Vendetta - Fabio Fiallo

A Manuel F. Cestero

Y mientras yo con asombro le escuchaba, el poeta proseguía:

Así transformado, e impregnadas del veneno de mis rencores las potentes garras, hendí los aires y penetre en su alcoba.

Ella dormía. Sobre la candidez del lecho destácabase, más blanca aún, su olímpica belleza, que sólo la castidad del desnudo protegía, envolviéndola como un impalpable velo esplendoroso. La contemplación de tanta maravilla capaz era de rendir la más heroica voluntad, tornándola en humildísima adoración, y temiendo por todos mis odios y por mis terribles juramentos de venganza, desaté mis ímpetus....

El ruido de mis alas la despertó. Al verme alzó los brazos en brevísimo ademán de ruego y quiso incorporarse; mas, me lancé a ella con tan violento impulso que apenas si tuvo tiempo para dirigirme su última mirada. Una mirada indefinible, llena de amor tristísimo, póstumo, imposible...

Mis potentes garras se habían hundido en su seno hasta encontrar el hondo corazón, y la sangre salía a borbotones, pintando de rojo la muelle almohada, los blancos linos de la cama, y el leve cortinaje de gasa.

Después, corrió por la alfombra, inundó la alcoba y subió alegremente, alegremente, como el agua de una fuente rumorosa. En la marejada de sangre los muebles flotaron cual despojos de una embarcación deshecha. Y flotó también el lecho, y sin abandonar mi presa noté el oleaje con mis alas, me bañé en sus ondas de púrpura, perfumadas y calientes...

La embriaguez de este supremo goce me produjo el vértigo.

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Fabio Fiallo

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Vendetta

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A Manuel F. Cestero

Y mientras yo con asombro le escuchaba, el poeta proseguía:

Así transformado, e impregnadas del veneno de mis rencores las potentes garras, hendí los aires y penetre en su alcoba.

Ella dormía. Sobre la candidez del lecho destácabase, más blanca aún, su olímpica belleza, que sólo la castidad del desnudo protegía, envolviéndola como un impalpable velo esplendoroso. La contemplación de tanta maravilla capaz era de rendir la más heroica voluntad, tornándola en humildísima adoración, y temiendo por todos mis odios y por mis terribles juramentos de venganza, desaté mis ímpetus....

El ruido de mis alas la despertó. Al verme alzó los brazos en brevísimo ademán de ruego y quiso incorporarse; mas, me lancé a ella con tan violento impulso que apenas si tuvo tiempo para dirigirme su última mirada. Una mirada indefinible, llena de amor tristísimo, póstumo, imposible...

Mis potentes garras se habían hundido en su seno hasta encontrar el hondo corazón, y la sangre salía a borbotones, pintando de rojo la muelle almohada, los blancos linos de la cama, y el leve cortinaje de gasa.

Después, corrió por la alfombra, inundó la alcoba y subió alegremente, alegremente, como el agua de una fuente rumorosa. En la marejada de sangre los muebles flotaron cual despojos de una embarcación deshecha. Y flotó también el lecho, y sin abandonar mi presa noté el oleaje con mis alas, me bañé en sus ondas de púrpura, perfumadas y calientes...

La embriaguez de este supremo goce me produjo el vértigo.

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