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Jose Joaquín Fernández de Lizardi "Sobre abusos de moda" |
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Biografía de Jose Joaquín Fernández de Lizardi en Wikipedia | |
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Sobre abusos de moda |
Lunes 25 de octubre de 1813 El imperio de la moda, como todos saben, es muy déspota, extiende su jurisdicción sobre todas las cosas y en todas partes, especialmente en la Europa. Así no se excluye de su dominación ni el viejo, ni el mozo, ni el rico, ni el pobre, ni el religioso, ni el secular, ni el noble, ni el plebeyo, ni ninguno, por fin, que lleve el nombre de racional. Todos son modistas, porque a todos place la novedad, y aun los continuos declamadores contra la moda, son modistas. Parece paradoja, y no es más que demostración. He visto algunos viejos ridículos que no dejarán los zapatos ramplones y los calzones de bragueta por cuanto el mundo tiene. Algunas viejas tontas se escandalizan cuando ven una mujer con túnico, y sostienen que no hay cosa mejor que los desavilleces y las enaguas de «cuando entonces». Esto es pollos vestidos, y por las ciencias, ¿cuánta no es la obstinación con que muchos decrépitos defienden que la filosofía de hoy no es sino la escuela del libertinaje y de la irreligión, y que todas las demostraciones físicas no son sino premisas o a lo menos estímulos para el materialismo? ¡Cuántos medicastros abandonarán la mejor lección de la naturaleza por no incurrir contra un aforismo de Galeno o Avicena, que tal vez no entienden! Y así de los demás. Pues todos estos son modistas y más modistas que nosotros. ¿Es posible? Exclamarán ellos mismos. Sí, señores. Toda moda no es sino un modo sobre esto o lo otro. Los modistas se constituyen tales por cuanto son partidarios de este sistema científico, de aquel modo de hablar, de este modo de vestir, de el otro de bailar, etcétera, etcétera, y según es la adhesión que manifiestan a la moda, tanto decimos que son más modistas; pues aquellos viejos encaprichados que dije, son más modistas que nosotros; están tan adheridos a sus modas antiguas y tan pagados de que sólo los de su tiempo fueron capaces de acertar en todo, que no hay evidencia ni convencimiento que les entre en contrario. Pongamos el ejemplo del túnico y las enaguas. Ya hemos experimentado que el túnico es demasiado cómodo, honesto y decoroso a las mujeres (siendo tal como debe ser), sobre estas recomendaciones, tiene la de ser ahorrativo en las pobres, pues aunque tengan o no tengan la camisa sucia, nadie se las ve, y así cubre la pobreza, y ¡cuántas veces cubre y disimula otras faltas que a merced de las enaguas se manifestarían con descrédito de las doncelleces! Sin embargo de esto, las viejas pobres, simples alucinadas, acaso por directores viejos (y en el particular tan necios y modistas como ellas), declaman contra este uso (generalmente admitido por la gente sensata) y están satisfechas de que las enaguas son lo mejor del mundo, y que toda la mujer que no las usa es inhonesta, mundana y, por razón del túnico, indigna de habitar en un convento, como que en efecto en muchos no admiten niñas si no van vestidas de viejas. ¡Oh fuerza de la envidia, de la ignorancia y de la moda! Pues sepan estas nanitas conventuales que lo malo en todas las cosas no es el uso, sino el abuso. La profanidad del traje es lo que se debe evitar en los lugares donde se profesa la virtud, no el traje sin profanidad. Un túnico (sea de lo que fuere) cerrado de descote, de manga larga y que llegue hasta el tobillo del pie parece bien, no digo en un convento de monjas, sino en un altar de santos, o digan ¿cuál es el vestido con que conocemos a la reina de las vírgenes? Fuera de esto, ¿quién ha canonizado a las enaguas por exentas de profanidad? Seguramente que pueden ser tan pecadoras como todos los demás adornos de una mujer, en no siendo ésta moderada. Compárese un túnico, como el que dije, con unas enaguas lentejueladas, altas hasta media pierna, llenas de listones y perifollos como hay tantas, y sin duda que la modestia dará su voto por el túnico. ¡Oh, señor (dirán las viejecitas), que las enaguas que usamos en los conventos no son de éstas! Pues lo mismo se podrá decir de los túnicos en usándolos conventuales y no seculares; y no que luego dicen las muchachas del siglo que en los conventos más es la faramalla que la virtud; que qué tiene que ver el claustro ni la devoción con el traje del día si es honesto; que todos los trajes que usan los viejos privaron de moda alguna vez, y, por último, que el no permitir túnicos en los conventos es efecto de envidilla en las que ya no los pueden usar por razón de estado. Todo esto y más dicen las picaruelas de acá fuera; las señoras rectoras de estas casas sabrán si es cierto y si les tendrá cuenta ir desechando algunos abusillos de esta especie que malquistan su instituto y hacen ridícula su devoción. Y porque vean que no soy partidario ni defensor de toda cosa nueva por razón de moda, quiero dejarlas con Dios en sus conventos y dar un paseo por algunas salas de muchos mis señores en las que, a título de moda, no se ve un santo, o a lo más un Santo Cristo e imagen de Dolores. No es lo peor esto, sino que en lugar de imágenes devotas en los rincones de las salas, usan unas estatuas profanas, las que lejos de inspirar ningunos buenos sentimientos, resucitan las patrañas de los gentiles y ponen en movimiento las pasiones, porque no sólo son profanas, sino inhonestas. Yo no puedo concebir cómo se quedarán ilesos los corazones de un joven o una doncella en aquella edad en que están (hablando vulgarmente) como agua para chocolate, esto es, con una disposición a la lascivia, lo mismo que la seca estopa para arder al contacto de una chispa. No sé, vuelvo a decir, cómo se quedarán mirando unas figuras que representan de bulto el adulterio, el incesto, el rapto y todas las intrigas del amor, y que las representan casi desnudas, incitando con su desnudez a la imitación de sus depravadas historietas. Baco y Venus, Marte y la misma, Júpiter y Dánae, etcétera. ¡Lindos marchantes! Si a la hora de la muerte a uno de sus devotos, o por castigo superior, o por causas naturales se les representan estas inmundas figuras (cuyos originales están días hace en los infiernos) a la cabecera de su cama, cierto que tendrá un rato divertido. ¿Cuál será la risa del diablo cuando vea que el afligido enfermo buscando en la mente a María Santísima, al ángel custodio, al patriarca san José y a otros abogados como éstos, no halla sino estatuitas de yeso que le acuerdan su devoción y no le pueden ofrecer su patrocinio?
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