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Sergio Galindo Márquez

"El tío Quintín"

2

Biografía de Sergio Galindo Márquez en Wikipedia

 
 
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Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante
 
El tío Quintín
OBRAS DEL AUTOR
Ana y el diablo
El retrato de Anabella
El tío Quintín
La máquina vacía

ESCRITORES MEXICANOS

Alberto Leduc
Alfonso Reyes
Alvaro Mutis
Amado Nervo
Amparo Dávila
ángel de Campo (Micrós)
Augusto Monterroso
Carlos Díaz Dufóo
Carlos Fuentes
Ciro Bernal Ceballos
Efrén Hernández
Efrén Rebolledo
Fernández de Lizardi
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Isidro Fabela Alfaro
José Emilio Pacheco
Jose Juan Tablada
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Juan José Arreola
Juan Ruiz de Alarcón
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Justo Sierra Méndez
Luis Gonzaga Urbina
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Manuel Gutiérrez Nájera
Octavio Paz
Rafael Delgado
Ramón López Velarde
René Avilés Fabila
Rosario Castellanos
Sergio Galindo Márquez
Salvador Elizondo
Sor Juana Inés de la Cruz

 

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II

Nosotros somos hijos de don Horacio de la Peña y de doña Elenita Salamanca. Nuestras raíces más remotas proceden de la antigua aristocracia pulquera, rubro cuya mención desagrada a las mujeres de la familia, a los varones no nos da pena admitirlo, aunque ahora ni quien sepa lo que fue eso. Éramos nueve, ya perecieron las más viejas: Fermina y Rocío. Me sé bien las fechas de nacimiento de la primera y de la última de mis hermanas, porque mi madre decía con frecuencia: “Mis partos fueron: del 893 al 913”; lo que quiere decir: de Fermina a Elena. Ahora el único que queda del siglo XIX es Horacio: nació en el noventa y siete o noventa y ocho, siempre me confundo con sus años; en cambio con Sara no puede haber confusiones, es del novecientos, y papá acostumbraba decir: “Ésa va con el siglo”. A ella la sigue Lorenzo, luego viene Efrén, y tras éste, Beatriz, después, yo; tampoco conmigo hay pierde porque nací con la Revolución, pero, fuera de la familia, no tengo nada de bélico. La última es Elena.

Mi madre se casó muy jovencita, en cambio mi padre ya no se cocía al primer hervor. Siempre lo vi muy viejo; los viejos de antes lo eran más que los de ahora. El tío Quintín nunca se vio tan anciano como mi padre, pero sí se le notaba que correspondía a otra época a aquel tiempo en que la vejez tenía una elegancia que se ha perdido por completo. Además, él era muy elegante. Hablando de su elegancia viene a mi mente un recuerdo fresco:

Entro corriendo en la sala y de pronto tropiezo con unas piernas de hombre, mis manos chocan con un paño gris muy suave, sedoso como los gatos. El tacto me hace adivinar al tío Quintín. La ratificación viene al ver su leontina de oro que va de un bolsillo a otro de un chaleco de brocado negro. Recuerdo la corbata granate que usaba ese día, y me sorprende —como algo extraño en él— que esté fuera de lugar y con el fistol a punto de caer al suelo. (La leontina la contemplé muchas veces, incluso jugué con ella, tenía pequeñas piezas y en cada tercer eslabón llevaba incrustado un brillante o un diamante. ¿Qué sería de ella?, ¿quién la heredó?...) Después me encuentro su rostro sofocado y sonriente. Yo intento seguir a donde iba pero él se pone a jugar conmigo y da pasos laterales a derecha o a izquierda para impedir que avance. Me dice: “Soy la Gran Muralla de China”. Empiezo a protestar y a rebelarme porque no me deja seguir cuando aparece mi madre y me calmo. Quintín me levanta y me acerca a ella para que la bese. Qué hermosa se veía: el rostro arrebolado por el calor, los ojos soñadores y ardientes.

“La Gran Muralla...” ...¡Oigo con toda claridad sus palabras! ¡Sí existes, tío! ¡Claro que sí! Ay, cuando uno empieza a dudar se cunde de sombras y engaños.

Esta parentela de chiflados es capaz de afirmar un día que jamás tuvieron un hermano de nombre Marco Tulio. Pero no, no será fácil borrarme, dejo demasiados testimonios: hijos, nietos, bisnietos... ¡Hasta para dar y prestar!

