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"El beso" |
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Biografía de Isidoro Fernández Flórez en Wikipedia | |
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Música: Lecuona - Tres Miniaturas - 1: Bell Flower |
El beso |
La última murmuración, mejor dicho, la murmuración más reciente en los circulos de la buenu sociedad: —Carlos Albares es joven de veintitrés años, es moreno, es distinguido, viste con elegancia, tiene ángel. No vive en Madrid; vive en Toledo con su tia la marquesa. Ha venido a la corte con un encargo delicado; trae las joyas antiguas de su familia, en las cuales hay que hacer algunas composturas; debe entenderse con el joyero, y de paso debe enseñarlas a la viuda de Martinez Rivera, coleccionadora de este género de antigüedades, estrella de la corte, belleza soberana, reputación acrisoladisima de virtud, noble entendimiento, toda prestigios... y algo parienta suya. No la conoce. Pero la conocerá dentro de un instante. Porque se encuentra, con el bastón y el sombrero en posición correcta, esperándola. La espera en un gabinete lleno de preciosidades. Pero, aunque él es artista hasta la médula de los huesos, aunque sólo vive por el arte y para el arte, nada mira. Está inquieto; presiente algo extraordinario. El ligero roce de un vestido sobre la alfombra le anuncia la llegada de la viuda. Entra una mujer de treinta años, alta, rubia, de aspecto noble y bondadoso; dama angusta. El infinito azul está en sus ojos, y sus cabellos alborotados la forman aureola. Un vestido de raso negro, un pañuelo de antigua blonda, blanco, prendido al pecho... y nada más. Carlos se vuelve; la ve... ¡Y si ella no acude pronto con sus manos a las suyas, la gótica cajita de marfil donde vienen las joyas, cae y se hace pedazos! La verdad es que siempre que aparece la viuda, impone; pero a Carlos debe imponerle más todavía. Carlos es artista; vive en la ciudad que el arte ha labrado como una escalera de caracol para que los santos desciendan del cielo... Ama su ciudad de piedra afiligranada, de roble tallado, de hierros escarolados, de esmaltados azulejos; su ciudad, enrojecida por implacables estíos; ennegrecida por las tempestades y las guerras; risueña por las mañanas, con sus torres y sus almenas resplandecientes; trágica por las noches, con sus pasadizos de caverna. ¡Toledo es su amor, su pasión, su fanatismo, su manía! Y él, corazón tierno, espíritu fantástico, ha buscado y no ha encontrado todavía, en su ciudad querida, la mujer adecuada, la mujer tipo, la mujer síntesis, que resuma, por su rostro y su apostura, a la mujer, a la musa, a la deidad de Toledo. ¡Y hela que ha surgido como una evocación de su pensamiento, deslumbrando sus ojos e inflamando su espíritu! ¡Sí! ¡Esta es el alma desterrada del gran palacio cincelado por los siglos! ¡Este es el perfume evaporado de aquella taza de oro repujada por los Alfonsos y por Carlos V! ¡Esta, la estatua que falta en la grandiosa hornacina! Cuando hemos soñado un espíritu y una figura y encontramos esa figura y ese espíritu, nuestro amor estalla súbitamente con arrebatos de locura. La viuda de Martínez Rivera se había inclinado para coger la cajita, que ya estaba en el aire; su hermosísima cabeza pasó tocando casi los labios de Carlos, y éste alargó los brazos, los recogió luego y... sonó un beso. Entonces la viuda dejó escapar a un tiempo la caja y un grito. Y rodaron por el suelo cien joyas de oro con chispazos de sol y colores; pendientes, sortijas y medallones que fueron de meninas pintadas por Velázquez y de duquesas y azafatas retratadas por Goya. Cuando la viuda alzó los ojos, Carlos había desaparecido. ¡En la alfombra, junto a las piedras preciosas, yacían sus lentes, su sombrero y su bastón! ¡Esta es la ocurrencia!... ¡Esta la aventura! Y yo la refiero, porque la oí contar ayer en la tertulia de la baronesa del Lago Azul a la vizcondesa de los Luminares. —¡Cómo se quedaría la viuda cuando se repusiese del susto!—exclamó la vizcondesa.—¡Ella, tan ceremoniosa, tan exquisita, tan severa! Y contestó la baronesa del Lago Azul: —¡Cómo se había de quedar!... ¡Encantada!
Cuentos. 1904 Madrid: R. Romero, Imp. |
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