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"La oruga" |
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Biografía de Isidoro Fernández Flórez en Wikipedia | |
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Música: Lecuona - Tres Miniaturas - 1: Bell Flower |
La oruga |
El maestro de escuela de Carrizosa paseaba una tarde junto al río, cuando vió a una chiquilla pobrísimamente vestida con los pies metidos en el agua y tratando de alcanzar algo, sirviéndose de un junco. La chiquilla era delgada y graciosa; su rostro, moreno y pálido; sus ojos, negros. —¿Qué haces, muchacha?—la preguntó. Ella volvió la cabeza y miró con cierto susto la cara larga, la nariz puntiaguda y las antiparras con armadura de plata de don Hilarión. —¡Mírelo usted, señor!—contestó ella. El miró. En el agua, tranquila y limpia, sólo vió una oruga que retorcía sus anillos membranosos y movía su escamosa cabeza con evidentes señales de disgusto. ¡No era aquél su elemento! Don Hilarión, el primero y único naturalista de Carrizosa, opinó que aquella oruga correspondía indudablemente a la familia de mariposas de la col. —Veamos. Tú quieres alcanzar con el junco esa oruga, ¿eh? ¿Y para qué?... ¿Para matarla? Entonces la niña, que se había tranquilizado, porque la voz y el gesto de don Hilarión revelaban un bondadoso natural, dijo: —Señor, miraba yo el agua de este remanso por si veía algún pececillo, cuando de pronto ha caído desde alguna rama (y alzó la cabeza) esa oruga; es muy lea, tan lea que me da miedo; pero hace tales contorsiones, debe sufrir tanto, que he cogido este junco y trato de alcanzarla y salvarla. Pero el junco es corto y no llego. ¡Si usted, que tiene los brazos tan largos, quisiera!... El maestro se echó a reir paternalmente. Le hizo gracia la salida. Y he aquí a don Hilarión arremangándose el puño de la americana y extendiendo el brazo y el junco hasta llegar a la oruga. —Vaya, señorita, ya está salvado el náufrago. Y en el extremo del junco, agarrándose con su docena de patas, agitándose con movimientos convulsivos, salió del agua la oruga. La chiquilla batió palmas de júbilo. —Ahora—exclamó—póngala usted con cuidado en una rama; así, sobre una hoja; que viva y ¡que la vaya bien! Pero, ¡para qué criará Dios cosas tan feas! Don Hilarión creyó propio de su magisterio defender a Dios, o por lo menos disculparle. —Has de saber—dijo—que nada hay feo en la Creación: todo es reflejo de la hermosura divina. Y menos que a otro cualquiera ser puede afearse a éste, pues no es en realidad lo que parece, sino el principio de una de las obras providenciales más bellas. Esa oruga, después de cambios penosos, de enfermedades, de sueños como de muerte, echará alas, y abandonando el rinconcillo que se habrá buscado en la corteza de ese árbol, ¡se lanzará como una flor volante en los espacios! La chiquilla no entendió mucho; pero entendió lo suficiente para hacer con la mano un movimiento que significaba: ¡Esa no cuela! Era tan mona, que don Hilarión no se ofendió por su descaro. Antes bien, reflexionó que transformaciones como la de la oruga en mariposa, ni aun basta verlas para creerlas. —¿Tú eres de aquí? ¿Tienes familia? ¿Cómo te llamas? —Mi madre me llama La Calandria, porque soy yo quien la despierta, y hemos venido a este pueblo porque ella es hija del tío Troncoso, que murió hace días y que quiere recoger la herencia. —¿Dónde paráis? —Allí, señor, en aquella cabaña. No tenemos nada; nos dejan parar allí de limosna. —Vaya, vaya, señorita; puesto que viene usted a recoger los cuartos del abuelo, no me necesita usted para nada. ¡Sea usted muy dichosa! Y el maestro se dirigió al pueblo, y La Calandria hacia su tinglado de palitroques y esteras. ¡Ah! Las cosas de este mundo no pasan como presumen las criaturas. Y La Calandria y don Hilarión debían comprenderlo pronto. Cuando La Calandria entró en su choza no vió nada, porque dentro era como de noche. Dió una vuelta a tientas y se cercioró entonces de que allí no había nadie. —No ha venido madre aún. ¡Pues ya podía! Dijo que volvería dentro de una hora. ¡Ay, qué hambre tengo! Salió a la puerta, sentóse en el suelo y esperó. El sol, casi al ras de la tierra, dibujaba negrísimamente árboles y casucas sobre un fondo como de aurora boreal. Alzábanse los ruidos misteriosos del campo, formados por la voz de millones y millones de seres invisibles que cantaban sus canciones del sueño. Los murciélagos trazaban su zig-zag de pájaros cegados. No pensaba ya en la oruga; pensaba en su madre: el único cariño que había correspondido a la necesidad que ella sentía de amar; la única persona que la habla dado regazo, pan y besos. ¡Pobre madre la suya! ¡Sin un céntimo y enferma del corazón! ¡Pero, cuánto tardaba en volver! De pronto vió acercarse un grupo como de tres personas. No podía precisar lo que era; le pareció que dos hombres, uno delante y otro detrás, conducían, sosteniéndolo con los brazos, un pesado fardo. La Calandria sintió cierto temor supersticioso. Uno de los hombres dijo: —¡Aquí está la cabaña! Dos pasos más, y hubiera llegado ella misma por su pie. El otro añadió: —¡Cómo pesan los muertos! La Calandria se levantó y quiso correr al encuentro de los hombres, pero no pudo. Los dos hombres llegaron, y sin hacer caso de ella entraron y dejaron el cadáver sobre la paja del suelo. Después, uno encendió un fósforo, lo paseó con la mano formando