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Alfonso Hernández Catá en AlbaLearning

Gustave Flaubert

"La leyenda de San Julian el hospitalario"

Capítulo 2

Biografía de Gustave Flaubert en Wikipedia

 
 

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Música: Chopin - Op.34 no.2, Waltz in A minor
 

La leyenda de San Julian el hospitalario

OBRAS DEL AUTOR
Español
La leyenda de San Julián el hospitalario
 

ESCRITORES FRANCESES

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II

Se incorporó a una cuadrilla de aventureros que iban de paso.

Sufrió el hambre, la sed, las fiebres y la miseria. Se acostumbró al estruendo de las refriegas y a la vista de los moribundos. El viento curtió su piel. Se endurecieron sus miembros al contacto de las armaduras; y como era muy fuerte, animoso, sobrio e inteligente, obtuvo con facilidad el mando de una compañía.

Al empezar las batallas, arrastraba a los soldados con un brioso movimiento de la espada. Sirviéndose de una cuerda de nudos trepaba por la noche a las murallas de las ciudadelas, balanceado por el huracán, desafiando las encendidas pavesas del greguisco, que se pegaban a su coraza, y la pez hirviente y el plomo derretido que chorreaban de las almenas. Frecuentemente le rompió el escudo una pedrada. Hundiéronse bajo sus pies puentes sobrecargados de hombres. Haciendo girar su maza, se desembarazó de catorce jinetes. Derrotó en el palenque a cuantos se prestaron a entrar en liza con él. Más de veinte veces se le creyó muerto.

Gracias a la divina ayuda, salió ileso siempre, porque protegía a los eclesiásticos, a los huérfanos, a las viudas, y principalmente a los ancianos. Cuando veía andar a uno de éstos delante de él, gritaba para verle la cara, como si hubiese temido matarlo por equivocación.

Esclavos fugitivos, villanos rebeldes, bastardos sin fortuna, gente intrépida de todas clases se alistó bajo su bandera, y así logró formar un ejército.

El ejército creció. Se hizo famoso. Fue buscado.

Julián prestó auxilio alternativamente al Delfín de Francia, y al rey de Inglaterra, a los templarios de Jerusalén, al surena de los Partos, al negus de Abisinia y al emperador de Calicut. Combatió con escandinavos cubiertos de escamas de peces, con negros provistos de rodelas de cuero de hipopótamo y montados en asnos rojos, con indios de color de oro, que blandían por encima de sus diademas anchos sables, más relucientes que espejos. Venció a los trogloditas y a los antropófagos. Atravesó regiones tan tórridas, que al ardor del sol se encendían como antorchas los cabellos; otras tan glaciales, que los brazos, desprendiéndose del tronco, caían por el suelo; y países, en fin, de tantas nieblas, que el trayecto parecía poblado de fantasmas.

Lo consultaron repúblicas que se hallaban en apurado trance. En las entrevistas de embajadores obtenía condiciones inesperadas.

Si procedía mal un Soberano, presentábase de repente, y lo reconvenía. Emancipó a los pueblos. Dio libertad a reinas aprisionadas en torres. Él, y nadie más que él, fue el que aplastó la sierpe de Milán y el dragón de Oberbirbach.

Sucedió, pues, que el emperador de Occitania, después de triunfar de los musulmanes españoles, se unió en concubinato a la hermana del califica de Córdoba, y conservaba una hija suya, a quien había educado cristianamente. Pero el Califa, aparentando querer convertirse, fué a visitarlo, acompañado de una escolta numerosa; mató a toda su guarnición, y a él lo encerró en un calabozo, donde le hacía sufrir los más duros tratamientos, a fin de arrancarle sus tesoros. Julián acudió en su auxilio; destruyó el ejército de los infieles; sitió la ciudad; mató al Califa, le cortó la cabeza y la tiró, como si fuera una bola, por cima de las murallas. Luego sacó al Emperador de la prisión, y lo restableció en el trono a presencia de toda la corte.

El Emperador, por premio de tal servicio, le ofreció mucho dinero en unas canastillas. Julián no lo quiso. Creyendo que deseaba más, le prometió las tres cuartas partes de su riquezas; nueva negativa. Le propuso entonces partir su reino; Julián le dio las gracias, y el Emperador lloraba de despecho, sin saber cómo atestiguar su gratitud, cuando, dándose una palmada en la frente, pronunció algunas palabras al oído de un cortesano. Se alzaron unas cortinas, y apareció una joven.