Me casé tres veces, he enviudado dos y deseo que mi esposa Eunice no sea imprudente y le dé por emprender el viaje a la eternidad antes de que me llegue a mí el fin; ya es demasiado tarde para otro matrimonio; para evitar ese riesgo la escogí bastante menor que yo. Me habitué a decir para todo: mi-esposa-Eunice, porque al principio al referirme a ella pensaba en Rosa o en Gloria y si estaba distraído esos nombres le decía, y no le hacían ninguna gracia. Con Rosa contraje nupcias en el 35 y me dio tres hijos. Era muy snob, y llevó esa manía al máximo: hasta morir de apendicitis, ¡era la enfermedad de moda!, en el 40; en la actualidad ni quien se muera de eso. Dos años más tarde me casé con ese encanto de fiereza que fue Gloria, me la mató el cáncer en el 61; con ella tuve ocho críos, cuatro hombres y cuatro mujercitas. La viudez me duró un año y a los cincuenta y dos me aceptó mi esposa Eunice, ella iba a cumplir treinta. ¡Qué mujer!, ¡tres veces gemelos! Ante esa amenaza al tercer parto la ligaron. La estadística no es mi fuerte, las cifras y las multitudes me exasperan, en castigo, como reza el refrán: lo que no quieras ver en tu casa lo has de tener. Para dar una somera idea de la gravedad de reproducción de mis descendientes diré que de los tres hijos de Rosa salieron veintisiete nietos. Sólo me cabe agregar que los otros fueron peores... Tengo bisnietos de veinte años para abajo y nietos mayores que mis gemelos menores. ¡Y todavía se ofenden porque no los reconozco!

Me deprimen estas cuentas, más vale que retome la alegría del descubrimiento, redescubrimiento, del tío Quintín.

Con franco optimismo emprendí la encuesta entre mis hermanos.

Aquí están los casos:

Descartado Horacio por las razones que ya expuse, acudí a Lorenzo. Este hermano es afable, le encantan las bromas y el trago, ¡se echa unas carcajadas que hacen retumbar las paredes! Fue bien parecido, muy alto, le encantan los cuentos colorados, y siento que uno de sus mejores rasgos es tener una pizca de ingenuidad —a Beatriz le tocó una montaña. Y yo opino como Confucio: el peor vicio de la humanidad es la estupidez.

—¿Te acuerdas del tío Quintín? —pregunté.

Lorenzo tiene ojos grandes (él y Beatriz se parecen mucho) y los agrandó más todavía cual si anduviera escudriñando en su interior para responderme. Sonreí. Era un buen principio: no había rechazo sino interés y búsqueda. Le ayudé con los datos que daba a todos, agregando, y haciendo hincapié en ello, lo de su elegancia, los paños tan finos que usaba, y un detalle más: su barba perfectamente cuidada, como la de Sir Walter Raleigh (es decir, la de los cigarros). Mis datos —aunque parezca imposible— le hacían crecer más y más los ojos y pensé que se le iban a salir de las cuencas.

—Sí... —musitó— unas manos enormes, y no delicadas sino fuertes.

—¡Exacto!

—Un día me dio unas nalgadas.

—¿De veras? —exclamé en el colmo de la dicha y envidiándolo.

—Estaba furioso porque le hice correr mucho. ¿Te acuerdas qué difícil era alcanzarme?

Mi alivio y agradecimiento no tenían límites, le respondí pletórico de generosidad.

—¡Eras una flecha!

—Pero a papá no le corría porque me iba peor. Sólo una vez lo hice, y no me quedaron ganas. En cambio a mamá la hacía rabiar a cada rato, y —pero eso fue otro día— una vez, que le dice al tío que me alcanzara.

—¿Al tío Quintín?

—¡Claro! Fue en el año en que vino a vivir con nosotros, cuando le dieron la recámara del abuelo.

—Yo de eso no me acuerdo —comento con tristeza. Y agrego con voz temblorosa—. ¿Te acuerdas de su leontina?

—¿La de los brillantes —y sacude la mano derecha con gozo infantil—. ¡Claro que me acuerdo! ¡Una vez la rompí!

En ese momento una señora, joven, le lleva un niño de brazo. Mi hermano, sorprendido, se vuelve a verme e inquiere:

—¿Y éste, quién es?

—¡Lorenzo! Si no reconozco a los míos cómo pretendes que sepa quiénes son los tuyos.

—¿También a ti te pasa?

—Diariamente.

—¿Quién eres, engendro? —le pregunta al crío apretándole cariñosamente la barbilla.

—Es Gustavito, don Lorenzo.

