I
Cuando Ursulino Avecilla, mi compañero en el noble juego de la rana, penetró en la alcoba, roncaba yo desaforadamente, sumido en un sueño profundo como un tratado de metafísica.
Ursulino comprendió lo desagradable de un despertar brusco, ya que el sueño de «Manon», comparado con el mío, resulta una siesta veraniega, y, enemigo de las determinaciones violentas, quiso despertarme de un modo dulce y poético que recomiendo a los lectores. Arrancó un clavo de la estera, y después de introducírmelo delicadamente por el conducto auditivo, dio en él un fuerte martillazo. Abrí los ojos al sentir la caricia, y le interrogué acerca de su visita tan mañanera.
Ursulino me miró en silencio dándose importancia. Luego dijo:
—Estoy organizando una carroza monstruo. Cuento contigo. Puedes ir disfrazado de lo que quieras; lo mismo de pierrot, que de esquimal en traje de gala. Como la carroza se titula «Vista fotogénica y panorámica de una galería de los Almacenes Rodríguez», no hay necesidad de que todos vayamos iguales. Fue una idea que se me ocurrió para evitar la monotonía de los disfraces. No falles, ¿eh? El domingo a las dos en punto te esperamos en el solar de donde saldrá la carroza. Ahí te dejo las señas. Adiós.
Le acompañé hasta la escalera. Se montó en la barandilla, y desapareció rápidamente.
II
Embutido en un traje de chorizo de Pamplona, me presente en el sitio de la cita. Era un solar en cuyo centro se alzaba una monumental carroza a la que aún no habían enganchado las mulas. Varias máscaras instaladas ya en ella entonaban a coro el andante con moto del «Tadeo». Cundía la impaciencia para marchar, pero esperábamos a Ursulino para que diese la orden de que engancharan los tiros.
Cuando se presentó Avecilla disfrazado de mesa de billar, fumando un puro en una pipa-matasuegras, fue recibido con una ovación calurosa y entusiástica.
—¡Viva! ¡Bravo! ¡A la Castellana! ¡Andando! ¡Siempre adelante! ¡Acordaos de Vasco de Gama!—decíamos todos.
De improviso, Ursulino se puso lívido y, con desesperación, dióse dieciséis palmadas en la frente y exclamó:
—¡Soy un camello! ¡Se me ha olvidado alquilar las mulas!... No podemos irnos!
Y lleno de dolor, cayó preso de un desmayo.
III
Fui el primero en hablar:
—¿No estamos aquí cuarenta personas? Pues bien: propongo que diez de nosotros nos disfracemos de mulas y, enganchados a las varas de la carroza, conduzcamos ésta a cuatro patas. Será una cosa original. Precisamente hay aquí una cuadra, en donde encontraremos todo lo necesario para nuestros disfraces. ¿Qué os parece? ¡Manos a la obra!
Diez individuos se ofrecieron como voluntarios. Se les vistió en un santiamén, y fueron uncidos al armatoste.
Ursulino dio la voz de arre, y al comprobar que la carroza no se movía, atizó unos cariñosos latigazos a los improvisados animales. Pero el carro pesaba mucho, y era necesaria más gente.
—Que bajen otros diez—propuse yo.
Diez héroes anónimos se presentaron. Entre todos les ayudamos a disfrazarse de mulas, y les enganchamos a los otros. Pero tampoco consiguiefon mover la carroza.
—¡A ver! ¡Diez más!—gritaron varios.
Diez individuos bajaron de lo alto, y se uncieron ellos mismos.
Penosamente, la carroza empezó a marchar. Mi amigo Ursulino iba guiándola, y de vez en cuando, para animar a los que hacían de muías, les propinaba unos cuantos latigazos.
Marchábamos lentamente. Tan pronto como salimos del solar, los que nos conducían se tendieron en el suelo. Estaban extenuados.
—No podemos más.—Se lamentaron.—Pesáis mucho. Nos hacemos daño en las rodillas...
Entonces, yo tuve una resolución heroica. Y dirigiéndome a los pocos que aún estábamos en la carroza, les grité:
—¡Todo el mundo a cuatro patas y a tirar como los bravos! ¡Tened presente que somos caballeros!
Como un solo hombre, los del carromato saltamos al suelo y nos unimos a los demás. La carroza, ya completamente vacía, echó a correr calle abajo.
IV
Al presentarnos en la Castellana tuvimos un gran éxito. Perfectamente enjaezados y aparejados recorrimos varias veces el paseo levantando murmullos de admiración.
Como en la carroza no iba nadie, el público supuso que representaba el Teatro Fontalba.
Ante la Tribuna del Jurado desfilamos al paso, luego a un ligero trotecillo y a galope más tarde. Los espectadores espetaban que alcanzaríamos uno de los premios; pero no fue así. Íbamos tan prodigiosamente caracterizados de mulas, que el Jurado calificador no se dio cuenta de que aquello era un disfraz. Lo consideró como nuestra individualidad propia.
Y, en lo que a mí respecta, no se equivocaba.
CABLOS FERNANDEZ CUENCA
Buen humor (Madrid). 14-2-1926, no. 220. |