Sus grandes ojos negros brillaban como dos suavísimos luminares. Una sonrisa encantadora entreabría sus labios. Los rizos de su cabellera se enganchaban en las pedrerías de la túnica transparente, a cuyo través se adivinaba la juventud del cuerpo. Toda ella era lindísima, llena de carnes y de delgado talle.

Julián se quedó deslumhrado y ciego de amor, tanto más cuanto que había hecho hasta entonces una vida muy casta.

Recibió, pues, en matrimonio la hija del emperador, con un castillo que poseía por parte de su madre; y, una vez terminadas las bodas, se separaron todos, después de mutuas e infinitas atenciones.

El castillo era un palacio de mármol blanco, construido a la morisca sobre un promontorio, en medio de un naranjal. Desde lo alto bajaban terrazas de flores hasta la orilla de un golfo, donde crujían bajo los pies sonrosadas conchas. Detrás del palacio se extendía un bosque en forma de abanico. El cielo se presentaba continuamente azul, y los árboles se inclinaban a impulsos de la brisa del mar o del viento de las montañas, que cerraban a lo lejos el horizonte.

Las habitaciones, envueltas en una penumbra, se veían alumbradas por las incrustaciones de las paredes. Altas columnillas, que parecían delgadas cañas, sustentaban la bóveda de las cúpulas, decoradas con relieves imitando las estalactitas de las grutas.

Había surtidores de agua en las salas, mosaicos en los patios, tabiques festoneados, mil primores de arquitectura, y tal silencio por doquiera, que se oía el roce de una gasa o el eco de un suspiro.

Julián no hacía ya la guerra. Descansaba rodeado de un pueblo tranquilo, y todos los días pasaba ante sus ojos ingente multitud con mil genuflexiones y besamanos a la oriental.

Vestido de púrpura, permanecía de codos en el alféizar de una ventana, recordando las cacerías de otros tiempos; y hubiese querido correr por el desierto tras las gacelas y los avestruces, hallarse apostado entre bambúes en acecho de los leopardos, atravesar bosques llenos de rinocerontes, escalar la cima de los montes más inaccesibles para apuntar mejor a las águilas, y lidiar con los osos blancos sobre los hielos del mar.

A veces se veía en sueños, como nuestro padre Adán en medio del Paraíso, entre todos los animales; dábales muerte con sólo alargar el brazo; o bien desfilaban de dos en dos por orden de tamaño, desde los elefantes y los leones hasta los armiños y los patos, como el día en que entraron en el arca de Noé. A la sombra de una caverna lanzaba sobre ellos certeras jabalinas; otros ocupaban al punto su puesto; era cuento de no acabar; y se despertaba revolviendo ferozmente los ojos.

Lo invitaron a cazar príncipes amigos suyos. Siempre rehusó, creyendo conjurar su desgracia con esta especie de penitencia; porque le parecía que de la muerte de los animales dependía la suerte de sus padres. Pero sufría por no verlos, y su otro deseo se hacía insoportable.

Su mujer, para distraerlo, mandó llamar juglares y bailarinas.

Paseábase con él por el campo en litera abierta; otras veces, echados al borde de un esquife, miraban vagar los peces por el agua, límpida como el cielo. Ella solía tirarle flores a la cara; sentada a sus pies, tocaba melodías en una mandolina de tres cuerdas; por fin, poniéndole las dos manos unidas sobre un hombro, le decía con tímido acento:

—¿Qué tenéis, querido señor?

Él no respondía, o prorrumpía en sollozos. Finalmente, un día confesó su horrible pensamiento.

Ella lo combatió, razonando muy bien: sus padres habrían muerto probablemente; y si alguna vez volviese a verlos, ¿por qué azar ni con qué fin llegaría a semejante abominación? Así, pues, sus temores eran infundados, y debía reanudar la caza.

Julián sonreía oyéndola, pero no se decidía a satisfacer su deseo.

Una noche del mes de Agosto estaban en su cuarto. Ella acababa de acostarse, y él se arrodillaba para rezar, cuando oyó el gañido de un zorro, luego pisadas leves debajo de la ventana, y entrevió en la sombra como apariencias de animales. La tentación era demasiado fuerte. Descolgó el carcaj.

