Caminaban juntos y a pie dos estudiantes desde Peñafiel a Salamanca. Sintiéndose cansados y teniendo sed se sentaron junto a una fuente que estaba en el camino. Después de haber descansado y mitigado la sed, observaron por casualidad una piedra que se parecía a una lápida sepulcral. Sobre ella había unas letras medio borradas por el tiempo y por las pisadas del ganado que venía a beber a la fuente. Picoles la curiosidad, y lavando la piedra con agua, pudieron leer estas palabras:
Aquí está enterrada el alma del licenciado Pedro García.
El menor de los estudiantes, que era un poco atolondrado, leyó la inscripción y exclamó riéndose:
—¡Gracioso disparate! Aquí está enterrada el alma. ¿Pues un alma puede enterrarse? ¡Qué ridículo epitafio!
Diciendo esto se levantó para irse. Su compañero que era más juicioso y reflexivo, dijo para sí:
—Aquí hay misterio, y no me apartaré de este sitio hasta haberlo averiguado.
Dejó partir al otro, y sin perder el tiempo, sacó un cuchillo, y comenzó a socavar la tierra alrededor de la lápida, hasta que logró levantarla. Encontró debajo de ella una bolsa. La abrió, y halló en ella cien ducados con un papel sobre el cual había estas palabras en latín:
"Te declaro por heredero mío a tí, cualquiera que seas, que has tenido ingenio para entender el verdadero sentido de la inscripción. Pero te encargo que uses de este dinero mejor de lo que yo he usado de él."
Alegre el estudiante con este descubrimiento, volvió a poner la lápida como antes estaba, y prosiguió su camino a Salamanca, llevándose el alma del licenciado.
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