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Biografía de Sergio Galindo Márquez en Wikipedia | |
Música: Clementi - Sonatina Op.36 No.1 in C major - 2: Andante |
El tío Quintín |
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Para Nedda y Enrique Anhalt I Al tío Quintín lo veo con frecuencia; casi a diario porque está en una rinconera del vestíbulo de arriba y cruzo por allí a cada rato. A veces —mentalmente o de viva voz— lo saludo: los buenos días, las buenas noches, o le digo una frase amable, sin interrumpir el paso. Creo que es el único retrato suyo que perdura y por lo tanto justifico, hasta cierto punto, que ninguno de mis hermanos se acuerde bien de él. ¡Y cómo no, si el menor de nosotros hace muchísimo que cumplió el medio siglo! Pero... olvidarlo al grado de llegar a dudar de su existencia, eso sí que no, una cosa es la avanzada edad y otra el reblandecimiento cerebral. ¡Nadie se acuerda de él! ¡Es el colmo! Mi esposa Eunice me dice que no debo irritarme, y entonces me irrito más. Admití las dudas, incluso las bromas, pero la negación absoluta, ¡jamás! Precisamente para precaverme de esto último no le pregunté a Horacio, mi hermano mayor, ya que está casi amnésico y es capaz de responder iracundo: —¿Cuál tío Quintín? ¡Nunca tuvimos un tío Quintín! Lo que habría provocado un serio disgusto entre nosotros; él tiene serios disgustos con todos, nunca le gustaron las medias tintas y los años lo han vuelto carrascaloso. Supongo que por un oculto y atávico condicionamiento de: Primero las damas, acudí inicialmente a mis hermanas. No lo deploro... pero... He aquí los resultados: Beatriz escuchó mi pregunta con sorpresa, un destello de inquietud apareció en sus ojos y en seguida pasó a su habitual indiferencia. Beatriz fue muy hermosa (parece increíble, pero lo es hasta la fecha), de rasgos finos y bien trazados, de esos que no se alteran ni con las inclemencias del tiempo ni con las del alma. No despierta envidias porque sus deficiencias, de otro orden, son tan grandes como océanos y eso mitiga los celos. ¡Cómo nos reíamos de ella cuando chica! Se creía cuanta mentira urdíamos. Es tan cándida que si en carne propia no hubiera tenido tres hijos seguiría pensando que los trae la cigüeña. El mundo para ella nunca fue más lejos que su vista —su pensamiento no osó tanto— y en los últimos años se ha vuelto cegatona. Sin quitarme la vista de encima su rostro tomó esa expresión displicente que adquiere cuando no entiende si se trata de un insulto, una broma, ¿o qué? En suma: no respondió. El abismo de sus ojos —tan próximos a mí— me espantó un poco, como si esa nada pudiera tragarme. Preferí no insistir, me dio miedo el vacío. Unos días después de mi frustrada (y casi espeluznante) tentativa vino Elena a visitarnos y en la primera oportunidad que nos dejó abrir la boca se lo pregunté. Me miró con burleta, movió coquetamente la cabeza de izquierda a derecha y viceversa, sonrió, y dijo: —¿Qué... otra de tus invenciones? Tal majadería implicaba una respuesta de la misma índole, pero todavía no empezaba yo a tartamudear cuando ella saltó a hablar de sus nietos. Es obvio que le interesan más las invenciones de sus hijos. Aunque no lo demostré, quedé bastante molesto. No esperaba yo eso de ella. Confiaba en su buena memoria ya que es la más joven de nosotros —si mal no andan mis cuentas, cerca de los sesenta, ¿o los setenta?