La joven pareció sorprendida.

—¡Es por obedecerte! (dijo Julián.) A la salida del sol estaré de vuelta.

La mujer, sin embargo, temía una desgracia.

Él la tranquilizó, saliendo luego asombrado de su inconsecuencia.

Poco tiempo después entró un paje anunciando que dos desconocidos necesitaban ver inmediatamente a la señora, a falta del señor.

Y acto continuo entraron en la estancia un viejo y una vieja, encorvados, llenos de polvo, vestidos de Henzo, y apoyándose cada uno en un báculo.

Después de rehacerse, dijeron que llevaban a Julián noticias de sus padres.

La mujer se inclinó para oirlos.

Pero los ancianos, dirigiéndose una mirada de inteligencia, le preguntaron si el hijo seguía queriéndolos, si hablaba de ellos algunas veces.

—¡Oh, sí!—contestó ella.

Entonces exclamaron:

—¡Pues bien! ¡Somos nosotros!

Y, sintiéndose rendidos de fatiga, se sentaron.

Nada garantizaba a la joven que su esposo fuese hijo de aquellos viejos.

Ellos dieron la prueba, describiendo determinadas señales que Julián tenía en la piel.

La mujer saltó de la cama, llamó a su paje, y se les sirvió de comer.

Por más que tenían mucha hambre, apenas podían probar bocado; y la joven observaba a hurtadillas el temblor de sus manos huesosas al tomar los cubiletes.

Hicieron mil preguntas sobre Julián. Ella respondía a todas, pero cuidándose de callar la idea fúnebre del hijo tocante a los padres.

Estos habían partido de su castillo, al ver que no volvía Julián, y andaban caminando años hacía, guiados por vagas indicaciones, sin perder la esperanza. Tuvieron que gastar tanto dinero para pago de pontazgos y hosterías, por derechos de los príncipes y exigencias de los ladrones, que su bolsa quedó exhausta, y a la sazón iban mendigando. Pero ¿qué importaba, puesto que no tardarían en abrazar a su hijo? Ponderaban su suerte por tener una mujer tan preciosa, y no se cansaban de contemplarla y de besarla.

Mucho les asombraba la riqueza de la mansión; y el viejo, después de examinar las paredes, preguntó por qué estaba allí el blasón del emperador de Occitania.

La mujer respondió:

—Es mi padre.

Estremecióse el anciano, recordando la predicción del Bohemio, mientras la vieja pensaba en las palabras del Ermitaño. Sin duda la majestad de su hijo no era más que la aurora de los esplendores eternos; y los dos permanecían absortos a la luz del candelabro que iluminaba la mesa.

Los viejos debieron ser muy guapos en su juventud. La madre conservaba aún todo el pelo, cuyos finos rizos, semejantes a copos de nieve, le caían hasta la parte inferior de las mejillas; y el padre, con su alta estatura y su luenga barba, parecía una estatua de iglesia.

La mujer de Julián les instó para que no lo esperasen. Los acostó ella misma en su cama, cerró la ventana, y se durmieron. Rayaba el día, y los pajarillos empezaban a cantar detrás de las vidrieras.

Julián había atravesado el parque y andaba por el bosque con paso nervioso, gozando de la blandura del césped y de la suavidad de la atmósfera.

Las sombras de los árboles se extendían sobre elmusgo. A veces la luna producía blancas manchas en los claros del bosque, y Julián vacilaba en seguir, creyendo ver un charco de agua; otras veces la superficie de los tranquilos pantanos se confundía con el color de la hierba. Por doquier reinaba un gran silencio, y el cazador no descubría ninguna de las alimañas que pocos minutos antes rondaban alrededor del castillo.

El bosque se espesaba; la obscuridad se hacía profunda. Cruzaban bocanadas de aire cálido, impregnadas de aromas embriagadores. Julián se hundía en hacinamientos de hojas secas. Se recostó en una encina para tomar aliento un instante.

De pronto saltó a su espalda una masa más negra, un jabalí. No tuvo tiempo de coger el arco, y se apesadumbró como si le hubiese ocurrido una desgracia.

Luego, saliendo del bosque, divisó un lobo que corría a lo largo de un seto.

Le disparó una flecha. Paróse el lobo, volvió la cabeza para mirarlo, y tornó a emprender la fuga. Corría guardando siempre la misma distancia; de cuando en cuando se detenía, y no bien lo apuntaba el arco, reanudaba su carrera.

