Era una especie de hombre. Huraño, solo. No solo: con una escopeta de cargar por la boca y un guaraguao.
Un guaraguao de roja cresta, pico férreo, cuello aguarico, grandes uñas y plumaje negro. Del porte de un pavo chico.
Un guaraguao es, naturalmente, un capitán de gallinazos. Es el que huele de más lejos la podredumbre de las bestias muertas para dirigir el enjambre.
Pero este guaraguao iba volando alrededor o posado en el cañón de la escopeta de nuestra especie de hombre.
Cazaban garzas. El hombre las tiraba y el guaraguao volaba y desde media poza las traía en las garras como un gerifalte.
Iban solamente a comprar pólvora y municiones a los pueblos. Y a vender las plumas conseguidas. Allá le decían "Chancho-rengo".
–Ej er diablo er muy picaro pero siace er Chancho-rengo...
Cuando reunía siquiera dos libras de plumas se las iba a vender a los chinos dueños de pulperías.
Ellos le daban quince o veinte sucres por lo que valía lo menos cien.
Chancho-rengo lo sabía. Pero le daba pereza disputar. Además no necesitaba de mucho para su vida. Vestía andrajos. Vagaba en el monte.
Era un negro de finas facciones y labios sonrientes que hablaban poco.
Suponíase que había venido de Esmeraldas. Al preguntarle sobre el guaraguao decía:
–Lo recogí de puro fregao... Luei criao dende chiquito, er nombre ej Arfonso.
–¿Por qué Arfonso?
–Porque así me nació ponesle.
Una vez trajo al pueblo cuatro libras de plumas en vez de dos. Los chinos le dieron cincuenta sucres.
Los Sánchez lo vieron entrar con tanta pluma que supusieron que sacaría lo menos doscientos.
Los Sánchez eran dos hermanos. Medio peones de un rico, medio sus esbirros y "guardaespardas".
Y, cuando gastados ya diez de los cincuenta sucres, Chancho-rengo se iba a su monte, lo acecharon.
Era oscuro. Con la escopeta al hombro y en ella parado el guaraguao, caminaba.
No tuvo tiempo de defenderse. Ni de gritar. Los machetes cayeron sobre él de todos lados. Saltó por un lado la escopeta y con ella el guaraguao.
Los asesinos se agacharon sobre el caído. Reían suavemente. Cogieron el fajo de billetes que creían copioso.
De pronto Serafín, el mayor de los hermanos, chilló:
–¡Ayayay! ¡Ñaño, me ha picao una lechuza!
Pedro, el otro, sintió el aleteo casi en la cara. Algo alado estaba allí, en la sombra. Algo que defendía al muerto.
Tuvieron miedo. Huyeron.
Toda la noche estuvo Chanchorengo arrojado en la hojarasca. No estaba muerto: se moría.
Nada iguala la crueldad de lo ciego y el machete meneado ciegamente le dejó un mechoncillo de hilachas de vida.
El frío de la madrugada. Una cosa pesaba en su pecho. Movió –casi no podía– la mano. Tocó algo áspero y entreabrió los ojos.
El alba floreaba de violetas los huecos del follaje que hacía encima un techo.
Le parecía un cuarto. El cuarto de un velorio. Con raras cortinas azules y negras.
Lo que tenía en el pecho era el guaraguao.
–¿Ajá eres vos, Alfonso? No... No... me comas... un... hijo... no... muesde... ar... padre ... loj... otros...
El día acabó de llegar. Cantaron los gallos de monte. Un vuelo de chocotas muy bajo: muchísimas. Otro de chiques, más alto.
Una banda de micos de rama en rama cruzó chillando.
Un gallinazo pasó arribísima.
Debía haber visto.
Empezó a trazar amplios círculos en su vuelo. Apareció otro y comenzó la ronda negra.
Vinieron más. Como moscas. Cerraron los círculos. Cayeron en loopings. Iniciaron la bajada de la hoja seca.
Estaban alegres y lo tenían seguro.
¿Se retardarían cazando nubes?
Uno se posó tímido en la hierba, a poca distancia. El hombre es temible aún después de muerto.
Grave como un obispo, tendió su cabeza morada. Y vio al guaraguao.
Lo tomaría por un avanzado. Se halló más seguro y adelantóse. Vinieron más y se aproximaron aleteando. Bullicio de los preparativos del banquete.
Y pasó algo extraño.
El guaraguao como gallo en su gallinero atacó, espoleó, atropelló. Resentidos se separaron, volando a medias, todos los gallinazos. A cierta distancia parecieron conferenciar: ¡qué egoísta! ¡Lo quería para él solo!
Encendía la mañana. Todos los intentos fueron rechazados. Un chorro verde de loros pasó metiendo bulla. Los gallinazos volaron cobardemente más lejos.
Al medio día la sangre del cadáver estaba cubierta de moscas y apestaba.
Las heridas, la boca, los ojos, amoratados.
El olor incitaba el apetito de los viudos. Vino otro guaraguao. Alfonso, el de Chancho-rengo, lo esperó, cuadrándose. Sin ring. Sin cancha. No eran ni boxeadores ni gallos. Encarnizadamente pelearon.
Alfonso perdió el ojo derecho pero mató a su enemigo de un espolazo en el cráneo. Y prosiguió espantando a sus congéneres.
Volvió la noche a sentarse sobre la sabana.
Fue así como...
Ocho días más tarde encontraron el cadáver de Chancho-rengo. Podrido y con un guaraguao terriblemente flaco –hueso y pluma– muerto a su lado.
Estaba comido de gusanos y de hormigas; no tenía la huella de un solo picotazo.
1929 |