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Cuentos color de humo Cap. 5
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Biografía de Manuel Gutiérrez Nájera en Wikipedia | |
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Música: Mendelssohn - Song Without Words, Op. 19, No. 6 |
Juan el organista |
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Bien comprendía Juan la imposibilidad de que su amor permaneciera oculto mucho tiempo; pero medroso y convencido de su propia desgracia, alejaba adrede el día de la inevitable confesión. A solas, en la obscuridad de su alcoba o en el silencio del jardín, imaginaba fácil y hacedero lo que después le parecía imposible. Mas como siempre nos inclinamos a creer aquello que nos agrada, poco a poco, la idea de que sus sueños no eran de todo punto irrealizables, como al principio sospechó, fue ganando terreno en su entendimiento. Parecían favorecer esta transformación moral, las continuas solicitudes de Enriqueta, cada vez más tierna y bondadosa con Rosita y más amable con el pobre Juan. Este interpretaba tales muestras de cariño como prendas de amor, y hasta llegó a creer —¡tan fácil es dar oído a la presuntuosa vanidad!—que Enriqueta le amaba y que tarde o temprano realizaría sus ilusiones. ¿Con qué contaba Juan para subir a ese cielo entrevisto en sus alucinaciones y sus éxtasis? Con el gran cómplice de los enamorados y soñadores: con lo inesperado. Lo peor para Juan era el trato íntimo que tenía con Enriqueta. Vivía en su atmósfera y sentía su amor sin poseerlo, como se embriagan los bodegueros con el olor del vino que no beben. Cada día Juan encontraba un nuevo encanto en la mujer amada. Era como si asistiese al tocador de su alma y viera caer uno a uno todos los velos que la cubrieran. Además, nada hay tan invenciblemente seductor como una mujer hermosa en el abandono de la vida íntima. Juan miraba a Enriqueta cuando salía de la alcoba, con las mejillas calientes aún por el largo contacto de la almohada. Y la veía también con el cabello suelto o recostada en las rodillas de la madre. Y cada actitud, cada movimiento, cada ademán, le descubrían nuevas bellezas. E igual era el crecimiento de su admiración en cuanto atañe a la hermosura moral de Enriqueta. Todas esas virtudes que buscan la obscuridad para brillar y que nunca adivinan los profanos; todos esos atractivos irresi.stibles que la mujer oculta, avara, a los extraños y de que sólo goza la familia, aumentaban la estimación de Juan y su cariño. Tenían, además, aquellas dos vidas un punto de coincidencia: Rosita. Enriqueta prodigaba a la niña todas las ternezas y cuidados de una madre joven; de una madre que fuera a la vez como la hermana mayor de su hija. Cierta vez la niña enfermó. Fue necesario llamar a un doctor de México, cuyo viaje fue costeado por Don Pedro. Enriqueta no abandonó un solo momento a la enfermita. La veló varias noches, y al ver a Juan desfallecido de dolor, le decía cariñosa: —No desespere usted. La salvaremos. Ya le he rogado a nuestra madre de la Luz que nos la deje. Venga usted a rezar conmigo la novena. La niña sanó; pero el mísero Juan había empeorado. Precisamente el día en que el médico le dio de alta, Juan fue al comedor de la hacienda. Habían servido ya la sopa cuando Don Pedro dijo en alta voz: —Hoy es un día doblemente fausto. Rosita entra en plena convalecencia y llega Carlos a la hacienda. Luego, inclinándose al oído de Juan, agregó: —Amigo mío, para usted no tenemos secretos porque es ya de la familia: Carlos es el novio de Enriqueta. |
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