círculo, y mirando dijo: —¡Si por aquí hubiese un poco de vino! El otro debía tener mejor corazón, porque al pasar junto a La Calandria la acarició en el rostro con la mano, diciéndole: —¡Pobresilla! El abuelo Troncoso no ha deja de nada. No encontraron vino, y se fueron. La Calandria había quedado como petrificada. Nunca había pensado en que pudiese morirse su madre. ¡Allí, tendida, estaba su inseparable protectora y compañera, y no la sentía moverse ni respirar; el cadáver la atraía y al mismo tiempo le inspiraba miedo. ¡El corazón la impulsaba, el gran misterio de la muerte la sobrecogía; pero tal vez los hombres se habían equivocado, tal vez su madre vivía aún! Encontró ánimo y gimió: ¡Madre! Su voz se perdió sin contestación y sin eco. Aquel silencio la espantó. Huyó, huyó sin saber a dónde. Pero cuando se detuvo y tomó aliento se echó a llorar. Su corazón confusamente protestaba. ¡Su pobre madre estaba muerta y ella no estaba a su lado! ¡Tener miedo de quien tanto la había querido! ¿Quién le daba pan en sus hambres, cuidados en sus enfermedades? ¿Quién, tantas veces en los caminos, la había cogido en brazos, para que los pies no se le hinchasen con la fatiga? ¿Quién se quitaba los vestidos para abrigarla con ellos en lo duro del invierno? El aire del campo había soplado sobre su miedo. ¡Su madre muerta y sola! A todo correr volvió otra vez a la cabaña. Cuando llegó vió luz; el hortelano de la huerta inmediata había sabido la noticia y había venido a ver la cara de la muerta. El candil alumbraba un saco mal relleno de granzas que podía servir de lecho, un taburete dislocado, varios útiles de labranza en los rincones, verduras secas, semillas y el viejísimo aparejo de una mula. La muerta representaba haber tenido unos cuarenta años. Borrosos rasgos de hermosura conservaba su semblante. Su gesto helado era de horrible angustia. Abrazóse La Calandria al cadáver. —¡Ay, madre, madre!—repetía, sin encontrar otras palabras. El hortelano, al marcharse, puso en un clavo él candil. No se atrevió a dejar en tinieblas al cadáver y a la niña. La Calandria no sabia rezar, pero se puso de rodillas y juntó las manos. Sobre ellas caían sus lágrimas. El exceso del dolor, del espanto y de la fatiga se impuso al fin; y cuando el candil lanzaba sus últimas llamaradas, la pobre niña dobló la cabeza y se quedó dormida sobre el pecho de su madre. Se despertó y creyó que aún soñaba. ¡Cuán largo habla sido su sueño! Muy largo. Tenia vaga idea de que había estado durmiendo días y días. Y era verdad; porque su sueño no había sido sueño, sino enfermedad continuada y peligrosa. Ahora despertaba y encontrábase en un lecho que le pareció magnífico, y en una habitación tan rica como jamás la había ideado. En el lienzo de pared correspondiente a los pies de la cama había una cómoda de caoba con tiradores plateados, y encima de ella unos jarroncitos amarillos con unas rosas de papel, como dos repollos; un espejo de marco negro con filetes de oro, y muchos y diferentes marquitos para fotografías. Sobre la mesilla de noche, de barnizado pino, campeaba una hermosa estampa de la Virgen; y al lado, más baja, brillaba una pilita de cristal, con un ramo de romero atravesado, y sin duda bendito. Y en el lienzo que ella veía, recostada sobre el lado del corazón, como ahora estaba, se abría una ventana alegrada con algunos tiestos y donde una cortina exterior, en pabellón, flotaba en constante batalla de colores y luces: —¿Qué es esto? ¿Dónde estoy?—dijo. En aquel momento se abrió la puerta del cuartito y se asomaron con precaución la nariz y las antiparras de don Hilarión. Venía sacudiendo con las dos manos un vestidito de percal; una criada vieja le seguía, con una especie de gorra blanca de lienzo en una mano y unas zapatillas nuevas en la otra. —Hoy ha dicho el médico que puede usted vestirse y tomar un poco el aire sentada junto a la ventana, resguardándose del sol. ¡Arriba, señorita! La Calandria miró al maestro; sus ojos, entontecidos hasta entonces, empezaron a pensar; sintió invadida su imaginación por los recuerdos, y suspiró y sonrió casi a la vez. Se dejó vestir sin decir palabra. —¿Hace mucho tiempo, señor?—dijo de pronto. —Hace un mes—contestó el maestro de escuela—que ha muerto tu madre. La niña parecía ir comprendiendo. Sus ojos no se separaban de la cara de don Hilarión. Después de mirarle mucho, se fue a él y le besó la mano. —Siéntate, hija mía, siéntate aquí. Úrsula, abre la ventana. Que tome el aire. ¡Aire! ¡Mucho aire!, ha dicho el doctor. Úrsula abrió y entró un hálito perfumado de ruido y de luz. Y no entró sólo esto. Algo más entró. ¿Qué pudo ser, que la pobre niña se alzó de su silla, juntó las manos y se quedó como extática? Había entrado una mariposa; una mariposa de alas blancas, que se puso a revolotear sobre su cabeza; que se acercaba casi hasta mirarse en sus ojos, y como si tuviese algo que decir a sus oídos. ¡Visión reveladora, visión alegre, visión anunciadora de felicidad! Entonces si que recordó; entonces si que comprendió. Y cayó de rodillas, y siguió con los ojos llenos de lágrimas los arabescos ideales de la mariposa; y sólo cuando, al fin, en cien revuelos se perdió en los aires, pudo decir, mirando a don Hilarión con expresión de gratitud infinita, estas palabras: —¡La oruga!
Cuentos. 1904 Madrid: R. Romero, Imp. |
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