— y es la que se conserva mejor de todos. Se ve tan joven que donde no la conozcan bien ha de presumir de que es nuestra sobrina. Sin embargo a mí no me dan gato por liebre, puso tanta vehemencia en cautivarnos con su charla que supongo era un disfrazado empeño de no nombrar al tío Quintín. ¡A saber qué mar de fondo hay en eso! Para colmo —otro más— tampoco mi memoria se encuentra en condiciones óptimas, muchas veces se me escapan los recuerdos que quiero apresar. Por ejemplo: trato de recordar alguna escena en la que Elena y el tío Quintín aparezcan juntos y no lo consigo. Y las hay por docenas, por cientos, seguro que las hay. ¿Me estaré olvidando de él yo también?... Me temo que sí, y por ello me urge encontrar los recuerdos ajenos; así recuperaré los propios. ¡Ay, tío Quintín, haz acto de presencia en la cabeza de alguien más! Y conviene que te apures o corres el riesgo de no haber existido ni para mí. ¡Qué incertidumbre! Con suerte y una mañana me pregunto al pasar por el vestíbulo de arriba: ¿Y éste, quién será? Ya una vez me sucedió con un dizque bisnieto y se armó una de aquéllas. Luego, aunque no quise ser descortés no supe a quién dar disculpas —se parecen tanto unos a otros—; la gente se ha vuelto muy difícil de identificar y no tengo la menor idea de quién será el o la ofendida. No es que chochee, sino que la explosión demográfica familiar ha sido francamente severa, y no puedo quejarme porque bastante mal ejemplo di yo mismo; pero mi capacidad de retención tiene un límite. Mil veces me he preguntado quién habrá sido ese mocoso. Pero por mucho que me intrigue no lo indagaré, lo juro. Ese día no di mi brazo a torcer. Me hice como si no fuera yo quien preguntó por su origen y me puse a chiflar, tan campante como si nada. Al fin y al cabo que ni me importa saberlo. Y si me lo dicen se me va a olvidar. De todos modos creo que deberían tener la amabilidad de enterarme en lugar de ofenderse. Ay, tío Quintín, soy capaz de llegar a la conclusión de que no existes y que sólo eres una antigüedad más que compré un domingo en La Lagunilla. ¡Con todo el cariño que me diste! Me traías unos alfajores muy buenos, eso no lo puedo haber inventado. Ya hablé de Beatriz y de Elena, falta Sara. Mi hermana Sara, desde hace como veinte años, poco después de quedar viuda... (A esta pobre se le ha muerto todo mundo: los cinco o siete hijos que tuvo con Atenor, toditos los nietos... ¡Ni los perros le duran!... Está siempre sola; lo que no deja de tener sus ventajas, me imagino.) Esta Sara —repito para que no se me escape— come los martes en casa de la prima Lucrecia, así que un martes me hice el aparecido, incluso fingí sorpresa de encontrármela, y en un momento que estábamos solos también le pregunté a ella —como si no tuviera importancia la cosa y como si me hubiera olvidado de que estamos peleados, aunque tengo la impresión de que ella ya se olvidó del pleito—, le dije, muy afectuoso y en tono festivo: —¿Te acuerdas del tío Quintín? Me miró muy compungida, con cara de mártir: —¡Ay hermano! —respondió y echó largo suspiro—. A mí se me ha olvidado todo. A veces no sé en qué día estoy ni cómo me llamo. —Pero te acuerdas de él —afirmé yo, lleno de esperanza. —¿Qué enfermedades tuvo? —me preguntó como si este dato fuera fundamental para ubicarlo. —¡Ay, Sara! ¿Cómo quieres que me acuerde? —¿De qué murió? —Tú deberías saberlo, ¡me llevas diez años! —Razón de más para recordar menos —me respondió con una lógica que me sonó a prestada. —Acuérdate… —le rogué, y la ayudé un poco con información—. Tenía una frente muy amplia y brillante... un aspecto distinguido... de manos muy grandes y fuertes... —¿Fue el de la leucemia, o el de la apoplejía? —No seas extravagante, Sara, nadie se moría de leucemia en ese tiempo. —¿No fue la de fiebre puerperal? —¡Era hombre, no mujer! —¿No tuvimos también una tía Quintina? —¡No, Sara, no! —Sí; una bigotuda, picada de viruela, que le gustaba el pulque; pero no era tía sino prima, en segundo o tercer grado, de mamá. —El tío Quintín era pariente de papá, no de mamá. —¿No te habrás confundido, Efrén? —¡No soy Efrén, Sara, soy Marco Tulio! —¡Ay, sí! ¡Qué ida estoy! ¿Cómo está Gloria? —Muerta desde hace veinticuatro años; mi esposa actual se llama Eunice —lo digo a gritos y agrego para mí: con razón me peleo con esta estúpida cada vez que nos vemos. —Sí, ¡claro! Gloria fue de cáncer... —no se refiere a su signo, desde luego—. ¡Y Eunice está mal de los riñones! Cuídala mucho porque de la nefritis a la nefrosis no hay más que