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Alfonso Hernández Catá en AlbaLearning

Gustave Flaubert

"La leyenda de San Julian el hospitalario"

Capítulo 3

Biografía de Gustave Flaubert en Wikipedia

 
 

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Música: Chopin - Op.34 no.2, Waltz in A minor
 

La leyenda de San Julian el hospitalario

OBRAS DEL AUTOR
Español
La leyenda de San Julián el hospitalario
 

ESCRITORES FRANCESES

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III

Se fue por esos mundos mendigando su subsistencia.

Alargaba la mano a los jinetes que encontraba en los caminos; se aproximaba a los segadores haciendo genuflexiones, o se quedaba inmóvil a la entrada de los patios; y su cara revelaba tanta tristeza, que jamás se le negaba la limosna.

Por espíritu de humildad contaba su historia, y entonces todos huían, haciendo la señal de la cruz. En las aldeas por donde ya había pasado, no bien lo reconocían, cerraban las puertas, proferían amenazas y lo apedreaban. Los más caritativos ponían una escudilla en el reborde de su ventana, y luego cerraban las maderas para no verlo.

Rechazado de todas partes, evitó la gente y se alimentó de raíces, de plantas, de frutos desperdiciados y de mariscos que a lo largo de las playas cogía.

A veces, al volver de una cuesta, veía a sus pies una confusión de tejados apiñados, con chapiteles de piedra, puentes, torres y calles sombrías entrecruzadas, desde donde subía hasta él un continuo zumbido.

La necesidad de confundirse con sus semejantes lo impulsaba a bajar a la ciudad: pero la expresión bestial de las caras, el estrépito de los talleres y la indiferencia de las conversaciones le helaban el corazón. Los días de fiesta, cuando el bordón de las catedrales llevaba la alegría desde la aurora al pueblo entero, miraba a los habitantes salir de sus casas, veía los bailes de las plazas, las fuentes de cerveza de las encrucijadas, las colgaduras de demasco delante de la morada de los Príncipes, y, llegada la noche, al través de las vidrieras de los pisos bajos, las largas mesas de familia, donde había abuelos que tenían nietecillos en las rodillas; lo ahogaban los sollozos, y se volvía hacia el campo.

Contemplaba con transportes de cariño los potros de las praderas, los pájaros en sus nidos y los insectos posados en las flores; pero todos, a su aproximación, corrían más lejos, se ocultaban asustados, huían veloces.

Buscó las soledades. Pero el viento llevaba a su oído como estertores de agonía; las lágrimas de rocío que caían al suelo recordábanle otras gotas más densas y pesadas; el sol derramaba sangre en las nubes todas las tardes; y todas las noches se renovaba en sueños su parricidio.

Se hizo un cilicio con pinchos de hierro. Subió arrodillado todas las colinas en cuya cumbre se alzaba una capilla. Pero el cruel pensamiento oscurecía el esplendor de los tabernáculos, y lo torturaba en medio de las maceraciones de la penitencia.

No se rebelaba contra Dios, que le había impuesto aquel crimen, y, sin embargo, lo desesperaba haber podido cometerlo.

Su propia persona le daba tal horror, que la exponía a mil peligros, con la esperanza de verse libre de ella. Sacó paralíticos de incendios, salvó niños del fondo de los abismos; pero el abismo lo despedía, y las llamas lo respetaban.

El tiempo no calmó sus sufrimientos. Se hacían intolerables. Resolvió morir.

Y un día que se encontraba al borde de una fuente, como se inclinase por encima para juzgar de la profundidad del agua, vio aparecer enfrente de él un viejo descarnado, de barba blanca y de un aspecto tan mísero, que le fue imposible contener las lágrimas. También lloraba el otro. Sin reconocer su imagen, recordaba Julián confusamente una cara parecida a aquélla. Lanzó un grito: era su padre; y no pensó en matarse ya.

De esa suerte, cargado con el peso de su recuerdo, recorrió muchos países, y llegó junto a un río cuya travesía era peligrosa a causa de la violencia de la corriente y por haber en las orillas vastos cenagales. Hacía mucho tiempo que nadie osaba atravesarlo.

Una barca vieja, hundida en el cieno por la popa, alzaba la proa entre las cañas. Examinándola Julián, descubrió un par de remos, y le asaltó la idea de consagrar su vida al servicio de sus semejantes.

