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"Disparate" |
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Biografía de Jose María Gabriel y Galán en Wikipedia | |
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Disparate |
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La vaca, que estaba echada dio un inmenso resoplido quejumbroso, y el chotillo nació sobre la escarcha del valle. Eran las cinco de una mañana de enero crudo; una mañana cruel para los hombres, para los brutos, para los árboles... Todo mudo, todo helado, todo blanco. Se condensaba el aliento; el ambiente hería la piel. La vaca se levantó de repente y olfateó con avidez el informe saquillo membranoso que yacía inmóvil sobre la sábana de hielo. Lamió, lamió con codicia, con prisa, con ahínco, con ansia de calentura. Se estremecía, y no de frío, y con los ojos muy abiertos, relucientes, codiciosos, seguía lamiendo, lamiendo, prestando con el cálido aliento que salía como dos columnas de humo por las narices húmedas y dilatadas, calor suave, calor de madre, calor de fiebre creadora, calor de vida. Y delante de la tibia lengua áspera, cual si esta fuera cincel de artista sublime, fue surgiendo, fue surgiendo poco a poco la bellísima cabeza de un becerrillo tembloroso, húmedo y bello, no de bronce, no de mármol, como obra fría del arte, sino de carne palpitante, de sangre caliente, un pedazo de naturaleza viva para moverse en el mundo y alegrarlo... Y surgió el animalito enteramente a la vida, limpio, precioso, echado sobre la helada como estatuilla de oro sobre mármol, despertando en mi memoria varias remembranzas bíblicas de los tiempos de las locas idolatrías... Me acerqué sugestionado. Viome la vaca, y ante el supuesto peligro, se encampanó embravecida. Tembló, gimió sordamente, clavó los ojos de acero en su ídolo, después en mí, luego otra vez en el choto. Inició la acometida, y se detuvo, mirándole nuevamente. Me hizo, sin palabras, la más acabada historia del rencor en la impotencia. Yo era su odio, que la llamaba provocativo; el hijuelo era su amor, que la estaba deteniendo. No podía dejar al hijo; por eso no me mataba. Y me enseñaba la muerte en las puntas agudísimas de sus astas de marfil con vetas negras de bruñido azabache reluciente. Pero yo estaba tranquilo. Por entonces ya sabía que el amor siempre es más fuerte que el odio. Me acerqué más a la bestia enamorada, y vi en sus ojos la calentura magnífica de la triunfante maternidad. El becerrillo se incorporó trabajosamente. Quería calor, quería vida, quería mamar leche tibia. Anduvo dos o tres pasos, vacilante, como un ebrio, y cayó al cabo. Tornó a levantarse, volvió a caer y otra vez se levantó. La madre, a cada caída, se precipitaba sobre él, lo alentaba, lo lamía, me miraba. Y, al cabo, el recién nacido, tembloroso, haciendo equilibrios de borracho, se sostuvo apoyándose en el vientre de la madre. Y alzando la preciosa cabecita, buscó la ubre con el húmedo hociquillo charolado. No podía dar con ella; la buscaba entre las manos de la madre, y apoyado siempre en esta siguió andando alrededor y dio, por fin, con la no aprendida fuente. La vaca, abriendo los pies traseros, se la entregó toda entera, blanca y rosada, inmensa, henchida, pletórica... Y colgado de un pezón el becerrillo, dio tres golpes con el testuz a la ubre y se quedó luego inmóvil, como dormido, recibiendo con deleite el oculto chorro lácteo, caliente y rico, que poco a poco iba haciendo dilatarse los ijares, antes hundidos, del glotoncillo inconsciente... Sentí ruido hacia el camino. Pasaban dos mujerucas arrebujadas en mantas viejas y montadas en dos borricos que iban pisando tímidamente el sendero, empanderado por la helada. Las conocí; eran de la aldea. Una de ellas llevaba algo escondido bajo la manta. -¿Dónde vais a estas horas y con este frío que hace? -las pregunté sin acercarme al camino. -A lleval esti contrabando a la ciudá, señol -dijeron-; es lo de esa perdía de Luteria, que ha despachao esta mesma noche y mos lo han dao pa llevalo ondi ya tienen quizá otros dos. Y cuidaíto si con esti frío que jaci no casca antis de llegal allá el infeliz. Y sonó un llanto muy débil, que parecía lejano, de sonsonete uniforme, ronquito, con acento de fatiga... Me quedé como atontado. -Pero ¿y la... madre? -dije a voces a las tiucas, que se alejaban. -Tan campanti, seol; tan campanti que se ha queao sin el engorro de este infeliz -me gritaron, ya desde lejos. No supe dónde posar los ojos, y los volví de repente hacia la vaca. No estaba ya donde antes. Iba muy lejos, internándose de prisa en la espesura del monte y mirando al hijo, que trotaba junto a ella contento, triscador, con el estómago lleno, ¡y sin frío!, ¡sin pizca de frío!... Y entonces fue cuando yo puse en boca del niño que iba llorando este magnifico disparate: -¡Ay, ay! ¡Quién fuera choto!... ¡Quién fuera choto! |
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