Pepita ha sido la niña más mala que os podéis figurar.

Huérfana desde la más tierna edad, no pueden contarse los disgustos que ha dado a su pobre abuela, tan buena y tan cariñosa con ella.

Ella holgazana, ella desastrada, ella burlona, ella soberbia, ella amiga de hacer su gusto; en fin, en verdad os digo que la muchacha, aunque tan bella, era antipática a todo el mundo.

Su abuela, la pobre, la quiere mucho; ¿no la ha de querer si es hija de su hija, si es su misma sangre?... y todas las amarguras que le ha dado las ha sufrido resignada, aunque perdiendo rápidamente la salud.

-Pronto quedarás sola en el mundo, decía muchas veces la abuela a Pepita. ¡Qué pena para mí salir de este mundo con el temor de que serás muy desgraciada!

Y tanto repitió estas frases la buena anciana, que al fin Pepita ha conocido, viéndola sufrir tanto, que ella es la culpable de los males de su abuela, con quien ha sido tan ingrata; y pensando en que puede faltarle el apoyo de la anciana, ha comprendido todo el peso que echaría sobre ella esta desventura.

Y Pepita, ya es otra niña; ahora cuida a su abuelita, quiere conservarle la vida y es muy buena.

Y la abuelita, que estaba muriéndose, empieza ya a recobrar la salud, y Dios querrá que la recobre completamente. La enfermedad de la vieja la producía la ingratitud de su nieta. Ahora que ve que su nieta ya no es ingrata, cobra ánimo y quiere vivir, porque la vida, con el amor de su nieta, le parece amable y hermosa.

No seáis, niños, ingratos con vuestros padres, porque seríais culpables de su muerte, que los padres y los abuelos no pueden vivir si les hiere la ingratitud, de sus hijos o de sus nietos.