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Fabio Fiallo en AlbaLearning

Fabio Fiallo

"Ernesto de Anquises"

Biografía de Fabio Fiallo en AlbaLearning

 
 
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Ernesto de Anquises
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Fabio Fiallo
F. Javier Angulo Guridi
Juan Bosch
Salomé Ureña de Henriquez

 

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(Homenaje)

 

Los que sobreviven de la brillante juventud que hace veinte años poblaba nuestros salones y llenaba los teatros y conciertos, no pueden haber olvidado a Ernesto de Anquises, aquel extranjero, orgulloso, derrochador y excéntrico, que en dos años de vida elegante se captó entre nosotros la envidia encubierta de los hombres y la admiración gloriosa de las damas, las cuales, a causa quizás del color marmóreo de su tez y de la soberbia hermosura de sus facciones, le llamaban “el pálido Luzbel”.

¿Quién era? ¿De dónde había salido? Por saberlo, así como por indagar el motivo de la eterna tristeza grabada en su frente, la encantadora viudita Natalia de N... habría sacrificado gustosa una temporada entera de sus noches de triunfos.

Pues bien, de este Ernesto de Anquises es la historia que voy a referir con todos los detalles que de sus labios una noche lluviosa y fría de Diciembre.

*

–Cuando la novia se presentó en la sala donde se nos aguardaba para proceder a la ceremonia nupcial, comenzó Ernesto de Anquises, un murmullo de admiración brotó de todos los labios, y crecido en onda rumorosa agitó los ámbitos del salón. ¡Cuán hermosa era y qué bien resaltaban sobre el traje inmaculado y bajo la diadema de azahares, el color sonrosado de su faz y el oro de sus cabellos! Y en tanto que yo recogía enorgullecido aquel respetuoso homenaje de la concurrencia, miraba, palpitante de amor, a mi novia.

De repente me estremecí. A mi espalda, uno de los invitados pronunció estas palabras:

¿La veis cuan bella?... Pues bien, dentro de breves años será una carroña asquerosa, y después un horrible esqueleto.

¿No es cierto, amigo mío, que en ocasión semejante esta frase resultaba una inconveniencia monstruosa? Me volví queriendo indagar con la vista a su autor. No le reconocí, y me alegré de que así fuera, ya que el momento no era el más oportuno para demostrarle mi indignación. Bien pronto olvidé este incidente ¿Quién en mi lugar no habría hecho lo mismo?

Y no lo recordé hasta cinco días más tarde, cuando absorto en la contemplación de sus encantos, me sentí, de súbito, asaltado por aquel pensamiento espantoso. En verdad ¿qué será de tanta perfección luego que el buitre sombrío de la muerte clave sus garras en esta presa tan hermosa, sonrosada y fresca? ¡Bah! ¿por qué pensar en ello? Y rechacé tal idea como se rechaza una preocupación asediante.

Pero, ¿quién aprisiona el pensamiento? ¿Quién le pone cadenas a la imaginación? Esa misma noche, y en el instante en que la amada, en el santuario de la alcoba, rodeaba con sus brazos mi cuello, un rápido estremecimiento recorrió mis nervios. Allí, entre ella y yo, pegada a mi oído, resonaba más burlona y más fría la frase del importuno invitado: “¿La veis? es una carroña asquerosa, un horrible esqueleto”. Y sentía que aquellos brazos que me acariciaban eran un par de huesos, y los besos de su boca me parecían las mordeduras de unos maxilares descarnados y en lugar de sus ojos yo veía dos cuencas oscuras y profundas que me infundían pavor.

Después de esa noche... ¿A qué continuar con los detalles de mi conducta infame? Esquivada al principio con disimulo, rechazada más tarde con aspereza, la infeliz esposa que en vano, ora con súplicas, ora con altivez, había tratado de averiguar los motivos de mi extraño alejamiento, principió a languidecer y a sufrir de un mal misterioso que lentamente fue minando su constitución delicada: y al poco tiempo, postrada ya en el lecho de muerte, mi mirada escudriñadora podía estudiar en su lívido rostro lo que en breve sería aquel trágico montón de huesos.

