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"El hombrecito" |
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Biografía de Carlos Frontaura en Wikipedia | |
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Música: Tchaikovsky - Album for the Young Op.39 - 8: Waltz |
El hombrecito |
En cierta época, hallándome muy enfermo, pasé, por consejo del médico, dos años en un pueblo próximo a Madrid, donde recobré la salud, gracias a Dios. En un pueblo no hay las distracciones que en Madrid; no hay teatros, ni cafés, ni Jardines del Retiro; no hay más recurso que cultivar la amistad de las buenas familias, teniendo mucho cuidado de evitar todo trato con la gentecilla chismosa, ruin y maldiciente, que es la gran calamidad de los pueblos pequeños. Temiéndola yo mucho, hice escaso número de relaciones en el pueblo, bien que supongo que esto no me libraría de que me quitaran el pellejo los maldicientes, pero a lo menos no tenía que oír cómo se lo quitaban a los demás, que era lo que me habría sucedido si hubiese tratado con gente semejante. Una de las personas con quienes hice amistad, era cierta pobre mujer a quien nadie hacía caso en el pueblo, porque la triste allí se estaba en su casa todo el día de Dios, y no le gustaban chismes ni cuentos, ni se cuidaba de nada del mundo más que de su nieto, un niño de doce años, que había perdido a sus padres cuando apenas contaba cinco, quedando a cargo de su abuela. Esta pobre tenía una peseta diaria de pensión, concedida por cierta noble familia, a la que en su juventud sirvió fidelísimamente, y con tan escasos recursos no dudó un momento en tomar bajo su amparo al pobre huerfanito, segura de que Dios no la abandonaría. Y en efecto, Dios ha recompensado a la anciana, dándole, a cambio de los sacrificios que se ha impuesto para educar al niño sin padres, la inmensa satisfacción de que éste sea digno de tan generosa protección, y alegría y honor de su hogar. No os podéis figurar, queridos lectores, un niño más juicioso que Ángel, éste era su nombre, ni más aplicado, ni más discreto, ni sesudo. Por él hice conocimiento con su abuelita; pasaba yo muchas veces por delante de la escuela a tiempo que los chicos salían a la hora de comer, y siempre me llamaba la atención, viendo por la ventana el interior de la escuela, un niño que hacía números y figuras geométricas en un pequeño encerado. Dios me perdone, pero al pronto no formé yo muy buen concepto del muchacho, pues supuse que allí se quedaba castigado mientras los otros se iban a comer. Y un alumno a quien todos los días había necesidad de castigar, debía ser por extremo rebelde y contumaz. Pero una tarde pregunté al maestro: -Diga V., D. Atilano, ¿qué diablos hace ese chico, que siempre le tiene V. castigado? -¡Castigado! -repitió el maestro con asombro. -¡Pues si es el mejor discípulo que tengo!... Se queda en la escuela mientras los otros se van, porque tiene amor a la escuela y al estudio, y es avaro del tiempo, que de ninguna manera quiere perder; Ángel es mi orgullo, y le quiero como si fuera hijo mío. Ahí le tiene V. componiendo y resolviendo los más intrincados problemas... En fin, yo le he enseñado todas las matemáticas que sé, y ahora sabe él muchas más matemáticas que yo. No tengo duda de que ese muchacho ha de ser honra de su país; es ya un verdadero genio. El bueno del maestro me presentó a Ángel, y me aficioné de tal modo al excelente niño, que todos los días iba a su casa y pasaba horas departiendo con él sobre sus estudios y admirando su gran ingenio, su recto criterio, aun en tan corta edad, su prudencia, y su profundo respeto a la pobre vieja que le había servido de madre. Hay niños que toman cierto aire de suficiencia impropio de su edad, niños petulantes e impertinentes, que ya prometen ser insoportables por su vanidad, cuando lleguen a mayor edad. Ángel no era de estos niños enfadosos que a nadie hacen gracia. Era un niño modesto, sencillo, bien educado, reflexivo, serio naturalmente, sin afectación, de mirada penetrante y carácter melancólico, un hombrecito, como le llamaba su abuelita. Ángel, con su poderosa inteligencia, comprendió en temprana edad que su primer deber era recompensar a la abuela por las grandes privaciones que se había impuesto en su obsequio, y se dedicó, lleno de noble afán, a satisfacer cumplidamente esta grata obligación, y tan bien la ha cumplido, que hoy, quince años después de aquella época, Ángel vive en Madrid, siendo director en una importantísima empresa industrial, y tiene a su abuelita consigo, a su abuelita, que goza todas las comodidades que nunca pudo soñar; tiene coche, criadas, y una cantidad mensual que su nieto le da para que ella la reparta a los pobres. El niño pobre, de familia humilde, a fuerza de trabajo y perseverancia, ha llegado a ser un hombre bien acomodado y distinguido y respetado. Tal es el poder de una voluntad firme y de un corazón sensible a la gratitud y a todos los nobles y generosos afectos... Cuando muera su abuelita, que ya es muy anciana, Ángel se casará, eligiendo con su habitual prudencia y claro juicio una digna compañera, y será un excelente esposo y padre, honor de su casa y de su patria. Sirva esta semblanza de Ángel de ejemplo a mis queridos lectores. |
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