Vivían en cierto pueblo un labriego y su mujer. Su única fortuna eran su cabaña, una vaca y una cabra. El marido, que se llamaba Juan, era muy tonto, tanto que sus vecinos le habían puesto por apodo "El Tonto". Pero María, la esposa, era muy inteligente y a menudo remediaba las tonterías que había hecho su marido.
Una mañana María dijo a Juan:
—Juan, ahora hay feria en la aldea. Vendamos nuestra vaca. Ya es muy vieja, da poca leche y el precio del heno ha subido mucho este año.
Juan después de pensar un poco opinó como su mujer. Se puso su vestido de domingo, tomó su sombrero y se fue al establo para llevar la vaca al mercado.
—Aviva el ojo, Juan, y no te dejes engañar,—dijo la mujer.
—No tengas cuidado, mujer. Tiene que madrugar mucho el que me quiera engañar,—contestó el tonto campesino, que se tenía por muy inteligente.
Juan se fue al establo; pero una vez allí no sabía claramente distinguir cual era la vaca y cual la cabra.
—¡Caramba!—dijo para sí después de cavilar largo rato.—La vaca es más grande que la cabra. Por lo tanto me llevo al animal más grande.
Diciendo esto desató la vaca y se la llevó.
No había andado Juan muchos kilómetros cuando le alcanzaron tres jóvenes, que también iban a la feria. Llevaban estos jóvenes poco dinero, e iban hambrientos y con mucha sed. Cuando vieron al lugareño con su vaca resolvieron darle un chasco. Uno de ellos había de adelantarse y tratar de comprarle la vaca. Poco después el segundo debía hacer lo mismo, y por último el tercero.
—¡Hola, amigo!—saludó el primero.—¿Quiere Vd. vender su cabra? ¿Cuánto vale?
—¿La cabra?—replicó el aldeano atónito.—¿La cabra, dice Vd.?—y con expresión incrédula miraba al comprador y al animal.
—Véndamela—continuó el joven muy serio,—le doy seis pesetas por ella.
—¿La cabra?—continuó repitiendo el lugareño, moviendo la cabeza de un lado a otro.—Yo pensaba que era mi vaca la que llevaba a la feria, y aún ahora mismo, después de mirarla bien, creo que es la vaca y no la cabra.
—¡Caracoles, hombre! No diga Vd. disparates. Ésta es la cabra más flaca que he visto en mi vida. Es mejor que guarde mis seis pesetas. Adiós.
Después de algunos minutos el segundo joven alcanzó a Juan.
—Buenos días, amigo,—le dijo afablemente.—Hace muy buen tiempo. ¡Toma! ¿Qué lleva Vd. aquí? ¿Una cabra? Yo iba a la feria precisamente a comprar una cabra. ¿Quiere Vd. venderme la suya? Le doy cinco pesetas por ella.
El campesino se detuvo, y rascándose la oreja dijo para sus adentros:
—¡Canario! Aquí esta otro sujeto que dice que traigo la cabra. ¿Será esto posible? Durante todo el camino este animal no ha abierto el hocico. Si sólo hiciera ruido yo podría entonces saber si era la cabra o la vaca. ¡Maldita suerte! La próxima vez que vaya al establo me llevo a mi mujer.
—Pues bien,—continuó el tunante joven,—si no me quiere Vd. vender la cabra, tendré que comprarla en la feria. Pero creo que cinco pesetas es bastante dinero por una cabra tan flaca. Adiós.
Por último llegó el tercer joven.
—¡Hola, amigo! ¿Quiere Vd. vender su cabra?
El pobre campesino no sabía que responder, pero al cabo de un momento de silencio replicó:
—Vd. es el tercero que me habla de una cabra. ¿No puede Vd. ver que el animal que traigo es una vaca?
—Mi buen hombre, es Vd. ciego o está embriagado,—repuso el embustero.—¡Vaya! Un niño puede decirle que su animal no es una vaca, sino una cabra; y, por cierto, muy flaca.
—¡Canastos!—contestó el tonto aldeano.—Recuerdo claramente que he tomado el animal que estaba atado cerca de la puerta. Además, este animal tiene la cola larga, y una cabra tiene la cola más corta.
—No diga Vd. tonterías,—contestó el tunante.—Le ofrezco cuatro pesetas por su cabra.
Diciendo y haciendo, el pícaro sacó del bolsillo cuatro piezas de plata y las hizo sonar.
El pobre lugareño completamente aturdido y ya casi convencido, vendió el animal, recibió el dinero y se volvió a su casa, mientras que los jóvenes siguieron camino a la feria.
La mujer del campesino se indignó mucho cuando su marido le entregó las cuatro pesetas.
—¡Tonto! ¡Estúpido!—exclamó colérica.—Llevaste la vaca que vale lo menos cincuenta pesetas.
—Pero, ¿qué podía hacer yo? Tres hombres, uno después de otro, me aseguraban que llevaba la cabra, y...
