Recuerdo que a la salida de mi pueblo había un hermosísimo peral que daba gusto verle, particularmente a la entrada de la primavera. No lejos hallábase situada la casa del dueño, y allá vivía Dolores, novia mía.
Tenía mi novia apenas diez y nueve años, y era una niña muy hermosa. Sus mejillas se parecían a las flores del peral. En la primavera y allí, bajo aquel árbol, fue donde yo le dije a ella:
—Dolores mía, ¿cuándo celebraremos nuestras bodas?
Todo en ella sonreía: sus hermosos cabellos con los cuales jugaba el viento, el talle de diosa, el desnudo pie aprisionado en pequeños zapatos, las lindas manecitas que atraían hacia sí la colgante rama para aspirar las flores, la pura frente, los blancos dientes que asomaban entre sus labios rojos,—todo en ella era bello. ¡Ah, cuánto la amaba! A mi pregunta contestó con un rubor que la hacía más encantadora todavía:
—Cuando empiece la próxima cosecha nos casaremos, si es que no te toca ir al servicio del rey.
Llegó la época de las quintas. Llegó mi turno y saqué el número más alto. Pero Vicente, mi mejor amigo, tuvo la mala suerte de salir de soldado. Le hallé llorando y diciendo:
—¡Madre mía, mi pobre madre!
—Consuélate, Vicente, yo soy huérfano, y tu madre te necesita. En tu lugar me marcharé yo.
Cuando fuí a buscar a Dolores bajo el peral, encontrela con los ojos humedecidos de lágrimas. Nunca la había visto llorar, y aquellas lágrimas me parecieron mucho más bellas que su adorable sonrisa. Ella me dijo:
—Has hecho muy bien; tienes un corazón de oro. Vete, Jaime de mi alma; yo esperaré tu regreso.
—¡Paso redoblado! ¡Marchen!
Y de un tirón nos metimos casi en las narices del enemigo.
—¡Jaime, mantente firme y no seas cobarde!
Entre las densas nubes de humo negro que oprimían mi pecho descubrí las relucientes bocas de los cañones enemigos, que clamaban a la vez, produciendo grandes destrozos en nuestras filas. Por dondequiera que pasaba, se deslizaban mis pies en sangre aún caliente. Tuve miedo y miré atrás.
Detrás estaba mi patria, el pueblo y el peral cuyas flores se habían convertido en sabrosas frutas. Cerré los ojos y vi a Dolores que rogaba a Dios por mí. No tuve ya miedo. ¡Heme aquí hecho un valiente!
—¡Adelante!... ¡fuego!... ¡a la bayoneta!
—¡Bravo, valiente soldado! ¿Cómo te llamas?
—Mi general, me llamo Jaime, para servir a vuestra señoría.
—Jaime, desde este momento eres capitán.
¡Dolores! Dolores querida, vas a estar orgullosa de mí. Habiendo terminado la campaña victoriosa para nosotros, pedí mi licencia. Henchido el pecho de gratas ilusiones emprendí mi viaje. Y aunque la distancia era larga mi esperanza la hizo corta. Ya casi he llegado. Allá abajo, detrás de ese monte, está mi país natal. Al pensar que pronto las campanas repicarán por nuestra boda empiezo a correr. Ya descubro el campanario de la iglesia, y me parece oír el repicar de las campanas.
En efecto, no me engaño. Ya estoy en el pueblo, pero no veo el peral. Me fijo mejor, y noto que ha sido cortado, según parece, recientemente, pues en el suelo y en el sitio donde antes estaba aparecen algunas ramas y flores esparcidas aquí y allá. ¡Qué lástima! ¡Tenía tan hermosas flores! ¡He pasado momentos tan felices cobijado en su sombra!
—¿Por quién tocas, Mateo?
—Por una boda, señor capitán.
Mateo ya no me conocía, sin duda.
¿Una boda? Decía verdad. Los novios entran en este momento en la iglesia. La prometida es—Dolores, mi Dolores querida, más risueña y encantadora que nunca. Vicente, mi mejor amigo, aquél por quien me sacrifiqué, es el esposo afortunado. A mi alrededor oía decir:
—Serán felices, porque se aman.
—Pero ¿y Jaime?—preguntaba yo.
—¿Qué Jaime?—contestaban. Todos me habían olvidado.
Entré en la iglesia, me arrodillé en el sitio más oscuro y apartado, y rogué a Dios me diera fuerzas para no olvidarme de que era cristiano. Hasta pude orar por ellos. Terminada la misa me levanté, y dirigiéndome al lugar donde había estado el peral, recogí una de las flores que en el suelo hallé,—flor ya marchita. Entonces emprendí mi camino sin volver la cabeza atrás.
—Ellos se aman. ¡Que sean muy dichosos!—pude aún decir.
—¿Ya estás de vuelta, Jaime?
—Sí, mi general.
—Oye, Jaime. Tú tienes veinticinco años y eres capitán. Si quieres, te casaré con una condesa.
Saco de mi pecho la marchita flor del peral, y contesto:
—Mi general, mi corazón está como esta flor. Lo único que deseo es un puesto en el sitio de más peligro para morir como soldado cristiano.
Se me concede lo que solicito.
A la salida del pueblo se levanta la tumba de un coronel muerto a los veinticinco años en un día de batalla.
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