Empezó por habilitar en el ribazo una a modo de calzada que permitiese bajar hasta el cauce. Al efecto, levantaba pedruscos enormes, destrozándose las uñas; los transportaba apoyándolos en el vientre; resbalaba en el cieno, se hundía en él, y estuvo a punto de perecer varias veces.

Hecho esto, compuso la barca con despojos de navios, y se arregló una chocita de barro y troncos de árboles.

Conocida la existencia del pasaje, acudieron pasajeros. Lo llamaban desde la orilla opuesta agitando cualquier cosa flotante; Julián saltaba a la barca incontinenti. Era la barca muy pesada, y la cargaban con exceso de equipajes y fardos de todas clases, amén de las caballerías que, dando coces, espantadas, aumentaban la confusión. El barquero no pedía nada por su trabajo; algunos le daban sobras de vituallas que sacaban del zurrón o ropas de desecho. Los hombres groseros vociferaban blasfemias. Julián los reprendía con dulzura, y ellos le contestaban con insultos. Se limitaba a bendecirlos.

Una mesita, un taburete, una cama de hojas secas y tres copas de barro componían en junto todo su ajuar. Dos agujeros de la pared hacían oficio de ventanas. Por un lado se extendían, hasta perderse de vista, áridas llanuras, sembradas a trechos de pálidos estanques; frente a él corrían las ondas verdosas del caudaloso río. En primavera la tierra húmeda olía a podredumbre. Después se desencadenaba un furioso viento que levantaba remolinos de polvo, y el polvo se colaba por todas partes, encenagaba el agua y se mascaba en la boca. Un poco más tarde tocaba la vez a nubes de mosquitos, cuyo zumbido y cuyas picaduras no cesaban ni de día ni de noche. Luego venían heladas atroces que daban a todas las cosas la rigidez de las peñas, y a los estómagos un ansia loca de carne.

Transcurrían meses sin que Julián viese un alma. A veces solía cerrar los ojos, esforzándose en volver a los días de su juventud en alas de la memoria; y surgía en su imaginación el patio de un castillo, con lebreles en una escalinata, servidumbre en la sala de armas, y, bajo la bóveda de una parra, un adolescente de blonda cabellera entre un anciano envuelto en pieles y una dama de amplio tocado; de pronto aparecían los dos cadáveres. Entonces se tiraba boca abajo en el lecho de hojas, y repetía llorando:

— iAh, pobre padre! ¡Pobre madre! ¡Pobre madre mía!

Y caía en un sopor, durante el cual proseguían las fúnebres visiones.

Una noche, estando durmiendo, creyó que lo llamaban. Se puso a escuchar, y no oyó más que el mugido de la corriente.

Pero la misma voz volvió a repetir:

— ¡Julián!

Llegaba de la otra orilla, cosa que le pareció extraordinaria, atendida la anchura del río.

Por tercera vez llamaron:

— ¡Julián!

Y esa voz alta tenía el metal de una campana de iglesia.

Encendió el farol, y salió de la choza. Un huracán furibundo se enseñoreaba de la noche. Las tinieblas eran profundas, y aparecían desgarradas acá y allá por la blancura de las olas que saltaban del río.

Después de un minuto de vacilación, Julián soltó la amarra. Inmediatamente las aguas se sosegaron, deslizóse la barca sobre su superficie, y llegó al ribazo opuesto, donde aguardaba un hombre.

Estaba cubierto con un lienzo hecho jirones; su cara parecía una mascarilla de yeso, y tenía los ojos más encendidos que un ascua. Acercando el farool, notó Julián que estaba lleno de una asquerosa lepra, y, a pesar de todo, había en su actitud algo como la majestad de un rey.

En cuanto entró el leproso, hundióse la barca de una manera increíble, aplastada por su peso; una sacudida la puso a flote, y Julián empezó a remar.

A cada remada, la resaca del oleaje levantaba la proa. El agua, más negra que la tinta, corría con furia por los dos costados del bordaje. Abría abismos, alzaba montañas, y la chalupa tan pronto saltaba por lo alto como se hundía en lo hondo dando vueltas, bazuqueada por el viento.

