A Francisco de Villaespesa
Aquel cuartito de Octavio era un caprichoso museo de exquisitos despojos femeniles. Allí se encontraban trofeos de tosas las conquistas, laureles de todos los triunfos.
Pero, ni la cajita de palo de rosa, donde alguien había sorprendido el oculto tesoro de la más hermosa y rubia y ondulante cabellera; ni el fino pañuelo de batista que ostentaba una corona de marquesa por blasón; ni el abanico de blonda y nácar, evocador de cierta leyenda sangrienta; ni la blanca liga de desposada; ni los dos antifaces, negro y rojo el uno, rojo y negro el otro, que aun parecían conservar, frente a frente, la misma actitud hostil que una noche adoptaron al encontrarse en aquella misma alcoba sus respectivas dueñas; ni la sugestiva zapatilla azul que Octavio no tocaba sin besar, digna del breve pie de la Cenicienta; nada, nada mortificaba tanto mi curiosidad como la sarta de lindos caracolitos guardada devotamente en rico estuche de marfil.
¿Acaso este ateo impenitente abrigaba la cándida superstición de los amuletos?
Una noche por fin interrogué a Octavio:
–¿Y esto?
–¿Eso?... ¡Ay! es una historia bien triste la que me pides, la historia de un amor irreal.
Yo mire con extrañeza a mi amigo.
–¿Te sorprende la palabra en mis labios?
–¿A qué ocultártelo?
–Pues escucha:
Todas las tardes ella bajaba a la playa y allí acudía yo tan sólo por verla saltar descalza, de roca en roca, hasta alcanzar el abrupto peñón que se erguía en el mar, casi a la orilla, frontero al viejo torreón del castillo. Y poniendo aquel soberbio pedestal a su temprana hermosura, se hacía contemplar de las ondas, de las ondas a las que ella hablaba con la gracia y la majestad de una reina enamorada.
¿Qué les confiaba? No sé. Sin duda embajadas de amor que las coquetuelas, modulando su canción de espuma, corrían alegres y presurosas a recibir, y presurosas y alegres se llevaban.
Una tarde... ¡Oh! estaba más bella que nunca. Su flotante cabellera blonda parecía llenar el aire de átomos de oro, y en el azul de sus grandes pupilas se reflejaba algo de la imponente y brava inmensidad del mar. Traía al cuello esa sarta de caracolitos que ha sido aguijón de tu curiosidad.
Vino a mí, se sentó a mi lado, sobre el césped y me dijo:
–¿Sabes que me llaman loca?
–¿Quién?
– Ellas, las envidiosas. Las que odian mis cabellos porque él los besa, y mis ojos porque él se mira en ellos.
–¿Él?
– Sí, el Príncipe del Mar, mi novio. Y al decir así sacudió con arrogancia sus cabellos.
–Cuéntame tus amores, preciosa niña.
Miróme breve instante en silencio, después con acento que un recuerdo doloroso convertía en murmullo, me contó:
– Tú sabes que la tarde que enterraron a mi pobre madrecita quedé sola, sola en el mundo. Yo estaba muy triste, y una noche, para llorar con mas desahogo, vine a orillas del mar y aquí caí dormida. Súpolo el Príncipe, y en su carro de perlas tirado por cuatro tritones acudió a consolarme. Me rogó que no sufriera y me dijo que yo era muy bonita y que él se casaría conmigo.
–¿Cuando es la boda?
–No sé; mucho tarda ya esa hora de suprema ventura. ¡Oh! ¡esperar!... ¡qué duro es esperar cuando el tiempo no marcha con la violencia con que palpita el corazón!
Y mientras exclamaba así, miraba con sus grandes pupilas azules a las ondas que alegres murmuraban su canción de espuma.
–¿Por qué esperar?
–Mi palacio aun no está concluido. Un palacio hermosísimo de granito más blanco que el mármol, con galerías de nácar, grutas de perlas y bosques inmensos de coral. Serán mis pajes los delfines y las ondinas mis doncellas. Qué feliz voy a ser ¿no es verdad?
–Sí, muy feliz.
–Todas las noches durante mi sueño viene el Príncipe a visitarme. ¿Ves estos caracolitos? Cuentan las veces que nos encontramos. Tengo muchos, muchos, ellos alfombran mi cabaña. Hoy estamos a trece y ya tengo doce.
Después prosiguió como en un ensueño.
– Mi Príncipe, ¡cuán bello es! Tiene la cabellera negra y ensortijada, la frente pálida y hermosa, los ojos tristes y soñadores, el pecho alto y vigoroso, el talle elegante y fino, el ademán firme y cortés.
Cuando cierro los ojos y le contemplo tan bello siento impulsos de correr a su encuentro y lanzarme al mar.
–Te ahogarías.
–No, los tritones me recogerían y en su carro conduciríanme al palacio; pero temo que mi Príncipe se enoje.
Y se alejó susurrando dulcemente un canto de amor.
Tres, días después ocurrió el hecho fatal. Corrí a la playa donde yacía tendida sobre el abrupto peñón que tantas veces había servido de soberbio pedestal a su hermosura. Un hilo de sangre corríale por la sien y manchaba de púrpura el oro de sus cabellos; por sus labios amoratados parecía aun vagar una sonrisa, sonrisa de mujer enamorada que corre al encuentro del amado, y del cándido cuello pendía la sarta de caracolitos que habían marcado las horas felices de aquel mes.
Los conté: doce. ¡Eran los mismos que me había enseñado! Desde aquel día no había vuelto el Príncipe y la visionaria se había lanzado al mar en su busca. |