La blanca niña que adoro
lleva al templo su oración,
y, como un piano sonoro,
suena el piso bajo el oro
de su empinado tacón.
Sugestiva y elegante
toca apenas con su guante,
el agua de bautizar,
y queda el agua fragante
con fragancia de azahar.
Luego, ante el ara se inclina
donde un Cristo de marfil
que el fondo oscuro ilumina,
muestra la gracia divina
de su divino perfil.
Mirándola, así, de hinojos,
siento invencibles antojos
de interrumpir su oración,
y darle un beso en los ojos
que estalle en su corazón.
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