¿Lástima entonces? ¡Oh, no! Y ella tampoco se engañó. Los demás, los que me veían penetrar a cada instante en su alcoba de moribunda y sentarme callado, sombrío, a la cabecera de su lecho, sí creían en mi dolor; pero ella leía en mis ojos como en un libro abierto, y sabía que yo entraba allí para estudiar, y si posible era, precipitar con mi presencia la consumación de aquel crimen mudo y espantoso. ¿Cuándo me vería libre por siempre de ella?

Al fin, una mañana de temprano sol alegre, mis amigos me acompañaron a enterrar el cadáver de la que había sido para el mundo mi adorada compañera.

Y cuando una hora después, cumplido este deber, volví a casa, qué satisfacción experimenté al encontrarme solo y libre. ¡Libre por siempre! Y para cerciorarme, para convencerme de mi inmensa dicha, para gozar mi júbilo infinito, recorrí su aposento, buscando y analizando todas esas huellas que la muerte deja al pasar.

–Y después, Ernesto, ¿no has amado otra vez?

–¿Amar otra vez? Escucha:

Cinco meses más tarde emprendí un viaje. Necesitaba alejarme. ¿Acosado por los remordimientos? ¡Oh, no!

Nunca sus sombras fatídicas habían perturbado mi sueño. Pero tenía que huir lejos, muy lejos, a donde me fuera imposible realizar un nuevo anhelo que se había apoderado de mí con empeño tan tenaz como aquella otra obsesión. Y viajé mucho, muchísimo, internándome en las regiones más apartadas y desconocidas de uno y otro hemisferio. Todo fue inútil, y al cabo de breves años regresé, vencido, subyugado por el fatal dominio de este inquebrantable deseo: quería desenterrarla, tocarla, saciarme en la contemplación de aquel esqueleto que tanto me había hecho sufrir. Y la misma noche de mi llegada corrí al cementerio, soborné al sepulturero y me hice abrir su sarcófago.

Sí, allí estaba... Era este mismo haz siniestro de huesos el que yo sentía, pegado a mí, en las interminables noches de mi suplicio. Estos eran los brazos que hacían nudo de mármol en torno de mi cuello y me ahogaban, esta boca las mandíbulas descarnadas que me mordían, estos ojos las dos órbitas sin luz que me infundían pavor... Y con todos aquellos despojos huí a casa.

Cuando llegué a nuestra alcoba de desposados volví a contemplarlos, y en esta contemplación me sorprendió la aurora.

En el día hice un esfuerzo y salí. Vagué por la ciudad todas las horas del sol queriendo ahuyentar los recuerdos.

Inútilmente... Aquí estaban, en mi cerebro, como un enjambre de hormigas laboriosas que trabajaban sin cesar.

Ya éste me traía un rayo de luz muy suave que antes había sido una mirada angustiosa; esotro una ondulación triste, y reconocía en ella la última sonrisa amante de unos labios que contraía el dolor; aquel, una nota armoniosa desvanecida en un sollozo que mi oído recordaba. Después, las hormigas se multiplicaron. Ahora no se ocupaban de simples detalles y trabajaban sin cesar en la obra completa. Cuando por la noche volví a mi casa la reconstrucción estaba terminada, y como un loco me arrojé sobre aquellos huesos y los besé infinitamente. Sí, ésta era... ésta es su frente pensativa y hermosa, estos sus ojos grandes, rasgados y brillantes, esta su boca pequeña y encendida, en donde se anidaban las sonrisas cándidas y las palabras tiernas, estos sus brazos que formaban dulces cadenas de amor en torno de mi cuello, estos los pies graciosos y breves que supieron de mis ardientes caricias de enamorado. La besaba, la besaba infinitamente. Y bajo el calor de mis labios yo sentía renacer, palpitante de amor, su carne tibia, mórbida y perfumada... ¿Qué si he amado otra vez?... Ven...

Con fuerza sobrehumana Ernesto de Anquises me arrastró consigo, abrió una puerta y me hizo penetrar en una suntuosa alcoba. Allí se alzaba un tálamo.

Sobre el tálamo dormía un esqueleto.

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