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Cuentos color de humo Cap. 6
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Biografía de Manuel Gutiérrez Nájera en Wikipedia | |
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Música: Mendelssohn - Song Without Words, Op. 19, No. 6 |
Juan el organista |
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¡Cómo, Enriqueta tenía novio! He aquí que lo inesperado, ese gran cómplice en quien Juan confiaba, se volvía en contra suya. ¡Y cuando!... Cuándo después de aquella enfermedad de la niña, durante la cual Enriqueta había dividido con él las zozobras y los cuidados, era más viva y más intensa su pasión. Juan creyó morirse de congoja y al volver a su pieza y ver a su hija que le tendía los escuálidos bracitos, exclamó como en aquellos instantes supremos que siguieron al abandono de su esposa: — ¡Ay, pobre hija, ya no tienes madre!—Con efecto, ¿no era Enriqueta la madre de Rosita? Pues también la iba a dejar huérfana, como la otra, a irse con un hombre a quien Juan no conocía aún, pero que odiaba. ¿Quién era aquel Carlos? Probablementeun rico... los pobres ponen siempre en defecto a los que odian. ¡Buen mozo! Juan no lo era y comprendía instintivamente que el triunfo de su rival era debido a las cualidades de que él carecía. Inteligente... No, inteligente no—murmuró Juan. Poco a poco, la luz se fue haciendo en el cerebro del desgraciado preceptor. Y comenzó a explicarse claramente cuántos ademanes, acciones y palabras de Enriqueta interpretó favorablemente a su pasión. Era aquello un deshielo de ilusiones. El sol calentaba con sus rayos la estatua de nieve, y la figura deshacíase. Juan decía para sí: «¡Qué necio fui! Yo tenía un tesoro de miradas, sonrisas y palabras; esto es, diamantes, perlas, y oro. Y ahora un extranjero viene a mí, se acerca y me dice con tono imperioso:— Devuélveme cuanto posees. Nada de eso es tuyo. Todo es mío. ¿Recuerdas el rubor que tiñó su rostro, cuando, delante de tí, le preguntaron si amaba a alguien? Tu imaginaste que ese rubor era la sombra de tu alma, y no era más que el calor de la mía. Una tarde la hallaste sola en el jardín y echó a correr para que no la vieras. — Me huye, porque sabe mi cariño—dijiste para tus adentros—¡Pobre loco! Te esquivaba para ocultar la carta que yo le escribí y que ella leerá con los labios. Y esas miradas húmedas de amor que clavaba en tu rostro algunas noches iban dirigidas a mí. Hasta al acariciar la cabecita de tu hija, pensaba en los niños que tendríamos, y por lo tanto, en mí también. Cuantos recuerdos tienes son robados. Devuélveme tus joyas una a una». Y cada vez se iba quedando más pobre y más desnudo. Hasta que al fin sus piernas ñaquearon y cayó desfallecido en el suelo. Juan no murió de pena porque la muerte no se apiada nunca de los infelices. En la noche de aquel terrible día llegó Carlos a la hacienda; Juan no quiso bajar al comedor, pero desde su pieza, sentado a la cabecera de la cama en donde dormía su hija convaleciente, escuchaba el ruido de los platos y las alegres risas de los comensales. ¿Cómo sería Carlos? La curiosidad impulsaba a Juan a salir callandito e ir a espiar por el agujero de la llave. Pero la repugnancia que el novio de Enriqueta le inspiraba y el caimiento de su ánimo, le detuvieron. Al poco rato cesó el ruido, Juan oyó los pasos del recién llegado que atravesaba el patio tarareando una mazurca; la conversación de los criados que limpiaban la vajilla en la cocina y luego pisadas de mujer que se acercaban. Entonces recordó. Enriqueta tenía costumbre de ir todas las noches y antes de acostarse a ver a su enfermita y curarla bien. ¡Iba a entrar a la alcoba! Juan no tuvo tiempo más que para ocultar la cabeza entre sus brazos, tendido en la cama y fingir que dormía. ¿Para qué verla? Sobre todo el llanto puede sofocarse mientras no se habla; pero las palabras abren, al salir, la cárcel de las lágrimas, y éstas se escapan. Enriqueta entró de puntillas, y, viendo a Juan con extrañeza titubeó algunos momentos antes de acercarse a la cama. Por fin se aproximó. Con mucho tiento y procurando hacer el menor ruido posible, cubrió bien a la niña con sus colchas. Después se inclinó para besar en las mejillas y en la frente a su enfermita. Juan oyó el ruido de los besos y sintió la punta de los senos de Enriqueta rozando uno de sus brazos. Tenía los ojos apretadamente cerrados y se mordía los labios. Cuando el ruido de las pisadas de Enriqueta se fue perdiendo poco a poco en el sonoro pasadizo, Juan se soltó a llorar. |
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