—¿Tres hombres? ¡Papanatas!—interrumpió la mujer.—Apuesto a que esos hombres fueron los mismos que pasaron por aquí, y me preguntaron cuál era el camino de la aldea. Sin duda han vendido ya la vaca al primer marchante que encontraron, y se regalan en este momento en alguna posada con el dinero. ¡Pronto! No perdamos tiempo. Múdate de vestido. Ponte tu mejor sombrero para que no te reconozcan. Vamos a devolverles el chasco a esos pícaros, y puede ser que aun podamos recobrar nuestro dinero.
A eso de las doce el tonto y su mujer llegaron a la aldea. Visitaron varias fondas y, como lo sospechó la mujer, los tres pícaros fueron encontrados festejándose en una de aquéllas.
El lugareño y su mujer se sentaron cerca de la mesa donde estaban los pícaros. La mujer llamó al posadero y le refirió en pocas palabras lo que había pasado a su marido.
—Si Vd. nos ayuda,—dijo la mujer al posadero,—podremos recobrar nuestro dinero. Yo propongo esto: Mi marido pide un vaso de vino. Se levanta, revuelve su sombrero, llama a Vd., y Vd. saca de su bolsillo este dinero que yo le doy ahora, y pretende Vd. que la cuenta está pagada.
Mientras tanto los tres pícaros seguían comiendo y bebiendo alegremente sin prestar atención al lugareño. Pero cuando éste se levantó por tercera vez, uno de los tres cayó en ello, y preguntó al posadero la causa de tan extraña conducta.
—¡Calle Vd.! ¡Silencio!—respondió éste, haciendo el misterioso.—Ese hombre tiene un sombrero mágico. He oído hablar muchas veces de ese sombrero, pero ésta es la primera vez que veo tal maravilla con mis propios ojos. Viene este campesino, me ordena un vaso de vino, revuelve el sombrero, y al momento suena en mi bolsillo el dinero. Al principio no me parecía eso posible, pero los hechos son más seguros que las palabras.
El bribón, muy sorprendido, se reunió con sus camaradas y les refirió lo que había oído.
—Debemos obtener ese sombrero a cualquier precio,—dijeron los tres al instante.
Se sentaron en la misma mesa que el lugareño, a quien no reconocieron, y trabaron conversación con él.
—Tiene Vd. un sombrero muy bonito, y me gustaría comprarlo. ¿Cuánto vale?—dijo el primero.
El lugareño le miró desdeñosamente y repuso:—Este sombrero no se vende, pues no es un sombrero ordinario como cualquier otro. ¡Hola, posadero!—gritó con voz firme.—Traiga más vino.
Cuando el vino fue servido el lugareño se levantó, revolvió el sombrero, y el posadero sacó al instante el dinero de su bolsillo.
Los tres bribones se quedaron pasmados de asombro, y tanto importunaron al lugareño que éste acabó por exclamar:
—Pues bien, por cincuenta pesetas les venderé el sombrero.
Ésta era la exacta suma en que habían vendido la vaca. Muy alegres entregaron el dinero al lugareño, que tan pronto como tuvo el oro en su bolsillo partió, más contento que unas pascuas.
Los tres bribones también partieron. No habían andado gran distancia cuando llegaron a otra fonda. Uno de ellos propuso que entrasen a probar el sombrero. Después de haber bebido algunas botellas de vino, llamaron a la huéspeda para pagarle. El primero de ellos se levantó, revolvió el sombrero, y todos ansiosamente esperaron el efecto. Pero no sucedió nada. La huéspeda, extrañando tal conducta, les dijo:
—Como Vds. me han llamado yo creía que me iban a pagar.
—Pues meta Vd. la mano en su faltriquera y hallará Vd. el dinero.
La huéspeda lo hizo así, pero no encontró ningún dinero.
—¡Diantre!—dijo el segundo joven, un poco alarmado,—tú no comprendes de esto. Dame el sombrero a mí.
El joven tomó el sombrero, se lo puso, y lo revolvió de derecha a izquierda. Pero todo en balde. La faltriquera de la huéspeda estaba tan vacía como antes.
—Son Vds. unos bobos,—gritó el tercero con impaciencia.—Voy a enseñar a Vds. como debe ser revuelto el sombrero.
Y diciendo esto, revolvió el sombrero muy despacio y con mucho cuidado. Pero observó con gran desaliento que no tuvo mejor éxito que sus compañeros.
Al fin comprendieron que el lugareño les había dado un buen chasco. Su indignación fue tanta que mejor es pasar por alto los epitetos con que adornaron el nombre del lugareño.
Éste al llegar a su casa contó las monedas de oro sobre la mesa exclamando:
—¿No lo dije esta mañana? Tiene que madrugar el que quiera engañarme.
Su mujer no dijo nada, porque era juiciosa, y sabía que el silencio algunas veces es oro.
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