube acabado de narrarle cómo había cumplido sus encargos, temiendo ser molesto con una visita tan matinal, dije:

–Luisa, hasta la noche.

–No, Carlos, no vengas a casa esta noche; vamos al teatro.

–¡Ah!

–Dan El Hebreo y mamá tiene deseos de ir. ¿Por qué no vienes con nosotros?

¡Ir con ella! ¡yo! ¡estar en el mismo palco! ¡causar celos o envidia a cuantos la mirasen! ¡Darle el brazo para bajar las escaleras, poner sobre sus hombros el abrigo y llevar en la mano su abanico! ¡Qué felicidad, Dios mío; qué felicidad! Pero bueno, para hacer todo esto se necesita un traje conveniente. Un frac y un par de guantes son indispensables. ¿Cómo me atrevo a ir con esta chupa de estudiante, con mis pantalones grises y mi sombrero de hongo? No, eso es imposible. Se reirían de mí. Ella se pondría colorada y le daría vergüenza presentarme. ¡Como que ella iría muy elegante, por supuesto! Es cierto que sus padres me quieren como a un hijo. Su madre y la mía se trataban como hermanas. Yo aprendí a leer junto con ella. Nos hablamos de tú. Mayor confianza no puede ya existir entre nosotros. Pero siempre, un amigo mal vestido, en sociedad, es un ridículo. Deben respetarse las preocupaciones. No, decididamente, yo no voy con ella.

Todo esto lo pensé en un solo instante, y respondiendo a la pregunta dije:

–Gracias, Luisa. De buena gana acompañaría a Uds.; pero ya ves que...

–Nada, deje Ud. el estudio, caballero. No han de reñir los libros porque Ud. los abandone en una sola noche. ¿Al fin no da lo mismo pasar dos horas en el teatro que aquí o en otra parte?

–No es eso, Luisa, sino que precisamente tengo que ir esta noche a...

–Vamos a ver: ¿adónde?

–A la casa de uno de mis maestros, que está enfermo, y que ayer mismo me mandó llamar para comunicarme una orden de importancia.

–Pero, hombre de Dios, ¿no me acabas de decir "hasta la noche"?

–Sí, pero porque confiaba en venir algo más tarde que lo de costumbre.

–Eso es, hoy vas a velar al buen señor que probablemente no tiene madre, ni mujer, ni hijos, ni sobrinos, ni primos, ni parientes, ni otro arrimo en el mundo más que el de tu interesantísima persona...

Aquí Luisa soltó una carcajada, mientras que yo, más colorado que un tomate, estrujaba con mis manos sudorosas los desgarrados bolsillos de mis pantalones.

–Vamos, vamos, alguna calaverada tendrá Ud. por ahí pendiente...

–Yo te aseguro, Luisa...

–¡Chit! ¡Calle Ud., don botarate!

–Y en prueba de ello...

–¡Que no tiene Ud. vela en este entierro! ¡Afuera!

Y diciendo y haciendo cerró de golpe la puerta de su tocador, dejándome a mí con una cara que, de habérmela visto en el espejo, me habría muerto de risa o de coraje.

–Luisa... Luisa... ¡adiós, Luisa!

Nada, se había encastillado en su tocador, con la decidida intención de no contestarme. Salgo más que amostazado de la pieza; tropiezo con un costurero que hay en la antesala; doy un soberano pisotón al falderillo que por poco no me arranca la mitad de la pierna de un mordisco; en mi aturdimiento me olvido de despedirme de la señora; bajo en dos saltos la escalera; voy a ponerme el sombrero... ¡Caracoles! en lugar de mi hongo acostumbrado me encuentro con un gorro militar, propiedad seguramente de alguno de los muchachos de la casa; vuelvo a subir, entro otra vez, tomo el sombrero, estoy a punto de derribar con el codo un candelero, me tropiezo en la escalera, bajo por último en dos saltos, atravieso el patio... ¡patatrás! siento de súbito sobre mi sombrero el chorro del agua cristalina; ¡cáspita!, ¡el mozo que riega las macetas me ha convertido en un pez! ¡Señor, Señor, qué día! ¡qué día!

Aquí concluye el primer monólogo de Juan Lanas. Si a algún lector le interesa, dígalo francamente, y yo me comprometo a publicar el segundo.

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