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Manuel Gálvez

"Una santa criatura"

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Una santa criatura
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I

¡Qué vacaciones pasó aquel verano la pobre María del Rosario! Los tres meses estuvo la maestra metida en su pobre cuartito. Y no era por enfermedad, no. Pero ¿adonde ir? No tenía en Buenos Aires una sola amiga. Cierto que podía pasear por las calles del centro, tan divertidas. ¡Cuánta gente y cuántos carruajes! Pero daban miedo y aturdían. Daban miedo los automóviles y también esos hombres que la miraban a una con unos ojos... Serían muy divertidas esas calles, pero no para una pobre provincianita.

Y además que a ella le era casi imposible salir. He aquí la razón.

Allí en la casa la conocían y la trataban bien. La pensión que pagaba era cara, pero, en fin, allí la conocían y la querían. Cierto que la dueña no era muy simpática y que sus dos hermanas la incomodaban a veces un poquito. Pero la pobre mujer había perdido a su marido y a su hija, y, naturalmente, había que tolerarle algunas cosas; por ejemplo, que a veces la insultase a una o le recordase su falta. Pero en el fondo del alma era una buena mujer. Lo mismo que sus dos hermanas. Parecían agresivas, descontentas, chicaneras, pero eran buenas las pobres. Algunos días:— ¡daba risa, acordarse! — estaban insufribles. Gritaban, se enojaban con una a dos por tres. Si una comía poco le decían princesa, señorita delicada y otras cosas que daban ganas de reír. Si una comía con apetito, le decían hambrienta. ¡Pero eran buenas en el fondo las pobres! Y sobre todo que ellas la habían perdonado. Esto era lo esencial. Ellas se enojaron mucho al principio, pero acabaron por perdonarla. ¿Y quién sabe si en otra parte la perdonarían? El caso fue que la perdonaron, y cuando a una la perdonan está obligada a soportarlo todo y a ser buena. ¿Qué otra cosa puede desear la gente que ha faltado, si no que la perdonen?

Por eso María del Rosario estaba como atada a la casa. Nunca, pero nunca, salió sin decir adonde iba. Y siempre, claro, salió con algún objeto. ¿Cómo entonces decirles: me voy a pasear al centro? ¡A pasear, tan luego! Era una locura. Desconfiarían de ella. No, no; ella no tenía derecho a hacer eso. ¡Qué imprudencía sería una acción semejante! Y sobre todo, que una debe corresponder a la confianza de los que la han perdonado. Por esto ella contaba todo en la casa. Lo que hacía en la escuela, durante el curso, y lo que no hacía. Lo que hablaba con las otras maestras. Si conoció algún hombre, lo contaba. Si leía algún libro, contaba el argumento, ¡No fueran a imaginarse que una lee libros que no debe leer! La cuestión era que viesen cómo una merecía la confianza que le demostraban. ¿No la perdonaron, acaso?

Sólo una cosa la maestra no contaba en la casa: sus tristezas... Era imposible contarlas. Ni ella se atrevería a mover los labios ni tendría quien la escuchase. La señora y las dos hermanas eran muy buenas, pero, ¿a quién le gusta oír tristezas de otro? Solamente a ella, que sería capaz de escuchar el relato de todos los sufrimientos del mundo. Y además, podrían enojarse o burlarse de ella, como se enojaron o le dijeron sarcasmos dos o tres veces que la vieron con lágrimas en los ojos. Cierto que ella tuvo la culpa, pues no se debe provocar a nadie. Pero, ¿cómo no iba a llorar si se acordaba de su pobre hijito muerto? Naturalmente, ella no dijo una palabra y soportó el enojo o los sarcasmos como una gran culpable que era.

Además, sus tristezas provenían de su falta. Así, pues, le correspondía padecer en silencio. Si les contaba a ellas sus preocupaciones, podían creer que una lo hacía para aliviarse y quedar contenta. Y, sobre todo, que ir con esas cosas, hablar de una falta tan grave a mujeres tan virtuosas, era ofenderlas. Jamás les revelaría sus penas. ¿No la perdonaron una vez ? ¿Y qué más, pues?

Así es que aquellas vacaciones de la pobre maestrita no fueron muy divertidas. Madrugaba, como siempre, y arreglaba su cuartito. Ahora que no tenía nada que hacer podía quedarse en la cama hasta más tarde, y muchas veces se hubiera quedado por su gusto. Pero, ¿y si después le decían que era una haragana? Ya una vez sucedió, una mañana que se quedó pensando en el Nene, imaginándolo grande, de seis años, con su traje de marinero, hecho un hombrecito. Luego ayudaba a arreglar la casa. Ella prefería leer, pero la dueña era tan trabajadora que no podía verla sentada, sin ocuparse en algo, y la mandaba a barrer, a limpiar los muebles, a cualquier cosa. A veces cocinaba también. Por las tardes leía, cosía, conversaba con la señora y con sus hermanas. Y se acostaba tempranito, para seguir la misma vida al día siguiente. Cierto que era triste su vida. Pero cuando una tiene en qué pensar, no se aburre tanto. Así, ella pensaba en el Nene. Y todos los días dedicaba un buen rato, un largo rato, a mirar las ropitas del Nene y a limpiarlas y a volverlas a guardar.

Pero esta vida iba a terminar con las vacaciones. Las clases empezaban aquella misma mañana.


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