Julián inclinaba el cuerpo, abría los brazos, y afianzando los pies se echaba hacia atrás, doblando la cintura, para hacer más fuerza. El granizo le acribillaba las manos ; la lluvia le corría por la espalda; lo ahogaba la violencia del viento; se detuvo. La barca derivó entonces a merced de la corriente. Pero, comprendiendo que se trataba de una cosa de entidad, de una orden que era imposible desobedecer, volvió a empuñarlos remos, y el crugiente ludir de los escálamos cortaba el clamor de la tempestad.

Delante de él lucía el farolillo. A veces lo ocultaban aves que pasaban revoloteando; pero Julián veía siempre las pupilas del leproso, que, en pie sobre la popa, permanecía inmóvil como una columna.

¡Y así continuaron durante mucho, muchísimo tiempo!

Llegados que fueron a la choza, Julián cerró la puerta, y vio a su huésped sentado en el escabel. La especie de sudario que lo cubría se le había bajado hasta las caderas; y los hombros, el pecho, los descarnados brazos desaparecían bajo placas de pústulas escamosas. Enormes arrugas surcaban su frente. En el sitio de la nariz tenía una caverna, no de otra suerte que si hubiese sido un esqueleto; y la boca de azulados labios exhalaba un aliento nauseabundo, tan denso como una niebla.

— ¡Tengo hambre! — dijo.

Julián le dio lo que tenía: un trozo de tocino añejo y unos mendrugos de pan negro.

Cuando acabó de devorarlos, la mesa, la escudilla y el mango del cuchillo ostentaban las mismas manchas que se veían en su cuerpo.

A poco dijo:

—¡Tengo sed!

Julián fue por el cántaro, y, al tiempo de cogerlo, salió de su interior un aroma que dilataba el corazón y la nariz. Era vino: ¡qué hallazgo! Pero el leproso alargó el brazo, y de un trago vació el cántaro entero.

Luego añadió:

—¡Tengo frío!

Julián prendió fuego a un haz de helechos en medio de la choza.

El leproso se acercó a calentarse, y, acurrucado en cuclillas, temblaba de pies a cabeza; no podía tenerse; sus ojos perdían el brillo; las úlceras supuraban, y, con voz apenas perceptible, murmuró:

—¡Tu cama!

Julián lo ayudó solícitamente a arrastrarse hacia el lecho de hojas, y le echó encima, para abrigarlo, la vela de la barca.

El leproso gemía. Las comisuras de los labios dejaban al descubierto los dientes, un estertor precipitado agitaba su pecho, y el vientre se hundía hasta las vértebras a cada aspiración.

Cerró los párpados.

—¡Parece que me echan hielo en los huesos! ¡Acércate a mí!

Julián, apartando la lona, se tendió en las hojas secas, pegado a su carne.

El leproso volvió la cabeza.

—¡Desnúdate para que me dé el calor de tu cuerpo!

Julián se despojó de la ropa, y, desnudo como el día que nació, volvió a echarse en la cama, sintiendo en el muslo el contacto de la piel del leproso, más fría que la de una culebra y más áspera que una lima.

Procuraba darle ánimos, y el otro respondía anhelante:

—¡Ah! ¡Voy ámorir!.... ¡Acércate! ¡Caliéntame! ¡No; con las manos no! ¡Con todo tu cuerpo!

Julián se echó cuan largo era encima de él, boca con boca, pecho con pecho.

Entonces el leproso lo estrujó; sus ojos adquirieron de repente el brillo de las estrellas; se alargaron sus cabellos como los rayos del sol; el aire que salía de sus narices tenía el suave aroma de las rosas; subió de la hoguera una nube de incienso; las ondas cantaban. Entretanto, el alma transportada de Julián se inundaba de una oleada de delicias, de un goce sobrehumano; y aquel cuyos brazos lo estrechaban, crecía y crecía sin cesar hasta tocar con la cabeza y los pies las paredes opuestas de la cabaña. Voló la techumbre, desarrollóse el firmamento, y Julián subió hacia las regiones azules, cara a cara con Nuestro Señor Jesucristo, que lo arrebataba al cielo.

Y esta es la historia de San Julián el Hospitalario, tal y como se ve, sobre poco más o menos, en las vidrieras de una iglesia de mi país.

 

Publicado en "España Moderna" Madrid 1891

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