Julián recorrió de esa suerte una llanura interminable, después montículos de arena, y últimamente se encontró en una meseta que dominaba un dilatado espacio. Vio algunas piedras planas diseminadas entre bóvedas ruinosas. Tropezaba con huesos de muertos; de trecho en trecho se inclinaba con aspecto lastimoso una cruz carcomida. En la sombra de las tumbas se rebulleron formas vagas: eran hienas que salían espantadas y jadeantes. Haciendo rechinar las uñas sobre las losas, se llegaron a él y lo husmearon, desencajándose las quijadas con un bostezo que puso al descubierto sus encías. Julián desenvainó el sable. Las hienas partieron a la vez en todas direcciones, y siguiendo su galope cojitranco y precipitado, se perdieron a lo lejos en una nube de polvo.

Una hora después encontró en un barranco un toro furioso en actitud de acometer y escarbando la arena. Julián le asestó una lanzada en el pecho, pero la lanza se hizo astillas, como si el animal hubiese sido de bronce. Entonces cerró los ojos, aguardando la muerte. Cuando los volvió a abrir, el toro había desaparecido.

Le flaqueó el ánimo de vergüenza. Un poder superior destruía su energía; y, resuelto a volverse, entró en el bosque.

El bosque estaba obstruido de plantas trepadoras, e iba cortándolas con el sable, cuando de repente se deslizó por entre sus piernas una garduña; una pantera dio un brinco por encima de su hombro, y una serpiente subió en espiral alrededor de un fresno.

Había en el follaje una chova monstruosa que miraba a Julián, y por doquiera aparecieron entre las ramas innumerables chispas como si el firmamento hubiese derramado en el bosque todas sus estrellas. Eran ojos de animales, de gatos monteses, de ardillas, de buhos, de loros, de monos.

Julián disparó contra ellos sus flechas; las flechas, con sus plumas, se posaban en las hojas como mariposas blancas. Les tiró piedras; las piedras volvían a caer sin tocar a ninguno. Se maldijo; hubiera querido pegarse; aulló imprecaciones; se ahogaba de ira.

Y todos los animales que había perseguido se le aparecieron de nuevo, formando un estrecho círculo en torno suyo. Unos estaban sentados sobre las ancas, otros muy erguidos. Él permanecía en medio, helado de cuentos filosóficos, incapaz del más mínimo movimiento. Con un esfuerzo supremo de voluntad dio un paso; los que estaban posados en los árboles abrieron las alas, los que hollaban el suelo alzaron sus extremidades, y todos lo seguían.

Las hienas iban delante de él; el lobo y el jabalí detrás. El toro balanceaba la cabeza a su derecha, y la serpiente ondulaba por la hierba a su izquierda, al paso que la pantera, combando el lomo y escondiendo las uñas, iba dando zancadas. Él avanzaba con la mayor lentitud posible para no irritarlos, y veía salir de las profundidades de la espesura puercoespines, zorros, víboras, chacales y osos.

Julián apretó a correr; ellos corrieron: La serpiente silbaba; las alimañas hediondas babeaban. El jabalí le rozaba los talones con los colmillos, y el lobo la palma de la mano con los pelos del hocico. Los monos lo pellizcaban haciendo gestos; la garduña se enroscaba a sus pies. Un oso le quitó el sombrero de una manotada, y la pantera dejó caer desdeñosamente una flecha que llevaba en la boca.

El proceder ladino de aquellos animales respiraba ironía. Espiándolo con el rabillo del ojo, parecían meditar un plan de venganza; y él, aturdido por el zumbido de los insectos, fustigado por las colas de las aves, sofocado por los alientos, marchaba con los brazos caídos y los párpados cerrados como un ciego, sin tener fuerzas siquiera para pedir merced.

Vibró en los aires el canto de un gallo; otros respondieron. Llegaba el día, y Julián distinguió más allá de los naranjos la techumbre de su castillo.

Después vio a orillas de un campo, a tres pasos de distancia, rojas perdices que andaban por los rastrojos. Se desabrochó el capote, y lo tendió sobre ellas como una red. Al levantarlo, no encontró más que una, y muerta hacía tiempo, podrida ya.

Esa decepción lo exasperó más que todas las pasadas. Volvía a dominarlo su sed de carnicería, y, a falta de animales, hubiese querido matar hombres.

