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"Funerales extraños" |
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Biografía de Isidoro Fernández Flórez en Wikipedia | |
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Música: Lecuona - Tres Miniaturas - 1: Bell Flower |
Funerales extraños |
Pocos días hace, al abrir la ventana de mi cuarto de estudio, que tiene vistas al patio, vi ¡cosa rara! que el balcón de enfrente tenía de par en par abiertas las puertas de cristales. Yo no había preguntado jamás quién era mi vecino de aquel cuarto, ni jamás había visto en aquel balcón a ninguna persona. Miré con cierta curiosidad. Y quedé bien castigado de ella, porque vi un aparato siniestro, terrible: un ataúd sobre un tinglado cubierto de paño negro, y dos de los cuatro blandones que sin duda completaban el escenario. Veía alguna parte de la caja; sobre la linea horizontal que formaba el galón de oro, alzábanse unas manos amarillas, escuálidas, que retenían, inclinado, casi caído, un pequeño crucifijo. ¡Manos que fueron de hombre, y de hombre fuerte, al parecer! Me retiré y cerré la ventana, y seguí trabajando, procurando desechar las ideas negras, obligado cortejo de la muerte. Trabajé algunas horas, y cuando faltó la luz me levanté de la mesa y volví a la ventana. La muerte nos espanta y nos atrae. Huimos de los muertos y volvemos a ellos. Aunque no tienen voz, nos llaman. Son la verdad, la única verdad del mundo, y se nos imponen. La noche había venido: el patio estaba completamente a obscuras, y el balcón formaba un rectángulo rojizo, en cuyo fondo había en este momento dos figuras. Seguramente dos amigos del difunto, que habían venido a honrar su memoria rezándole y velándole. Uno de ellos era un hombre gordo, bajo, de aspecto vulgar; la nariz gruesa y encarnada, la boca grande y movida por una sonrisa enigmática. Su cabeza estaba monda y lironda como una bola de billar. El otro no era muy alto ni muy grueso, pero era nervudo; la nuca y las espaldas anchas, y las piernas algo torcidas. Su rostro, sin ser repulsivo, era ingrato. Verdaderamente que me parecieron tipos originales, casi ridículos, novelescos, fantásticos. Sin embargo, fijándome en ellos, encontré que expresaban la pena y la ternura, por decirlo asi, a su modo. Y hasta creí que el hombre gordo se limpiaba con la palma de la mano una lágrima. Les vi, por fin, coger unas sillas y sentarse con la vista fija en el muerto. Sus pensamientos se reflejaban en sus ojos; creía leer en ellos: «¡He aquí una injusticia, una traición, una infamia, una crueldad de la muerte!» «¡He aquí pasado lo que debía durar siempre, apagada una luz que difundió la alegría, evaporado un perfume espiritual que no podrá tener ya más digno ocaso!» Y se miraban el uno al otro, como buscando la confirmación de sus pensamientos. La expresión de sus rostros era elocuente: una verdadera pantomima. En esto se abrió la puerta de la habitación y entró una mujer. Una mujer joven y bella, pero de una belleza inquietadora y luciferesca. La nariz respingadilla, los ojos pequeños, el cuerpo delgado, los cabellos rubios y despeinadísimos. Un sombrerillo de cien colores, cintas y flores, coronaba su frente. Su vestido no era menos complicado y alarmante. Se arrojó sobre el cadáver y lloró con profundos gemidos. Después tomó otra silla y se sentó junto a los dos hombres, dejándose caer como extenuada. Pero, sin duda, en el pensamiento de una mujer joven el dolor es sombra pasajera. Empezó a contar no se qué historia; se levantó, accionó, hizo figuras con las manos, terció y paseó el cuerpo, y yo creí que terminaría por cantar y bailar ante el difunto. Sus dos oyentes la escuchaban como embelesados, y por fin rompieron en estrepitosas carcajadas. A este ruido se abrió la puerta de nuevo, y apareció otra mujer de alguna edad, pálida, llorosa, vestida de negro. A no dudar, la viuda. Su gesto era de sorpresa; su mirada, una interrogación. El hombre gordo tomó la palabra y dió explicaciones; la joven repitió la escena, y... al terminar, ellos volvieron a reirse y la viuda no pudo por menos de esbozar una sonrisa... Después los abrazó, tendiéndoles las manos, con movimientos que significaban: «¡Qué buenos sóis! ¡Cómo lo queríais! ¡Cuánto hemos perdido todos! ¡No le olvidéis! ¡Amadme mucho!» Yo estaba sorprendido, intrigado, indignado, aterrado. Pero, al fin, una curiosidad devoradora se apoderó de mi. —Yo sabré—me dije—lo que significa esto. Luego entraron otros hombres, y todos se entristecían y todos hablaban, y cuando hablaban reían desatinadamente. Salí a la escalera y esperé a que se abriese la puerta del cuarto de mi vecino, dando paso a uno de los extraños seres que habla visto en el duelo. Y todo quedó explicado en breves palabras. —El difunto—me dijo el visitante—es... Peppino. ¡El famoso clown regocijo de Madrid y de Europa! ¡No es posible ver su cuerpo sin llorarle, ni recordar los triunfos de su historia sin reirse! ¡Aquellas carcajadas eran un tributo de dolor y un homenaje a su gloria! Cuentos. 1904 Madrid: R. Romero, Imp. |
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