un paso, ¡y es enfermedad mortal!... Un yerno de Beatriz murió de eso. Intento huir. Pero ya es demasiado tarde. He caído en la trampa: ni la prima Lucrecia ni yo logramos que deje de hablar de enfermedades. Tuve que quedarme a comer, Lucre me quería enseñar no sé qué y no me dejó ir. Nos dio una sopa de fideo seco con mucho perejil y un parmesano que de tan bueno parecía auténtico, unas tortitas de papa con ensalada de coliflor cruda y entre bocado y bocado estuve en espera de que el tío Quintín hubiera padecido alguna enfermedad exótica capaz de despertar la memoria de Sara. Inútil. Supongo que el tío Quintín fue sano como roble (ya sé que el roble no es ejemplo de salud sino de fortaleza, pero no recuerdo ahora el ejemplo de salud), ¿de qué habrá padecido?, ¿de qué habrá muerto? Y Sara habla sin tregua —¡fue siempre tan lenguaraz! — y con una claridad de pensamiento científico y una riqueza de vocabulario digna de un perito, vamos, cual eminente catedrático en su mejor momento (a mí esa lucidez me huele a demencia); y se sabe unas palabras tan largas y difíciles que parecen trabalenguas (hice que me las repitiera por fastidiarla). De hoy en adelante no vuelvo a admitir las monsergas sobre su mala memoria: ¿cómo no se le olvida ningún síntoma? ¿ni los terminajos? Nos habló del síndrome de Guillain-Barré. Al llegar aquí pretendí hacerme el culto y la interrumpí. —¿No será William? —con mi mejor pronunciación. Y ella, fulminándome con una mirada, recalcó: —Guillain-Barré, unido con guión, es apellido... ¡francés! Y se explayó en el tema de la intrincada afección del sistema nervioso que se expresa por parálisis progresiva. De allí saltó a arteritis nodosa y a tromboangeítis obliterante; éstas últimas según colegí, son afecciones de las arterias. ¡Qué ociosidad de aprenderse tanta paparrucha! Y con tales especulaciones sobre tan ingratos temas me echó a perder los riñones al jerez que comíamos. (Mis hermanas son una calamidad. Esta Sara, la Elena y las dos que ya murieron —Fermina y Rocío— se convirtieron en auténticas enciclopedias médicas —la pobre de Beatriz no pasó del catarro y el mal de ojo, y para todo recomienda un té o una aspirina—. Pero en cambio las otras son médicas empíricas, diagnostican y recetan impunemente —también mi esposa Eunice se estaba contagiando pero le puse el alto a tiempo—, y se les ha pegado esa autosuficiencia de ciertos galenos que tratan a todos como si fueran niños o tarados. Pero estas Hipócrates de bolsillo no se concretan a la sabiduría, ¡también padecen todo lo que saben! Además de que se repartieron las enfermedades con la cuchara grande a nosotros los hermanos nos dejaron nada más la cirrosis, la gota y las enfermedades venéreas... ¡A estas alturas... cuando ya casi ni bebemos... ni nada! Me gustaría morirme de algo rarísimo que ellas no conozcan ni de nombre para ver sus jetas verdes de envidia, aunque, ¿cómo las voy a ver? Bueno me las imaginaré desde ahora y me consolaré.) Acabé a la greña con la Sara, ¡no soporté tanta pedantería!, y en venganza me puse a ridiculizar al pobre de Atenor, a quien esta cacatúa mientras más años de muerto tiene, más clama que lo idolatró; ya se le olvidaron los agarrones que se daban y las majaderías que le decía. Perdóname, Atenor, no quise ofenderte, siempre fuiste un buen cuñado y te aprecié en todo lo que valías. Lo único que te reprocho es que nunca le hayas dado una paliza a esta infeliz. Volví a la casa con agruras e hipertensión, rojo todavía del berrinche, y sin nada nuevo sobre ti, tío Quintín. Te has de haber muerto de viejo y por eso no te recuerda Sara. Si hubieras tenido cuando menos tuberculosis, o gangrena en ambas piernas, no te habría olvidado y nos habría descrito cómo olía tu cuarto, qué dolores tenías, qué demacrado y enloquecido te viste en los últimos instantes, con el grito de desesperación en la boca, el rictus de la muerte... |
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