Subió las tres terrazas, y hundió la puerta de un puñetazo; pero, al pie de la escalera, aplacó su corazón el recuerdo de su querida mujer: dormía sin duda é iba a sobresaltarla.

Se quitó las sandalias, dio vuelta con cuidado a la llave, y entró.

Los vidrios emplomados oscurecían la palidez del alba. Julián se enredó los pies en ropas que había por el suelo; un poco más adelante tropezó con una credencia cargada aún de vajilla. «Habrá comido algo seguramente», se dijo; y avanzaba hacia la cama perdido en las tinieblas del fondo del cuarto. Cuando estuvo al borde, inclinóse, para besar a su mujer, sobre la almohada en donde reposaban las cabezas de los dos ancianos. Entonces sintió en la boca la impresión de unas barbas.

Retrocedió creyendo volverse loco; pero tornó a acercarse al lecho, y, palpando otra vez, tocó unos pelos largos. Para cerciorarse de su error, pasó la mano por la almohada lentamente. Ya no cabía duda: ¡era una barba! ¡era un hombre! ¡un hombre acostado con su mujer!

Dando rienda suelta a su cólera, se precipitó sobre ellos a puñaladas, pataleando, echando espumarajos y aullando como una fiera. Al fin se detuvo. Los viejos no se habían movido siquiera; tenían atravesado el corazón. Él escuchaba atentamente los dos estertores casi iguales, y, a medida que se apagaban, los sucedía a lo lejos una voz lastimera. Indistinta al principio, esa voz quejumbrosa de acentos prolongados fue acercándose ; cobró intensidad, y adquirió un carácter cruel. Reconoció aterrado el bramido del monstruoso ciervo negro.

Y volviéndose, creyó ver en el marco de la puerta el fantasma de su mujer con una luz en la mano.

El ruido del asesinato la había atraído. A una ojeada lo comprendió todo, y, huyendo despavorida, dejó caer la luz.

Él la recogió.

Tenía delante a sus padres, tendidos boca arriba, con un agujero en el pecho; sus semblantes, de una dulzura majestuosa, parecían como guardar un secreto eterno. En su blanco cutis, sobre las sábanas de la cama, por el suelo y a lo largo de un Cristo de marfil colgado en la alcoba, se veían salpicaduras y charcos de sangre. El reflejo purpúreo de la vidriera, herida entonces por el sol, iluminaba esas manchas rojas, y las multiplicaba por toda la estancia. Julián avanzó hacia los dos muertos, diciéndose y queriendo creer que no era posible, que se había engañado, que a veces se encontraban semejanzas inexplicables. Finalmente, se bajó un poco para ver de cerca al anciano, y por entre los párpados mal cerrados distinguió una pupila apagada que lo quemó como fuego. Luego se fue a la parte opuesta de la cama, ocupada por el otro cadáver, cuyos blancos cabellos ocultaban una parte del rostro. Julián le pasó los dedos por debajo de los rizos, levantó la cabeza.... y la miraba, al extremo de su rígido brazo, alumbrándose con la luz que en la otra mano sostenía. El colchón empapado rezumaba, y, una a una, iban cayendo gotas en el suelo.

Al final del día Julián se presentó delante de su mujer, y, con una voz que no parecía la suya, le mandó que no le respondiese, que no se le acercase, que no lo mirase siquiera, y que, so pena de condenación, siguiese todas sus órdenes, que eran irrevocables.

Los funerales se harían según instrucciones que dejaba por escrito sobre un reclinatorio en la cámara mortuoria. Legaba a su mujer el palacio, los vasallos, todos los bienes, sin conservar siquiera la ropa puesta ni las sandalias, que se encontrarían en lo alto de la escalera.

Ella había obedecido la voluntad de Dios ocasionando su crimen, y debía rezar por el alma de él, puesto que en adelante ya no existía.

Enterróse a los muertos con magnificencia en la iglesia de un monasterio que había a tres jornadas del castillo. Un monje, con la capucha echada, siguió el cortejo, lejos de todos los demás, sin que nadie se atreviese a hablarlo.

Durante la misa permaneció de bruces en medio del portal, con los brazos en cruz y restregando el polvo con la frente.

Después del entierro se le vio tomar el camino que llevaba a las montañas. Se volvió varias veces, y acabó por desaparecer.

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