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Tulio Febres Cordero en AlbaLearning

Tulio Febres Cordero

"Los recados"

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Los recados
OBRAS DEL AUTOR

Cuentos

Avecilla errante
El clavel de la capachera
El cuarto del tesoro
El plato azul
El secreto de un amigo
El turpial y la golondrina
La lluvia de oro
La mata de centavos
Los anteojos maravillosos
Los recados
Pleito de compadres
Por no quebrar el tubo
Por tierra y por agua
Un remedio ingenioso
 

ESCRITORES VENEZOLANOS

Alejandro Fernández García
Ana Enriqueta Terán
Andrés Bello
Justino Blanco Fombona
Manuel Díaz Rodríguez
Nicanor Bolet Peraza
Pedro Emilio Coll
Tulio Febres Cordero
 

 

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En las ciudades pequeñas, donde todos somos compadres, amigos, o por lo menos, conocidos, los recados de casa a casa, de persona a persona, forman buena parte de la trama de la vida.

No acaba uno de dejar la cama cuando oye en el zaguán de la casa esta fórmula rutinaria:

—Que le manda decir doña Fulana que cómo han amanecido por acá, y que le preste el martillo para colgar un santo, y que dónde compró usted la tela del cedazo.

Y como este es un servicio recíproco, no tarda uno mismo en llamar al sirviente y decirle:

—Vaya usted a la casa de mi compadre Bruno, y le dice que yo lo mando saludar, y que si tiene desocupado el burro me haga el favor de facilitármelo para cargar un poco de pasto.

Es un continuo dar y recibir recados desde la mañana hasta la noche; pero en esto no hay nada de particular. Lo serio del caso está en las confusiones y dolores de cabeza que los muchachos del servicio ocasionan a los amos de casa. Hay veces que el chico, distraído en los juegos que halla por la calle, olvida el recado, y si lleva varios los confunde, resultando de aquí una torre de Babel.

La prueba al canto.

Doña Joaquina era una señora muy puntual y comedida. Cierto día mandó al chico que tenía de servicio, a la casa del señor Cura con un poco de chocolate, obsequio que quería hacerle por ser el día del santo de éste; pero a fin de que el mandadero no perdiese tiempo en idas y venidas, encargóle también otra diligencia para la casa de una señora amiga que vivía en el tránsito, y todo esto con presteza, porque doña Joaquina estaba para salir. ¡Aquí ardió Troya!

El chico llegó a la casa del Cura y le dijo muy cándidamente:

—Que doña Joaquina lo manda saludar, y que le haga el favor de prestarle el sombrero que cargaba puesto el domingo.

El Cura le hizo repetir el recado varias veces, y todavía sin salir de su sorpresa ni explicarse tan rara exigencia, tomó el gran sombrero de teja, galerus canaliculatus, y lo envió a doña Joaquina.

El pobre Cura quedó seriamente atormentado por la curiosidad.

—Pero, señor, es bien particular, ¿qué irá a hacer doña Joaquina con mi sombrero? —se preguntaba dando grandes paseos.

—¡Ah, ya caigo en la cuenta! —le dijo de pronto el ama de llaves, que era una viejecita muy suspicaz —¿no ve su merced que hoy es día de su santo? pues, sin duda, doña Joaquina quiere darle el alegrón de cambiarle la cinta y cordones al sombrero, que en realidad están pidiendo remuda.

—Sólo que por eso sea, pero siempre es muy original el caso. En fin... esperemos.

A todas estas, ya doña Joaquina se hallaba en compañía de dos o tres familias que iban con ella a una boda en el campo. Era pasada la hora, y se había engalanado a toda prisa. Estaba, pues, renegando contra el chico por la tardanza, y en la espera del sombrero que debía mandarle la amiga para completar su tocado, cuando apareció aquél con el descomunal envoltorio.

—¡Qué es esto Dios mío!... ¡el sombrero del señor Cura!... exclamó la pobre señora.

El chico, sin caer todavía en la cuenta de aquella catástrofe, le dijo con mucha naturalidad en presencia de los sorprendidos circunstantes:

—El señor Cura le manda decir que con mucho gusto le prestaba el sombrero, pero que ojalá se lo desocupara tempranito, porque tiene que salir esta tarde para la iglesia a cantar vísperas.

Epílogo —El muchacho se llevó una buena pela; el sombrero volvió inmediatamente a poder del Cura con mil disculpas y aclaraciones, pero sin el regalo del chocolate, por la sencilla razón de que a doña Joaquina le fue muy penoso mandar por él a casa de la amiga, tanto más cuanto que ésta le había devuelto el canastillo, manifestándole que le agradecía en el alma tan sabroso obsequio y que le había llegado muy a tiempo.

Los recados tienen, pues, sus inconvenientes como todo en esta vida; pero nadie puede dudar de sus ventajas. Ahora mismo, por ejemplo, en vista de que nada valen los oficios, las cartas, los telegramas ni los constantes reclamos de la prensa para conseguir un camino, vamos a proponer que recomendemos a cuantos vayan a Caracas para que toquen en la casa del señor Ministro de Obras Públicas y le den el siguiente recado:

—Los merideños lo mandan saludar, y que les haga el favor de mandarles abrir el camino de Mérida al Lago de Maracaibo, que están pidiendo al Gobierno desde hace más de sesenta años!

Y estamos ciertos de que si el Ministro trasmite el recado al Presidente de la República, éste lo contestará con el decreto correspondiente y Mérida tendrá al fin el encantado camino.

( 1896 )

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