Entró una vez en una fonda un ventrílocuo acompañado de su hermoso y muy inteligente perro. Se sentó a una mesa, llamó al mozo y dijo:
—Tráigame Vd. un bistec.
Estaba ya al punto de irse el mozo para ejecutar la orden, cuando se detuvo pasmado. Oyó distintamente que dijo el perro:
—Tráigame a mí también un bistec.
Estaba sentado a la misma mesa frente al ventrílocuo un ricazo que tenía más dinero que inteligencia. Éste dejó caer el tenedor y el cuchillo y miró al perro maravilloso. Mientras tanto había vuelto el mozo. Puso un bistec sobre la mesa delante del dueño, y el otro en el suelo delante del perro. Sin hacer caso del asombro general, hombre y perro comieron con buen apetito. Después dijo el dueño:
—Mozo, tráigame Vd. un vaso de vino.—Y añadió el perro:—Tráigame a mí un vaso de agua.
En esto todos en la sala cesaron de comer, y se pusieron a observar esta escena extraordinaria.
Volviéndose al ventrílocuo preguntó el ricazo:
—¿Quiere Vd. vender este perro? Nunca he visto animal tan inteligente.
Pero el amo contestó:
—Este perro no se vende. Es mi mejor amigo, y no podemos vivir el uno sin el otro.
Apenas hubo concluido éste, cuando dijo el perro:
—Es verdad lo que dice mi amo. No quiero que me venda.
Entonces el ricazo sacó la bolsa, y poniendo sobre la mesa un billete de quinientos duros sin decir palabra, dirigió al ventrílocuo una mirada interrogativa.
—A fe mía,—dijo éste,—esto ya es otro cantar. Veo ahora que puede hablar también el dinero. Es de Vd. el perro.
Después de haber concluido la comida el ricazo, muy alegre y ufano, partió con el animal, que al momento de salir pronunció con voz casi ahogada de disgusto y de cólera estas palabras:
—Miserable, me ha vendido Vd. Pero juro por todos los santos, que en toda mi vida no diré otra palabra.
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