—¿Es tuyo?

—Sí.

—¿Y tú quién eres?

—Muriel, la esposa de Gustavo.

—¿Quién es Gustavo?

—Su bisnieto, nieto de Lorenzo Arturo, hijo de su hijo Lorenzo Felipe.

—¡Claro! ¡Claro! —pero es evidente que no tiene la menor idea de quién se trata. Se vuelve hacia a mí para salvarse—. Perdón que te interrumpí, ¿qué me decías?

—Eras tú el que me contaba que un día rompiste la leontina del tío.

—Sí, sí —vuelve a sacudir la mano—. ¿Te acuerdas del reloj del comedor?

—Desde luego.

—Pues una vez también lo rompí.

—Eso me lo has contado muchas veces —digo tratando de disimular mi impaciencia, y para que no se me vaya a escapar por el vericueto de un asunto que no me interesa abordo el tema de los alfajores.

—De eso no me acuerdo —responde enfático. Pero añade con placer—. Los pirulíes y las pepitorias que vendía doña Marcolfa me encantaban.

Y como infante glotón empieza a enumerar todos los caramelos habidos y por haber sin tomar en cuenta mis interrupciones (¡en mala hora hablé de alfajores!) ni mi cara de tragedia a pesar de que trata tópicos dulces como: ...las zarzamoras en almíbar (que por esta época comíamos).

—Yo les ponía encima cucharadas y cucharadas de nata —me dice relamiéndose los labios.

—¡Sí, Lorenzo, sí, eran deliciosas! Cuéntame lo que ibas a contar: que mamá le pidió al tío Quintín te alcanzara un día que la hiciste ponerse furiosa.

Los ojos de Lorenzo empiezan a sufrir de nuevo esa dilatación de que ya hablé, cuando llega Gema —la mayor de sus hijas— empujando la silla de ruedas donde dormita su madre, mi cuñada Julia. Aprecio a ambas y me levanto a saludarlas con gusto. Mi hermano observa intrigado el vehículo y exclama:

—¡Esa es mi silla, no la de ella!

—Papá... —protesta Gema suavemente—. Tomé la que me quedaba más cerca.

—Después me la dejan toda sucia —dice furioso.

Gema hace caso omiso de la impertinencia paterna y me pregunta:

—¿De qué hablan tan animados?

—Del tío Quintín —digo yo.

—Del tío Everardo —dice él.

Lo contemplo atónito.

—¡No, Lorenzo! Te estás confundiendo: hablamos de Quintín.

—¡Qué Quintín ni que ojo de hacha! No me acuerdo de ningún tío Quintín.

—¡Sí te acuerdas! —ataco vehemente. No permitiré que se desdiga—. El de la leontina de eslabones que un día rompiste.

—¡Esa leontina era de papá!

—¡Era del tío Quintín!

—¿Quién puede saber mejor...? Yo tengo más años que tú —me grita. Lo interrumpo aleve:

—Razón de más para recordar menos —mi brillante respuesta medio me reconcilia con Sara.

Me mira iracundo y es infinita ventaja que esté paralítico; de no estar así me habría correteado para darme “mi merecido”, como me hacía de chico. Mi superioridad me envanece. Lo ignoro.

—Mis hermanos —le digo a Gema serenamente— están chocheando. Pobres. Sin duda alguna tú oíste hablar miles de veces sobre el tío Quintín.

—Claro, tío —responde con suavidad.

—¿Por qué le das por su lado? —brama su padre—. Quien chochea es él, ¡acuérdate que ya nos habían advertido!

—¿Quién les advirtió qué? —bramo también yo.

La ofuscación me ciega. ¡Un complot! Quisiera averiguarlo allí mismo pero entre Gema y no sé quién más me toman de los brazos y me conducen a la sala. Suplico a Gema me dé información sobre esa frase pero ella me dice que no me la dará. No tiene importancia. Además (recomienda) debo calmarme y recordar mi alta tensión arterial. Un whisky me va bien.

—¿Legítimo?

—Escocés puro. Aquí no servimos de otro —me responde, afectuoso, no sé qué sobrino.

—Lo pregunto porque en casa de no sé cuál de tus tíos me dieron una falsificación.

—Japonesa —afirma el sobrino, compadeciéndome.

—¡Peor aún! ¡Francesa!

Después —tal y como sucede en mi casa— se llenó el salón de gente desconocida y muy ruidosa; por suerte a poco rato me avisaron que ya había llegado mi chofer. Naturalmente no me despedí de Lorenzo.

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