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Manuel Gálvez

"Una santa criatura"

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Una santa criatura
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III

Ahora iban a empezar las clases. Y María del Rosario se dirigía a la escuelita, contenta, esperanzada, con la habitual sencillez de su corazón. ¡Era tan lindo dar clase! Y como ella, cientos de muchachas, a la misma hora y con el mismo corazón sencillo y la misma esperanza, cruzaban la ciudad gigantesca para enseñar a los niños en las escuelas. ¡Laboriosas muchachas, santas y pacientes criaturas! En nuestro país son lo mejor. El triple tesoro de la humildad, del amor y de la ilusión les pertenece. La vida es algo serio para ellas. Su capacidad sentimental y su vida interior no la tienen las muchachas de las altas clases sociales. En ellas es posible eso tan raro y tan bello que se llama la pasión de Amor.

Allá iba María del Rosario por la calle, con su pasito apresurado. Caminaba un poco agachada y como ocultándose, que es como suelen caminar los seres muy modestos o los que han sufrido mucho. Era bajita, de carnes redondeadas. Desde chica tenía en los labios una expresión dolorosa, que habíasele acentuado al morir su hijito. Pero también habíasele como derramado por toda la cara aquella expresión de sufrimiento. Por la frente, que era pensativa; por los ojos, unos ojos celestes y confiados cuya dulzura se había humedecido de melancolía; por sus mejillas, que tendían a una posición alargada, había algo de doliente en toda la personita de la pobre María del Rosario.

Creíase fea, vulgar, poquita cosa. No era bonita, sin duda, pero sí interesante. Aquella sonrisa triste era su encanto, y ella no se imaginaba hasta qué punto dábale carácter y personalidad. Tenía un alma apasionada. Tranquila habitualmente y silenciosa, exaltábase alguna vez en las discusiones. Entonces su rostro se animaba, su cabecita se enderezaba, sus ojos parecían despertar de su letargo, su busto erguíase. Tenía opiniones arraigadas, pero rarísimamente las dejaba ver. Solía ceder cuando discutíanle algo; por bondad, por no ofender. Asentía vagamente, sin traicionar su verdadera opinión, y quedaba con la cabeza a un lado, melancólica, acentuada algo más la pequeña duda de sonrisa doliente de sus labios.

Acaso por esta sonrisa doliente, ¡pobre María del Rosario!, juzgábanla en la casa una mosquita muerta. ¡Mosquita muerta ella, que era toda sinceridad! No la comprendían, ni nadie la comprendió nunca. Pero ¿qué puede hacer una cuando es así, callada, reservada, poquita cosa?

La directora dióle el primer grado. ¡Qué felicidad tener otra vez los chiquitos! ¡Eran todos un encanto, de ricos y graciosos! ¡Daba una risa a cada disparate que preguntaban!

Pero esa felicidad fue motivo de pena. Claro, por su pobrecito Nene. Pasaba que nunca lo imaginó a su hijito grande, sino de seis años cuando más: la edad de toda aquella ricura de angelitos. En sus sueños — ¡qué divinos sueños de pobrecita madre! — lo veía aprendiendo a leer con ella, gracioso, riquísimo, hecho un bandido. Así es que en la escuela, muchos días que le daba por acordarse, ¡era una pena, una pena!... Hasta se le ocurría — ¡qué tonta es una a veces!—que el Nene entraba en el aula o que jugaba con los otros mocosos en el recreo.

Desde que nació el Nene, ella había decidido que se parecía al padre. ¡Pero si era igualito! Parece mentira que una criatura recién nacida pueda ser tan idéntica a una persona grande. La naricita perfecta, los ojitos redondos, el corte de la carita, todo era igual que en el padre, pero de una igualdad que daba risa. Y no era por cariño a ese hombre, no, que ella encontraba al Nene tan parecido a él. Cierto que se enamoró como una zonza, que fue suya en cuerpo y alma, pero ahora no lo quería, no podía quererlo. ¡Un poco egoísta, ese muchacho! Ni siquiera se incomodó para conocer a su hijito. A ella le hubiese encantado mirar al Nene junto con él y turnarse en los besuqueos. O no, lo hubiera dejado a él... Ella tenía tiempo para besar a solas al chiquito y jugar con él y hablarle todo el día. Si él hubiera ido, ella le habría perdonado el daño que le hizo. No era malo, pero si un poquito egoísta, ¿Serían así todos los hombres, como había oído tantas veces? De todos modos lo habría perdonado. Pero para quedar como amigos, nada más. No se vaya a creer otra cosa. Aquello, el amor, se fue de su corazón.

Esto imaginaba la pobre María del Rosario. Pero al mismo tiempo que lo imaginaba, el corazón se le ponía inquieto. Ella se creía fuerte, y lo era. Pero ignoraba que el Amor es más fuerte que toda la fuerza de una buena muchacha.


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